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El 19 de julio, La Jornada presentó un titular indicando que la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) había rechazado a cerca del 90 por ciento de sus aspirantes.
El problema es real y, además, resulta particularmente sensible, dadas las esperanzas de movilidad social ascendente que muchos mexicanos y mexicanas depositan en los estudios universitarios.
Sin embargo, el problema también presenta varios matices y niveles de profundidad que es necesario considerar.
Primero hagamos una aclaración: muchos de los aspirantes rechazados por la UNAM fueron, con gran probabilidad, aceptados en alguna otra institución. Por eso sería incorrecto suponer que los poco más de 129 mil jóvenes excluidos por la UNAM son, al mismo tiempo, jóvenes excluidos de la educación superior.
Sin embargo, esto no atenúa el problema. De acuerdo con los datos de la Dirección General de Administración Escolar (DGAE), reportados por Infobae, sólo 14 mil 151, de los 143 mil 427 mil jóvenes que hicieron su examen de admisión, fueron aceptados. Esto es uno de cada 10 aspirantes.
Para dimensionar mejor este dato, comparemos el porcentaje de admisión por examen a la UNAM con el porcentaje general de admisión en el subsistema público de educación superior. De acuerdo con los datos más recientes disponibles de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES), para el ciclo escolar 2022-2023, hubo un total de un millón 619 mil 845 solicitudes de ingreso a instituciones públicas de educación superior y sólo 645 mil 969 nuevos ingresos. De manera que el porcentaje de ingreso, con respecto a las solicitudes, fue de 39.9 por ciento.
Para ese mismo año, de acuerdo con el portal yahoo news, el porcentaje de aspirantes a la UNAM aceptados por examen de admisión fue de 10.1 por ciento. Así, resulta que el porcentaje de admisión por examen a la UNAM es apenas una cuarta parte del porcentaje de admisión general.
Esta diferencia se explica, en parte, por la mayor demanda de la UNAM. Por eso, con otras instituciones públicas de alta demanda observamos un fenómeno similar. Para el mismo ciclo escolar, en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), por ejemplo, el porcentaje de inscritos con respecto a los aspirantes fue de 13.4 por ciento, y para el Instituto Politécnico Nacional (IPN) fue del 24.4 por ciento.
Esta mayor demanda en algunas instituciones es resultado de otro fenómeno: la desigualdad en la oferta escolar, misma que se entrecruza con las desigualdades sociales de los estudiantes, haciendo que los jóvenes de familias económica y culturalmente privilegiadas tengan mayores probabilidades, no sólo de ingresar a la universidad, sino de ingresar a las instituciones más demandadas. Por eso no sería descabellado suponer que, conforme aumenta la demanda de educación superior, las universidades públicas de mayor prestigio comienzan a elitizarse.
Es por estas desigualdades que, aunque es verdad que faltan universidades, también es cierto que el problema no es sólo de acceso. Incluso si el acceso a la educación superior fuera completo, la desigualdad en la oferta generaría una mayor demanda relativa en las universidades de más prestigio, perpetuando, aunque de otra forma, la exclusión.
Por eso mismo, aunque es verdad que los exámenes de admisión contribuyen a reproducir y legitimar las desigualdades en el acceso a la educación superior, simplemente eliminar estos exámenes no contribuye sustantivamente a atender el problema de fondo.
Para atender realmente el problema sería necesario ampliar la oferta educativa, así como elevar y nivelar la calidad de todas las instituciones públicas. Pero no sólo eso. Pues reducir la desigualdad en la oferta no necesariamente contribuye a atenuar los efectos de las desigualdades sociales de los estudiantes. Es necesario, además, que las instituciones educativas estén en condiciones de garantizar un acceso 100 por ciento gratuito, cubriendo incluso los costos de alimentación, transporte o alojamiento de los estudiantes, proveyéndolos de material de trabajo y otorgando, además, cursos compensatorios para nivelar su aprovechamiento y desempeño escolar, así como mejorar sus aprendizajes.
Estas medidas implican un aumento considerable en el presupuesto educativo, lo que sólo podría lograrse con una recaudación fiscal mayor y más progresiva. Si queremos un sistema educativo más justo, con mejores oportunidades, y que contribuya a combatir las desigualdades, es hacia allá a donde debemos avanzar.
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Escrito por Pablo Bernardo Hernández
Licenciado en psicología por la UNAM. Maestro y doctor en ciencia social con especialidad en Sociología por el Colegio de México.