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Gran Guerra Patria, la fase más atroz de la lucha de clases bajo el Imperialismo
Ninguna nación ni pueblo alguno hubiera escapado de la garra asesina del fascismo de no haber sido por el sacrificio de la Unión Soviética
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La manipulación de la historia

“La guerra es la continuación de la política”, asevera Karl Von Clausewitz, uno de los más destacados teóricos de la guerra. Esta afirmación es sólo parcialmente cierta. En realidad, la guerra «es una prolongación de la política de determinada clase en condiciones históricas concretas» (1) como escribiera Lenin. La Segunda Guerra Mundial, como toda conflagración bajo el capitalismo, sólo puede entenderse bajo este principio. Este conflicto representa la más cruda expresión de la lucha de clases encarnado, por un lado por el fascismo y las potencias occidentales liberales y, por otro, por el socialismo, representado entonces por el país de los sóviets, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). 

Sin embargo, para entender uno de los procesos históricos más determinantes de nuestra época no basta con acercarse al hecho aislado, no comprenderíamos así sus fundamentos. La Segunda Guerra Mundial es parte de un largo proceso que se remonta, al menos, hasta el triunfo de la Revolución Socialista de Octubre de 1917. A raíz del triunfo de los bolcheviques en Rusia el mundo se escindió en dos campos: socialismo y capitalismo. La historiografía oficial pretende fragmentar –premeditadamente– el siglo XX en cuatro etapas diferenciadas entre sí: Primera Guerra Mundial (1914-1918), Periodo entreguerras (1918-1939), Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y Guerra Fría (1945-1991). Realmente todos estos momentos sólo adquieren coherencia si se les estudia y observa como partes de un mismo proceso. Son componentes de la contradicción entre dos sistemas antagónicos que no pueden coexistir eternamente, y que por más de un siglo no han dejado de rivalizar tanto en el campo militar como en el político e ideológico. El carácter internacional de la lucha de clases es el verdadero motor de todos los acontecimientos que, desde los albores del siglo XX hasta nuestros días, marcan el curso de la historia. 

 

La cruzada contra el bolchevismo y las raíces imperialistas de la Guerra

Durante la Segunda Guerra Mundial, y debido al avance ideológico del socialismo en Asia y el Este de Europa, la contradicción afloró con toda su crudeza, haciendo que el capitalismo adquiriera una de sus más aberrantes formas: el fascismo. A diferencia de las potencias occidentales, que pretenden ocultar hasta el día de hoy las verdaderas razones de la guerra, las hordas hitlerianas lo tenían muy claro. Al iniciar la embestida contra la URSS, en 1941, los soldados alemanes recibieron una orden firmada por el mariscal de campo Von Brauschitsch en la que informaba a los oficiales y los agentes de inteligencia que: «Serían parte de “la batalla final entre dos sistemas políticos opuestos”». Una segunda orden “sobre la jurisdicción de los tribunales de guerra” «privaba a los ciudadanos rusos de cualquier derecho a apelar, y efectivamente exoneraba a los soldados de los crímenes que pudieran cometer contra aquéllos, fueran asesinato, violación o saqueo.» La justificación para violar la más elemental conducta humanitaria no puede ser más reveladora: «la derrota de 1918, el periodo de sufrimiento del pueblo alemán que siguió y la lucha contra el nacionalsocialismo –con los muchos sacrificios de sangre que soportó el movimiento– pueden remontarse a la influencia bolchevique. Ningún alemán debería olvidar esto». Hitler lo había dejado claro ante más de doscientos oficiales apenas unos meses antes: «Se trataba de una batalla entre dos concepciones del mundo diferentes, de una batalla de aniquilamiento contra los comisarios bolcheviques y la intelectualidad comunista» (2).

Era el odio al comunismo y su aniquilación lo que motivaba la actitud entera del nazismo. El mundo entero presenciaba, apenas veinte años después de la fratricida guerra imperialista conocida como la Gran Guerra, una de las más feroces embestidas del capital contra los trabajadores. “Había de interpretarse –escribe Hobsbawm– como una guerra civil ideológica internacional”. (3) ¿Cómo entender entonces la “ruptura” entre las potencias occidentales capitalistas que hace pasar la Guerra como una lucha entre las naciones del Eje (Alemania, Italia y Japón) contra los Aliados (Inglaterra, Francia, Estados Unidos y la URSS)? Como veremos estas divisiones superficiales son sólo una forma burda de manipular la historia.

Los líderes fascistas Adolf Hitler y Benito Mussolini durante una reunión a principios de la década de 1940.

No obstante, revelan otro aspecto de la larga lucha cuyos orígenes se encuentran en 1917 y que, sin duda, fue determinante en el conflicto. Después de la firma de los tratados de Versalles al fin de la Primera Guerra, que castigaban duramente a Alemania, las naciones vencedoras buscaron dividirse el país y sus dominios con el espíritu de las hienas. El objetivo no era únicamente repartirse los despojos de una Alemania derrotada, sino destruir a un peligroso competidor en la voraz carrera por la acumulación del capital que representa el imperialismo. Mercados, fuentes de materias primas, colonias que garantizaron mano de obra semiesclava, eran los verdaderos objetivos del pacto. “Esto no es paz –escribió Lenin–, sino condiciones dictadas por bandoleros”.

La guerra imperialista, que había confrontado a las potencias capitalistas ya en 1914, llegaba a una segunda fase en 1939. El odio de clase que engendraba el espíritu de aniquilación hacia los bolcheviques, se complementaba con el afán de acumulación del capital bávaro. Esta es la contradicción esencial del conflicto más sanguinario de la historia de la humanidad. Este dual objetivo del nazismo dejaba a medio camino e indecisas a las potencias europeas. Por un lado nada les satisfaría más que ver derrotada a la república de los sóviets y, con ella, el socialismo mundial y, sin embargo, no estaban dispuestas a pagar el precio tan caro de convertirse en siervos del imperialismo alemán. Sólo esta incertidumbre explica la actitud de los “Aliados” ante el nazismo antes, durante y después de la guerra. 

La vileza y la cobardía de la alta burguesía europea quedó ignominiosamente plasmada en los pactos de Múnich. «Fue el propio Hitler quien propuso una reunión […] que se celebró en Múnich el 29 de septiembre de 1938, donde Hitler, Mussolini, Chamberlain y el jefe del gobierno francés, Édouard Daladier, firmaron un acuerdo deshonroso que cedía el territorio de los Sudetes (antigua Checoslovaquia) a Alemania» (4). Quedaba claro que antes de aceptar una alianza con el socialismo preferían negociar con el fascismo que, a fin de cuentas, era sólo un hijo desobediente, mientras que el bolchevismo era su enemigo mortal. Esta actitud, de la que han renegado por más de un siglo en Occidente, quedó evidenciada, desde el otro lado de la contradicción, al negarse a una reunión con Stalin en Moscú, cumbre que el líder soviético se cansó de solicitar hasta verse obligado a firmar una tregua con Alemania. La negativa a negociar con Moscú en 1939 y la ignominia de Múnich, dieron el último impulso a la embestida nazi. A final de cuentas, pensaban los “Aliados”: «Tampoco una derrota del bolchevismo a manos de una Alemania debilitada era considerada como una mala solución. La resistencia de los gobiernos occidentales a entablar negociaciones efectivas con el estado rojo, incluso en 1938-1939, cuando ya nadie negaba la urgencia de una alianza contra Hitler, resulta ilustrativa. De hecho, fue el temor a tener que enfrentarse a Hitler en solitario lo que indujo finalmente a Stalin a firmar con Ribbentrop el pacto de agosto de 1939» (5).

El inicio formal de la Guerra fue en 1939; antes, sin embargo, habíanse dado ya pruebas de las intenciones de Hitler y sus aliados con la invasión de Japón en Manchuria en 1931 y la ocupación de China en 1932, así como la anexión de Austria y la invasión de Checoslovaquia por parte de los alemanes. Polonia fue invadida sin ofrecer resistencia y los “Aliados”, que habían declarado formalmente la guerra a Alemania el 3 de septiembre de 1939, permanecieron inactivos tolerando el avance alemán. A este hecho se le conoce como la “extraña guerra”, eufemismo que en realidad oculta una descarada traición. Europa se hizo cómplice del nazifascismo observando desde una sana distancia y con una media sonrisa en el rostro, el avance de la Wehrmacht hacia el Este. «Después de todo, a juicio de una gran parte de los políticos británicos y franceses, lo que más se podía conseguir era preservar un statu quo insatisfactorio y posiblemente insostenible. Y había además, al final de todo, la duda acerca de si, en caso de que fuera imposible mantener el statu quo, no era mejor el fascismo que la solución alternativa: la revolución social y el bolchevismo» (6).

El 22 de junio de 1941 comenzó la guerra más terrible en la historia de Rusia. Duró 1.418 días y se llevó las vidas de decenas de millones de personas.

 

Operación Barbarroja

El 22 de junio de 1941, a mediodía, la radio en Rusia anunciaba la invasión alemana. La voz de Mólotov se oyó serenamente en la radio: «Hoy, a las cuatro de la mañana, tropas alemanas atacaron nuestro país sin hacer ninguna reclamación de la Unión Soviética y sin haber declarado la guerra.» […] «Nuestra causa es justa –concluía inexpresivamente–. El enemigo será rechazado. Obtendremos la victoria» (7). Sobre los “Aliados” no había que preocuparse por ahora: «El Führer está tranquilo –escribía en su diario el Jefe del Estado Mayor General de las tropas terrestres de la Wehrmacht–. Cuenta con que los franceses y los ingleses no irrumpirán en el territorio de Alemania” (8).

No hay ejemplo más despreciable de la manipulación de la historia que el relato que sobre la Segunda Guerra Mundial ha fabricado occidente. La Guerra tuvo esencialmente dos contendientes, la Unión Soviética y Alemania. Europa se rindió sin pelear: Holanda capituló el 14 de mayo; Bélgica el 28 de mayo; Francia el 22 de junio. Mientras tanto, Inglaterra, después de la retirada de Dunkerque el 26 de mayo, sólo tendría que resistir un esporádico ataque aéreo que supo repeler, evitando el desembarco de los alemanes gracias a la concentración de tropas en el frente Este. La participación de Estados Unidos es mucho más insignificante. “Calumniare audacter, semper aliquid haeret” (Calumniar audazmente, que siempre quedará algo), a esta máxima se ciñe toda la narrativa occidental sobre la historia del bolchevismo. 

La operación “Barbarroja” estaba pensada como una “guerra relámpago” (la blitzkrieg), mediante la cual el ejército nazi planeaba destruir en un lapso de ocho a diez semanas al país de los sóviets. Duró, no obstante, 1,418 días (3 años y 8 meses) y el resultado fue radicalmente diferente a lo que los estrategas nazis planearon. La Gran Guerra Patria fue la verdadera guerra; en ella se concentró todo el esfuerzo del fascismo y en cierta medida, el esfuerzo de las naciones europeas que soñaban con ver destrozado el país de los sóviets. «Durante todo el transcurso de la guerra, actuó, como promedio, el 70 por ciento de las divisiones de la Alemania fascista […] tres de cada cuatro soldados de la Wehrmacht hitleriana como promedio combatieron en el Este, y sólo uno lo hizo en Occidente. […] En el frente soviético alemán fueron aniquiladas, derrotadas o hechas prisioneras 507 divisiones germano fascistas […] Los Aliados de Alemania perdieron no menos de 100 divisiones. Los ejércitos de Estados Unidos, Inglaterra y los otros participantes de la coalición antifascista, pusieron fuera de combate 176 divisiones, menos de 1/3 de todas las divisiones derrotadas de la Alemania fascista y sus aliados» (9).

La guerra, la verdadera guerra, se libró en tres frentes: Moscú, Stalingrado y Kursk. Difícil saber en cuál de los tres se decidió el triunfo de los sóviets. En cada uno de ellos la lucha fue a muerte y sin cuartel; no hubo piedad ni misericordia. Dos concepciones del mundo, dos clases sociales se enfrentaban rabiosamente; la guerra nunca antes había mostrado un rostro tan hórrido. La batalla de Moscú duró del 30 de septiembre de 1941 al 20 de abril de 1942. Más de 2.8 millones de hombres intervinieron. Stalingrado, del 17 de julio de 1942 al 2 de febrero de 1943, gravó en los anales de la historia la defensa heroica de la humanidad, en la que más de un millón de soldados soviéticos se enfrentaron a una cantidad similar de alemanes. Kursk, la más grande de las tres por sus dimensiones, aunque no por su trascendencia dado que en Stalingrado se dio el paso cualitativo de la guerra, aconteció entre el 5 de julio y el 23 de agosto de 1943. Más de cuatro millones de hombres participaron en este decisivo enfrentamiento. Más del 75 por ciento del ejército alemán se concentró en esta región esperando salvar, de último momento, una victoria que cada vez se decantaba más del lado ruso. 

El triunfo soviético en la Batalla de Stalingrado (17 de julio de 1942 – 2 de febrero de 1943) definiría el rumbo de la Segunda Guerra Mundial.

No haré el recuento de las batallas, las operaciones o las bajas. Innumerables obras se han dedicado a hacer el análisis cuantitativo. El objetivo ahora es observar el aspecto cualitativo; un aspecto subjetivo que suele dejarse de lado pero que, en última instancia, fue decisivo y trascendente en la victoria, salvando a la humanidad de un destino que pudo ser más dantesco todavía.

 

«Ha sonado la hora del valor»

Cientos de obras se han escrito indagando las causas de la derrota de los nazis en Rusia. Diversas teorías han buscado en la estrategia, las provisiones, el clima y hasta la egolatría de los dirigentes, las causas de la catástrofe alemana. Pocas, muy pocas, lo han hecho con ánimo sereno e imparcial. Eso explica que hasta nuestros días aparezcan por todos lados equilibristas teóricos que encuentran el quid de la guerra en algún aspecto azaroso y casual. Este ejercicio no es nuevo. La caída de la Grande Armée suele explicarse por la densa lluvia que asoló Waterloo antes de la batalla, o por la terquedad obsesiva que el mariscal Grouchy tenía con Napoleón que lo orilló a aferrarse a una orden que debió desobedecer. Mismo cuento entre Hitler y Paulus. ¡No! La historia poco tiene que ver con el azar, es mucho más complicada y no responde a devaneos y pasiones personales, sino a transformaciones estructurales. ¡Clío tampoco juega a los dados! La historia, como la vida, no deja de verse afectada también por la frivolidad de los “intérpretes”. Y esto sucede cuando no se estudia el devenir sino los hechos deshilvanados de la trama. 

En este caso, gran cantidad de historiadores, algunos de ellos de renombre, han encontrado en el frío de la estepa rusa la causa de la derrota. Otros, muchos otros, se la atribuyen al egocentrismo de Hitler que, sin conocer el campo de batalla pretendía hacer la guerra desde el sofá. Otros tantos creen ver en Paulus, jefe del VI Ejército, una torpeza grosera que evitó maniobrar a tiempo cuando se puso en marcha la operación Uranus, la guerra profunda propuesta por Stalin. Ninguno de estos presumibles errores son causa significativa de la derrota. “«¡No! –escribió el Mariscal de la Unión Soviética G. Zhúkov–. No fueron la lluvia ni la nieve los que detuvieron a las tropas fascistas en los alrededores de Moscú. Una agrupación de más de un millón de tropas hitlerianas selectas se estrelló contra la férrea firmeza, el valor y el heroísmo de las tropas soviéticas; tras sus espaldas estaba su pueblo, su capital, su patria»”. (10)

Durante los primeros ocho días de guerra, el Ejército Rojo reclutó a 5.3 millones de hombres 

El aspecto oscurecido por la historia y la calumnia, de la más terrorífica conflagración que ha presenciado la humanidad, es el valor, la disciplina, la abnegación y la entrega total y absoluta del pueblo ruso, de los sóviets, de los bolcheviques educados en la escuela de Lenin. Me atrevo a decir que no fue únicamente el amor a la patria, a la Gran Patria, lo que llevó a los soldados y al pueblo ruso a dejar sus vidas y a no escatimar esfuerzo alguno para derrotar al invasor; sino la concepción clara y profunda de una concepción de la vida y del mundo radicalmente opuesta al fascismo; una visión de las cosas en la que, por encima de todo, estaban el amor a la humanidad y el sentido de pertenencia a una clase. Fue la lucha por el socialismo lo que salvó al mundo entero de la amenaza del fascismo. Los ejemplos más desgarradores de este sacrificio se encuentran en los archivos, la correspondencia y los testimonios que en Moscú, Stalingrado y Kursk dejaron aquellos que se inmolaron por la humanidad.

La seguridad de Hitler en el triunfo de su “guerra relámpago” radicaba en la ignorancia de esta abnegación. Apenas en los primeros enfrentamientos los alemanes se dieron cuenta del craso error. Garabateado en uno de los muros se leía: «Me estoy muriendo pero no me rendiré. ¡Hasta siempre, patria!» (11) Esta sencilla frase contenía todo el espíritu de los sóviets.

Herder, el general alemán que en julio, al iniciar la invasión de Stalingrado, se preparaba ya para la victoria, anotó en su diario: «En todas partes los rusos lucharán hasta el último hombre […] Capitulan sólo de vez en cuando». En el diario de un joven comandante ruso se puede leer: «Nuestra meta es defender algo más grande que millones de vidas. No estoy hablando de mi propia vida. La única cosa que hay que hacer es darla en beneficio de la patria». (12)

El sacrificio no distinguía entre hombres y mujeres. En la patria de los sóviets todos eran bolcheviques en lucha. Cuando, por falta de soldados, los cañones quedaron abandonados en Stalingrado, un grupo de jóvenes voluntarias, apenas salidas de la secundaria, tomaron sin pensarlo su lugar: «furiosamente bajaron las palancas, poniendo los cañones a la altura de cero y apuntaron a los vehículos acorazados en la vanguardia» (13). Según el capitán Sarkisian, «las jóvenes rehusaban bajar a los búnkeres […] una de ellas, llamada Masha, permaneció en su puesto cuatro días sin ser relevada» (14). Ni la edad ni el sexo eran obstáculos para el sacrificio. «La comandante de la compañía sanitaria de cien mujeres del 62.º ejército, Zinaida Georgevna Gavrielova, era una estudiante de dieciocho años […] sus camilleras, muchas de ellas bastante mayores que ella, tenían que superar el terror y avanzar arrastrándose, a menudo bajo un intenso fuego, para llegar a los heridos […] tenían que ser “física y espiritualmente fuertes” como decía su comandante» (15).

La francotiradora soviética Liudmila Pavlichenko, a quien se le acreditan 309 muertes, no solo es considerada como la mejor francotiradora de la historia, sino que también está entre los mejores francotiradores del mundo.

Los alemanes estaban estupefactos, no sólo no esperaban tal resistencia: jamás habían visto tal forma de luchar. Un cabo alemán de la 390.ª, escribió a su familia cuando los rusos peleaban en inferioridad y se encontraban al borde de la derrota: «No puedes imaginar cómo defienden Stalingrado, como perros». (16) ¡Como perros! Porque tenían una patria y una causa que hacer triunfar. No morían por ellos mismos, su vida iba mucho más allá, se encarnaba en el espíritu mismo de la historia. Existen testimonios con los que podríamos desbordar estas páginas para demostrar la identidad del pueblo ruso con el socialismo, con la idea de Lenin de una unidad entre todos los proletarios del mundo contra el capital. En Karpovka, uno de los campos de concentración nazis, donde los prisioneros se apretujaban unos con otros para no morir de frío; la noche del 7 de noviembre, el aniversario de la Revolución, se escuchaba un canto silencioso desde los agujeros en que yacían, con el que recordaban la asunción de los sóviets al poder.

Desde el otro lado del frente, las mujeres, las hermanas y los hijos no escribían lastimeras cartas de llanto y lamentos, como sí ocurrió en la Primera Guerra Mundial, cuando los soldados eran enviados a morir a la guerra imperialista. Todo lo contrario, levantaban el ánimo de los combatientes con mensajes de lucha y sacrificio. «Estoy muy feliz de que estés luchando tan bien –escribía una mujer a su esposo– y que te hayan premiado con una medalla. Lucha hasta la última gota de sangre y no los dejes tomarte prisionero, porque el campo es peor que la muerte» (17).

No cabrían aquí las pruebas de conciencia y abnegación de una nación que demostró con un inmenso sacrificio los colosales alcances de una idea. De la idea del socialismo. De la idea de la humanidad. Millones de vidas se perdieron, pero, a diferencia de todas las guerras anteriores, por primera vez en la historia moderna, un pueblo entero luchaba por sí mismo, por su libertad y la de millones de seres en el mundo. No luchaban por una paga, no eran mercenarios, tampoco por la “nación” en abstracto, sino por la “patria” en la que cabían no sólo los hombres y mujeres de la Unión Soviética, sino todos los trabajadores del mundo entero. 

 

La impotencia del nazismo

A diferencia de los ardorosos y admirables ejemplos de sacrificio que se pueden observar a miles entre los rusos, la correspondencia alemana deja ver la vaciedad y la inocuidad de los principios fascistas. Era una guerra, hemos dicho ya, entre dos concepciones del mundo. La diferencia es que una de esas concepciones no estaba pensada para redimir al hombre, para superar y trascender la historia. Era reaccionaria, ególatra, ahistórica y, sobre todo, profundamente burguesa e imperialista. No podía por ello servir de impulso y estímulo para el combate, como sí lo hacía el marxismo entre los bolcheviques.

«Un estudio de las cartas familiares escritas por los oficiales y soldados de los dos bandos –escribe un historiador con pocas simpatías por la URSS– es muy ilustrativo. En muchas cartas de alemanes en Stalingrado de esta época, hay una nota herida, desengañada e incluso incrédula sobre lo que está pasando, como si no fuera ya la misma guerra en la que se habían embarcado. ‘Muchas veces me pregunto –escribía un teniente alemán a su esposa– para qué todo este sufrimiento. ¿Se ha vuelto loca la humanidad? Esta época terrible marcará a muchos de nosotros para siempre.’ Y pese a la propaganda optimista de la inminente victoria en Alemania, muchas esposas intuían la verdad. ‘No puedo dejar de preocuparme. Sé que estás combatiendo constantemente. Seré siempre tu fiel esposa. Mi vida pertenece a ti y al mundo’» (18).

Este tono se reproducía en prácticamente toda la correspondencia alemana entre 1942 y 1943. «Queremos volver a Alemania; Estamos hartos de esto» «Estamos sucios y con piojos, y queremos volver a casa», y «No queremos esta guerra» (19). «Padre –escribió un cabo alemán a su familia–, usted siempre me decía: “Sé leal a nuestra bandera, y triunfarás”. Nunca olvidaré esas palabras porque ha llegado el tiempo de que todo hombre sensato en Alemania maldiga la locura de esta guerra. Es imposible describir lo que está pasando aquí. Toda persona en Stalingrado que todavía tiene cabeza y manos, hombres y mujeres, continúan luchando» (20).

Un soldado soviético ondeando la Bandera roja tras la rendición alemana en febrero de 1943.

El contraste es tan nítido, tan claro y tan impactante que no deja lugar a dudas. Mientras unos luchan “como perros”, amputados y mutilados, otros se lamentan de la estúpida aventura fatídica a la que fueron arrojados. Lo que distingue a unos de otros es simple y sencillamente que unos saben por qué luchan; entienden los principios de su causa y saben que no es sólo el camino correcto que debe tomar la historia, sino el único. Están luchando por ellos, por su familia, su patria y la humanidad entera. Lo más trágico de todo este conflicto, es que también los millones de soldados alemanes eran proletarios, trabajadores de las fábricas y el campo. Hombres y mujeres que, de haber comprendido el lugar que ocupaban en la historia; de haber identificado correctamente al enemigo de clase, se habrían cruzado de brazos antes de irse a matar por los intereses de la plutocracia alemana. 

Ejemplos de resistencia de clase y partidaria los encontramos en muchas de las naciones involucradas en guerra y las que sus respectivos gobiernos simpatizaban abiertamente con el fascismo. La lucha de los partisanos en Yugoslavia, Italia, Albania, e incluso Alemania, son un ejemplo. El Partido Comunista francés no se dejó arrastrar por la cobardía de su gobierno. En Italia fueron los comunistas quienes ajustaron cuentas a Mussolini al final de la guerra. La participación de los comunistas de Europa en las luchas de resistencia antifascistas se explica «no sólo porque la estructura del «partido de vanguardia» de Lenin había sido pensada para conseguir unos cuadros disciplinados y desinteresados, cuyo objetivo era la acción eficiente, sino porque esos núcleos de «revolucionarios profesionales» habían sido creados precisamente para situaciones extremas como la ilegalidad, la represión y la guerra» (21).

 

El desenlace, de la “Guerra Total” a la “Derrota Total”

La retirada de los alemanes de suelo ruso fue desordenada y caótica; mostraba todos los signos de la “Derrota Total”, más allá de que el Führer lanzara todavía gritos desaforados en Alemania a favor de la continuación de la “Guerra Total”. Las artimañas de Goebbels, jefe de propaganda del nazismo, para ocultar la derrotista correspondencia de los soldados que peleaban en el frente Este no dio resultados. En Alemania se sabía ya que, después de Rusia, no quedaban posibilidades de victoria. La consigna de Hitler seguía siendo, sin embargo, “hasta el último cartucho”. Por ello no aceptó la derrota en Rusia y se enfureció cuando conoció la noticia de que Paulus, el jefe del VI Ejército, se había dejado atrapar en lugar de optar por el suicidio.

Soldados alemanes en cautiverio delante de la devastada ciudad de Stalingrado en 1943.

El ejemplo del caos fueron las horrorosas escenas que se vivieron en los alrededores del puente Akimovski, en las inmediaciones del Don: «los soldados gritaban, se empujaban e incluso se peleaban por cruzar al margen oriental. Los débiles y heridos eran pisoteados. A veces, los oficiales se amenazaban mutuamente por no dejar pasar primero a sus respectivos hombres. […] Un considerable número de soldados, para evitar el caos y la congestión, trataron de cruzar a pie el Don congelado. […] Aquellos que caían a través del hielo estaban condenados. Nadie pensó siquiera en ir en su ayuda» (22). Las comparaciones son muchas veces odiosas, pero por la cabeza de los alemanes sobrevolaba, inevitablemente, el espectro del Berezina. 

El camino hacia Berlín no dejó de estar exento todavía de tropiezos y numerosas pérdidas. El ejército alemán, al menos una parte de él, seguía combatiendo torpe pero fatídicamente. En su marcha el Ejército Rojo liberó Rumania, Polonia, Checoslovaquia, Bulgaria, Yugoslavia, Hungría, Austria, Finlandia, Noruega, Dinamarca, Alemania. El 16 de abril de 1945 «dos cuerpos del ejército soviético con dos millones y medio de soldados y el mayor potencial de fuego que se hubiese visto hasta entonces, avanzaba por el sur y por el norte hacia Berlín, que ocuparon el 2 de mayo de 1945» (23).

La guerra había terminado, la humanidad se había librado, por el momento, de la amenaza del fascismo. El autorizado historiador Eric Hobsbawm asegura al final de su análisis que, después de la derrota en Rusia «El fascismo se diluyó como un terrón en el agua de un río y desapareció virtualmente de las escena política» (24). Sólo virtualmente. El fascismo pervivió, y pervive. Es la forma monstruosa del imperialismo y, mientras esta fase del capitalismo tenga aliento, su criatura seguirá con vida. Hoy asoma de nuevo la cabeza.

Las consecuencias de la guerra son por todos conocidas aunque muy pocos las han dimensionado realmente. La hecatombe dejó tras de sí 60 millones de muertos. De ellos, nadie se atreve hoy a dudarlo, 27 millones fueron la consecuencia del sacrificio de la Unión Soviética. De estos 27 millones, cerca de 18 millones fueron civiles. El resto fueron, sobre todo, las pérdidas humanas de Alemania, así como una escalofriante cifra de 15 millones pertenecientes al pueblo chino, víctima del fascismo japonés que, mientras se libraba la guerra en el Este, arremetió implacablemente contra la indefensa población china. 

 

¿Cómo salvó la URSS a la humanidad?

¿Qué hubiera pasado si los objetivos del nazismo se hubieran realizado? ¿Qué realidad esperaba a la humanidad si las aspiraciones del fascismo, como pretendían los “Aliados” al verse en la disyuntiva de elegir entre la “amenaza bolchevique” y “el fascismo”, se hubieran realizado? La historia no es una bola de cristal, aunque siempre permite intuir las posibilidades de realidad. Sin embargo, en este caso, no es necesario adivinar. Los planes del imperialismo del Eje han quedado escritos:

«El proyecto de directiva N.º 32 Preparación para el periodo posterior a la realización del plan Barbarroja […] estipulaba que después de aniquilar a las Fuerzas Armadas Soviéticas, la Wehrmacht tenía por delante apoderarse de los dominios coloniales ingleses y de algunos países del Mediterráneo, África, el Cercano y Lejano Oriente; la irrupción en las islas británicas; y el desarrollo de acciones militares contra América. Los estrategas hitlerianos calculaban pasar, ya en el otoño de 1941, a la conquista de Irán, Iraq, Egipto, la zona central del Canal de Suez y, más tarde, de la India, donde planeaban unirse a las tropas japonesas» (25).

Hemos dicho ya y no hay que olvidarlo, el nazismo era una forma del imperialismo que requería, para alcanzar sus objetivos, destruir la patria del socialismo que, sin embargo, era sólo el primer objetivo. Su objetivo final era devorar al planeta, acelerar el proceso de acumulación apoderándose de los recursos del mundo y transformar a la clase trabajadora en mano de obra prácticamente esclava. En el camino, claro está, pensaba destruir también a las naciones competidoras que en 1914 no había podido someter. Pero siendo hijos de la misma madre, siempre hubieran llegado a un acuerdo.

Tras expulsar a las tropas nazis del territorio de la URSS, el Ejército Rojo continuó la lucha contra la ocupación alemana en los países de Europa del Este.

Alemania no era la única nación que tenía planes imperialistas sobre el mundo. Su más importante aliado, Japón, se reservaba una parte para sí del reparto del planeta. «En diciembre de 1941, en plena euforia por sus triunfos, los japoneses propusieron a los alemanes un pacto para repartirse Asia por el meridiano 70º, que dejaría en manos de Japón la casi totalidad de Siberia, China, el sudeste asiático y la mayor parte de la India. […] los planes japoneses incluían la conquista de todas las islas del Pacífico, incluyendo Australia y Nueva Zelanda, de Alaska, Ecuador, las provincias occidentales de Canadá, el estado de Washington, América Central, Colombia, Perú y Chile; el resto quedaría para Alemania» (26). La cifra de víctimas que dejó la invasión japonesa en Asia, a pesar de no llamar la atención de la historiografía occidental, es escalofriante. «De veinte a treinta millones de asiáticos, en su mayoría de origen étnico chino, fallecidos como consecuencia de las atrocidades cometidas sobre los prisioneros de guerra y sobre los civiles». (27) 

Ninguna nación ni pueblo alguno hubiera escapado de la garra asesina del fascismo de no haber sido por el sacrificio de la Unión Soviética.

 

La amarga victoria

Poco o nada se dice en las incontables obras que se han escrito sobre la Segunda Guerra Mundial, del extraordinario esfuerzo de la Unión Soviética que, encabezada por Stalin, aceleró significativamente, como nunca se ha visto en la historia de la humanidad, la industria, la ciencia y, gracias a ello, el nivel de vida de sus pueblos. Apegados a la idea de Lenin, la nación de los sóviets logró convertir a un país semidesarrollado y prácticamente feudal en una potencia económica e industrial apenas en dos décadas. No hubiera bastado el espíritu revolucionario de los sóviets para defenderse de la artillería alemana. Ninguna estrategia hubiera sido suficiente para enfrentar lo más avanzado de la industria armamentística en el mundo. Los tanques T-34 sorprendieron a la artillería alemana por su eficacia. La acelerada capacidad productiva fue una sorpresa para el Führer, que no creía en la potencia que la economía planificada había impreso a la industria militar.

«Durante el verano, cuando Alemania estaba produciendo aproximadamente 500 tanques al mes, el general Halder había dicho a Hitler que la Unión Soviética estaba produciendo 1,200 al mes. El Führer dio un puñetazo en la mesa y dijo que eso era simplemente imposible. Sin embargo, esta cifra era demasiado baja. En 1942, la producción soviética de tanques se elevó de 11,000 durante el primer trimestre a 13,600 en el segundo, lo que hacía un promedio de 2,200 al mes. La producción de aviones también estaba creciendo de 9,600 durante el primer trimestre a 15,800 durante el segundo». (28) Se demostraba palmariamente la supremacía de la política económica socialista. 

Un tanque ruso T-34-85 en una plaza de Berlín. A la derecha, un vehículo alemán Steyr 1500A destrozado.

Sin embargo, todo este desarrollo se vio radicalmente interrumpido por el esfuerzo bélico. El increíble crecimiento de la URSS se ralentizó por décadas; a pesar de que lograron rápidamente reconstruir varias de las ciudades devastadas, habían perdido con la guerra el 30 por ciento de la riqueza nacional. Y a pesar de eso, las pérdidas materiales no se comparan con la tragedia que significó la destrucción de los mejores hombres y mujeres de la URSS que la guerra devoró. Los ejemplos de heroicidad fueron siempre encabezados por el Komsomol y el Partido Comunista que, con su valor, arrastraban tras de sí a todos aquellos que dudaban aún de la entrega y el sacrificio. Después de la guerra, Rusia tuvo que reorganizar su titánica obra sin contar para ello con los cuadros de avanzada, con el ejército de «revolucionarios profesionales» que había sembrado Lenin.

Esta es una de las razones que explican el deterioro de la política soviética después de la muerte de Stalin. El partido lo ocuparon hombres que no estuvieron nunca a la altura de los que la sanguinaria guerra consumió. No significa por ello que pueda atribuirse a este único factor la derrota del “socialismo real”. En realidad la guerra, como dijimos al inicio, sólo atravesaba una de sus fases. Una vez desarmado el fascismo el proceso continuó. La guerra fría fue una etapa nada más en esta interminable disputa entre la nación del trabajo y la nación del capital, que ahora tenía su sede en Washington y no ya en Londres. La caída del Muro de Berlín en 1989 y la disolución de la URSS en 1991 fueron orquestadas por los mismos países “Aliados” que abandonaron al país de los sóviets a su suerte y a los que debían la existencia. La traición de Gorbachov responde a dos factores: a la debilidad en la que quedó el Partido Comunista después de perder a los mejores revolucionarios en la Gran Guerra Patria y a la infiltración en el Politburó de la inteligencia imperialista.

Hoy la humanidad presencia una fase más en esta incansable lucha mundial de clases. El imperialismo se descompone, el fascismo renace con otra forma y otra cara pero bajo los mismos principios. Rusia se ha revitalizado después de una dura crisis. China no es ya el país semicolonial que invadieron los japoneses: bajo la dirección del Partido Comunista se erige como uno de los pilares más importantes de la Revolución Socialista. La Gran Guerra Patria debe recordarse no como historia pasada, como un hecho aislado en la epopeya de valentía y sacrificio; su significado va mucho más allá. Es la prueba fehaciente de que al imperialismo se le puede derrotar; es el espejo en el que deben mirarse los hombres que hoy, en cualquier parte del mundo, luchan conscientemente por hacer que la “república del trabajo” triunfe, de una vez y para siempre, sobre los intereses mezquinos y egoístas de los dueños del capital que, como lo han demostrado ya, defenderán con la sangre de los pueblos del mundo en los que gobiernan, la riqueza que han acumulado por siglos a costa del trabajo ajeno.

El presidente ruso Vladímir Putin deposita una ofrenda floral en la Tumba del Soldado Desconocido, situada cerca de la muralla del Kremlin, en honor a todos los soldados que sacrificaron su vida en la Segunda Guerra Mundial. 

 

  • Notas
  • 1.- Rzheshevski, Oleg. La Segunda Guerra Mundial. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana. 1985. p. 124.
  • 2.- Beevor, Antony. Stalingrado. Crítica. Barcelona. 20015. p. 23.
  • 3.- Hobsbawm, Eric. Historia del Siglo XX. Crítica. Barcelona. 2012. p. 150.
  • 4.- Fontana, Josep. El siglo de la Revolución. Crítica. Barcelona. 2017. p. 222.
  • 5.- Hobsbawm, Eric. Op. cit. p. 156.
  • 6.- Hobsbawm, Eric. Op. cit. p. 151.
  • 7.- Beevor, Antony. Op. cit. p. 19.
  • 8.- Rzheshevski, Oleg. Op. cit. p. 96.
  • 9.- Rzheshevski, Oleg. Op. cit. p. 123.
  • 10.- Rzheshevski, Oleg. Op. cit. p. 139.
  • 11.- Beevor, Antony. Op. cit. p. 19. p. 33.
  • 12.- Beevor, Antony. Op. cit. p. 35.
  • 13.- Beevor, Antony. Op. cit. p. 105.
  • 14.- Beevor, Antony. Op. cit. p. 106.
  • 15.- Beevor, Antony. Op. cit. p. 149.
  • 16.- Beevor, Antony. Op. cit. p. 154.
  • 17.- Beevor, Antony. Op. cit. p. 185.
  • 18.- Beevor, Antony. Op. cit. p. 187.
  • 19.- Beevor, Antony. Op. cit. pp. 50-51.
  • 20.- Beevor, Antony. Op. cit. p. 192.
  • 21. Hobsbawm, Eric. Op. cit. p. 171.
  • 22.- Beevor, Antony. Op. cit. p. 236.
  • 23.- Fontana, Josep. Op. cit. p. 257.
  • 24.- Hobsbawm, Eric. Op. cit. p. 179.
  • 25.- Rzheshevski, Oleg. Op. cit. p. 127.
  • 26.- Fontana, Josep. Op. cit. p. 234. 
  • 27.- Fontana, Josep. Op. cit. p. 249.
  • 28.- Beevor, Antony. Op. cit. 206.
  •  

Escrito por Abentofail Pérez Orona

Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).


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