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“Creo que tengo derecho a que se me conceda un último deseo, capitán”, afirmó El Chato al jefe de la Acordada cuando lo iban a fusilar. “Está bien, Chato, nomás no me pidas que te deje en libertad”. Y después de esta concesión, El Chato pidió además: “quiero darme el gusto de torear un toro, capitán”.
En Babonoyaba, municipio de Satevó, Chihuahua, aún se cuentan varias y contradictorias versiones sobre el final de Jesús Nevárez, pues una aclara que en el último minuto, el famoso ladrón y benefactor de los pobres en aquella región ideó una treta con la que se alejó tanto de la amenaza de muerte del toro como de la que iban a provocarle sus captores.
Otra conseja popular revela que El Chato Nevárez en realidad murió a consecuencia de las heridas sufridas después de un asalto cometido ese mismo año; y una tercera asegura que, en 1742, se trasladó a la Ciudad de México (CDMX), donde tuvo un final romántico y más apropiado a su fama de “bandido generoso”.
Sin embargo, en Satevó, incluso en el poblado de Santiago de Babonoyaba, son pocos los hombres mayores que conocen bien a bien la leyenda de El Chato Nevárez y de uno de sus hechos de mayor dimensión mítica: los múltiples tesoros que dejó enterrados en la Sierra de los Frailes.
Algunos de los adultos mayores, por ejemplo, aseguran “no saber nada” de la figura histórica o mítica de El Chato Nevárez; otros que “mucho” y unos más que “algo”. Entre éstos se halla don Ramón Rivero quien, en conversación con buzos, informó: “bueno, nada más sabemos que existió ese hombre y que se han buscado sus tesoros, nomás”.
En contraste con los habitantes de la cabecera municipal, Satevó, donde la gente afirma no saber absolutamente nada de El Chato, en Babonoyaba basta superar poco a poco la desconfianza de la gente para que los pobladores reivindiquen como nativo de la comunidad y como un genuino bandido generoso.
No falta, incluso, un “cronista” que lo compare con Chucho El Roto, el también legendario ladrón que, en la CDMX, repartía los botines de sus raterías y atracos entre la población, con lo que fomentaba un “colchón social” que lo protegía de la persecución policiaca en la capital.
Pero el caso de El Chato Nevárez ocurrió durante el Siglo XVIII, cuando los perseguidores de los delincuentes formaban parte de la Acordada, un temible cuerpo policial que se desplazaba a caballo y brindaba protección a las diligencias de metales preciosos en los caminos de la República.
A 280 años de distancia
Los tres ancianos se hallan en la parcela de don Ramón Rivero y se dedican a despuntar las matas del maíz que ya se mira bastante maduro. A cada paso que dan dentro del maizal, las calabazas de la milpa les recuerdan que ya está próxima la temporada de cosecha.
“Es pura leyenda este asunto”, narra don Ramón, reacio todavía a hablar; pero en el curso de la plática con sus amigos y este reportero surgió el tema de los famosos “derroteros”, una especie de mapas de tesoros ocultos con abundantes textos escritos. Estos documentos empezaron a circular y abundaron a partir de la muerte de El Chato.
“Uuuh, han llenado la sierra estos derroteros con gente que viene acá a buscar la cueva de El Chato. Pero no, ese tesoro no existe… ahí me mantenía cuando joven, durante muchos años (en esta sierra), y nunca vi nada de tesoros”, explicó el viejo.
Los famosos “derroteros” contenían rutas e instrucciones para llegar a los lugares donde estaban los tesoros. Sus portadores eran muchos y llegaban sobre todo en Semana Santa; aunque desde hace ya muchos años han disminuido considerablemente.
¿Y de dónde venía esa gente?
“No, pues quién sabe. Es que no decían, casi no hablaban. Creo que por miedo a que les fueran a quitar el dinero”. Don Ramón se ríe con picardía.
“¿Usted cree? ¿Quién les iba a andar quitando el dinero? ¿Cuál dinero, si ellos venían engañados con los mentados derroteros que andaban cargando?”.
Don Abdón Borunda interviene para aportar otro dato: que El Chato llevaba a una señora que era partera del pueblo a la cueva donde se escondía en la Sierra de los Frailes para que atendiera a su mujer cuando daba a luz. Le vendaba los ojos y la conducía en un caballo aparte; y una vez parida su mujer, la regresaba al pueblo también vendada.
Otra de las informaciones obtenidas en las entrevistas es que en Babonoyaba está la tumba de Nevárez, que fue excavada cuando falleció en el templo de Santiago Apóstol, donde se encontraba el antiguo cementerio. Todas las tumbas, incluida la de El Chato, están intactas; pero no así las cruces y monumentos. Esto se debió a las Leyes de Reforma en el Siglo XIX.
El historiador Zacarías Márquez, en su libro Misiones de Chihuahua, apunta que “Santiago Apóstol, patrón de España, ordinariamente fue invocado para proteger empresas bélicas y no evangélicas y que el nombre de este santo fue impuesto al pueblo por Juan de Oñate, el conquistador de Nuevo México.
El nombre original de la comunidad es Babonoyaba, propio de la lengua de los indígenas conchos y se encuentra en la frontera con los tarahumaras, que habitan las márgenes del río de Satevó. La evangelización inició en 1619; para 1640, los franciscanos ya tenían una iglesia y una misión atendida por fray Hernando de Urbaneja.
La iglesia de Babonoyaba fue saqueada e incendiada en 1652, igual que el resto de las misiones aledañas fundadas por los jesuitas durante la gran rebelión de los tarahumaras. En 1665, Babonoyaba quedó restaurada y desde entonces fue el paso obligado de quienes se dirigían al norte, a la región de Casas Grandes.
Hoy lo único que queda en pie de la primitiva misión franciscana de Santiago de Babonoyaba son la planta del templo y la casa anexa.
El Chato y sus tesoros míticos
En términos cronológicos, la vida y muerte de El Chato ocurrió hace 280 años, aunque no hay fechas exactas; su presunta banda de ladrones merodeó de principios del Siglo XVIII a 1742 entre los llanos centrales del estado y la Sierra Tarahumara.
El historiador Jesús Vargas Valdez escribió que, en documentos del Siglo XIX, consta que “solo en uno de los entierros del famosísimo y célebre bandido” había varias ollas de barro llenas de monedas selladas con las que podían “tapizarse” las paredes de dos cuartos de un rancho.
En estos días todavía hay hombres de edad avanzada en Satevó, Rosales y Santa Isabel que aseguran poseer “auténticos derroteros” del mayor tesoro de El Chato Nevárez.
De acuerdo con testimonios recogidos por Jesús Vargas, “según Ventura Balderrama, quien murió en 1906, y quien nació y vivió toda su vida en el pueblo de Santa Isabel, El Chato era originario de ahí; pero don Juan Borunda sostenía que había nacido en el pueblo de Santa Cruz de Herrera. En ambas poblaciones hay familias con ese apellido”.
Hay una carta firmada por María Asunción Nevárez, quien se decía hija del afamado bandolero, que está fechada en la Ciudad de México el año de 1861 y dirigida a don José María Nevárez, residente de Santa Isabel y a quien trataba como tío.
En ella habla de los tesoros enterrados por su padre y que dejó bajo unos ranchos en la Sierra de los Frailes, cerca del río San Pedro, además de uno compuesto con barras de oro que, según ella, había escondido al pie de una encina en una playa del arroyo El Colegio. Este arroyo nace en el puerto de San Pedro y desemboca en el río del mismo nombre.
Inicio y final de la leyenda
“Creo que tengo derecho a que se me conceda un último deseo, capitán”, le dijo El Chato al jefe de la Acordada cuando ya lo conducían al paredón donde lo iban a fusilar. El policía se desconcertó con la petición, miró al sargento que captó la seña en la mirada de éste, y dijo al reo: “Está bien, Chato, nomás no me pidas que te deje en libertad”.
La tradición oral en Babonoyaba y Satevó asegura que lo que siguió fue como de película. “Quiero darme el gusto de torear un toro, capitán”.
Los rurales se movilizaron con rapidez para exigir a los campesinos un animal con la bravura necesaria para lidiar con aquel bandido que tantos problemas les había causado durante muchos años, y que para ellos era “una papa caliente” estando vivo.
El Chato Nevárez era bueno para torear y la gente esperaba un espectáculo inolvidable. Todavía hay viejitos en la región que, a pesar de que no fueron testigos presenciales, conservan detalles muy precisos de lo ocurrido gracias a la memoria colectiva y fresca de sus ancestros.
El coso se improvisó en el corral de una casa vecina al calabozo; y a pesar de que nadie dio aviso de la “corrida”, toda la gente del pueblo y de las rancherías ubicadas a tres leguas de ahí se congregó para ver torear El Chato.
Encaró al toro con la decisión de un hombre que sabe que al margen de que la gente ovacionara o no sus lances taurinos, o de que la bestia pudiera herirlo, ése sería su último día en vida. Acaso esta actitud lo distrajo porque, en uno de sus primeros lances con el capote, el toro lo ensartó en el vientre con uno de sus pitones, le vació los intestinos y lo tiró entre el estiércol del corral.
Un rumor de asombro y gritos de dolor de hombres, mujeres y niños inundó la “plaza” y el mismo capitán trató de detenerle la hemorragia para que no fuera a morírsele el desdichado a quien debía ejecutar; y una de las versiones de la leyenda cuenta que el infeliz militar mandó fusilar el cadáver.
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Escrito por Froilán Meza
Colaborador