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Desde el punto de vista jurídico todavía no empiezan las campañas para la Presidencia de la República; desde el punto de vista político, atendiendo a los procedimientos para conquistar el poder y conservarlo, hace mucho que empezaron. No exagero si digo que todo mundo está de acuerdo en que, en esta contienda electoral, el peso de los medios de comunicación, es decisivo. Muchos millones de electores solo conocieron de los candidatos aquello que les dijeron la televisión, la radio, las páginas influyentes de Internet, los diarios impresos y otros medios igualmente poderosos y, con base en ello, emitieron su voto.
Todos esos medios, sin excepción, tienen un propietario y, obligadamente, a través del cedazo de sus intereses empresariales e ideológicos, se filtran y aparecen las noticias, análisis, reportajes, comentarios y fotografías. No hay medio de comunicación que no tenga una política editorial y eso no es una acusación ni una satanización, es una verdad incontrovertible válida para todo el mundo moderno y forma parte integrante del orgullo con el que los medios se presentan ante su público. Es cierto que el uso de falsedades y mentiras no ha desaparecido, no obstante, en la brega diaria, no es imprescindible, es más, un medio que solo se sustenta en afirmaciones sin pruebas acaba por extinguirse en el descrédito. Es mucho más socorrido el uso de verdades cuidadosamente seleccionadas y ponderadas y, más todavía quizá, la táctica formativa de opinión que resulta casi invisible: la guerra de silencio.
Pues bien, de lo que hasta ahora ha logrado filtrarse acerca de lo que dicen los candidatos no hemos logrado aprender mucho. Me cuento entre los interesados por saber cómo ven al país las personalidades que se piensan con capacidades para dirigir el destino de casi 130 millones de seres humanos, cómo diagnostican la situación de México, cómo aprecian su futuro y qué creen que deba hacerse –hacer ellos– para mejorar la situación de todos los mexicanos. Si alguien va al doctor porque tiene un dolor permanente, visión borrosa, mareos, desmayos, inflamaciones y otros síntomas alarmantes, es evidente que quiere saber qué tiene, cuál es la enfermedad que padece, qué posibilidades tiene de curarse, qué tratamiento deberá seguir, qué medicinas tomar, cuánto le va a costar y en cuánto tiempo estará sano si es que puede sanar de sus males. La comparación no es tan ingenua si pensamos que los problemas por los que atravesamos los mexicanos son una enfermedad y que, de quienes nos ofrecen ponerse al frente de nuestra vida y nuestro destino, necesitamos saber qué tenemos, cómo nos vamos a curar, en cuánto tiempo y cuánto nos va a costar.
Hasta ahora nada de eso se ha escuchado. Pareciera como si los candidatos hubieran llegado a la conclusión de que tratar de llegar al razonamiento, a la reflexión, al convencimiento profundo de los mexicanos, fuera imposible o inútil. Los mensajes que hasta ahora proliferan están más encaminados a las reacciones inmediatas, instintivas, superficiales, que al pensamiento crítico de los mexicanos. Frases cortas impactantes, formas de vestir, hacer aparecer al candidato como un ser común y corriente para que el elector se identifique con él o con ella, simplezas, superficialidades, tal parece que las campañas electorales hubieran copiado sus métodos de la técnica para introducir mercancías en el ánimo de los consumidores: su forma, su color, su sabor, el o la que los anuncia son jóvenes y guapos, poseerlas da estatus social, pero nada acerca de las verdaderas cualidades intrínsecas del producto, sus bondades alimenticias, su resistencia, su durabilidad, su seguridad, etc., de eso nada, en todo caso, en algunos, solo en algunos productos, quien tenga vista privilegiada, puede alcanzar a ver la información nutrimental en letras diminutas. Así en el caso de los candidatos: tienen esposa o esposo, hijos, van de compras, algún familiar toca la guitarra, juegan balero, pero, de qué piensan hacer con nosotros en los seis años que nos gobiernen, nada.
Bueno, no tanto. Hay un tema de trascendencia que se ha convertido en monomanía de los candidatos: el combate a la corrupción. Es el tema trascendente que ha recibido mayor atención de todos ellos sin excepción. “Conmigo se va a acabar la corrupción porque soy honrado a carta cabal”, fue el grito de guerra de los candidatos a la Presidencia de la República. Conviene tener presente y precisar que, hasta ahora, solo se habla de la corrupción de los funcionarios públicos, de los que de diferentes formas atracan al erario, ninguna otra de las formas de la corrupción ha recibido la misma atención y existen, sin duda: la riqueza inmensa obtenida por empresarios con base en salarios de hambre, es decir, mediante trabajo no pagado; los gigantescos capitales que no pagan impuestos; las empresas que contratan ejércitos de expertos altamente calificados para ocultar sus ingresos reales y “declarar en ceros”; la fuga de capitales a los paraísos fiscales y otras formas de la corrupción permanecen calculadamente en la sombra.
¿Es, pues, la corrupción de los funcionarios el problema madre de todos los que padecen los mexicanos? ¿Con su solución emprenderíamos el camino hacia un futuro más feliz? ¿Es posible solucionarlo con medidas administrativas? Es más, ¿con un Presidente honrado (what ever that means) se puede evaporar este flagelo? La corrupción no es el problema fundamental de los mexicanos, el problema fundamental del que casi ninguno de los candidatos habla –y si lo menciona, es con una importancia muy subordinada a la muy mentada corrupción– es la pobreza: casi 100 millones de mexicanos viven en la pobreza y cada día se acumulan más. En México no hay trabajo suficiente; 55 por ciento está en el empleo informal, es decir, vende en la calle (o algo parecido), no tiene salario fijo ni prestaciones ni horario ni vacaciones ni jubilación ni seguridad ni nada; en Michoacán, el porcentaje sube hasta 69 por ciento. En México, los que sí tienen un salario, lo tienen de hambre, hasta los gobernantes extranjeros se escandalizan y reclaman cambios.
Si la corrupción fuera el problema madre, todo esto se acabaría al acabar con la corrupción, pero cualquier economista mediano sabe que, si bien los fenómenos están relacionados, más bien, la causa, el origen, lo primario, es la pobreza y, la consecuencia, el derivado, es la corrupción. Hace unos cuantos días apareció una noticia (me arrepiento de no haberla conservado) que decía que los sistemas de control del presupuesto de nuestro país son de los mejores de América Latina, es decir, las disposiciones para evitar robos o fugas están bien estudiadas y puestas en práctica, hay mecanismos de supervisión, de auditoría y demás, entonces, ¿por qué la corrupción avanza a todo trapo? Porque está encargada a los mismos que administran siempre el presupuesto del Estado. El pueblo, el que paga los impuestos y debe recibir los gastos del Estado, no participa, ni puede participar en la supervisión del gasto precisamente porque está pobre y desorganizado. ¿Qué capacidad de supervisión puede tener una señora sola que apenas vive de las remesas que manda su marido, cuál la que puede tener un vendedor ambulante, un obrero agrícola o, peor aún, un desocupado? Ninguna. Dígase lo que se diga, el gasto público y la supervisión del gasto público, es monopolio de las clases altas de este país. Y así va a seguir.
Lo poco del diagnóstico que hemos atestiguado hasta ahora es pobre y malo, no convence; el remedio, menos. Me acojo al diagnóstico del Movimiento Antorchista: el enemigo es la pobreza; el remedio, la educación y la organización del pueblo. ¿Se trata de una afirmación a priori o, peor aún, sectaria? Nada de eso. Existen pruebas contundentes a la mano en el sentido de que en aquellos sitios en donde se atenúa la pobreza y se fomenta la educación y la cultura, los problemas disminuyen; y existen también pruebas contundentes, irrefutables, de que ahí donde el pueblo está consciente, organizado y actuante, es más difícil, mucho más difícil que lo engañen y lo atraquen funcionarios corruptos. Así de que, con el perdón, pero si no se ataca de frente y decididamente la pobreza lacerante y la desorganización que azota a los mexicanos, todas las otras medicinas que nos recetan tendrán el efecto de los remedios milagro que curan, supuestamente, desde una uña enterrada, hasta el mal de orín pero que, en realidad, nunca curan nada de eso.
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Escrito por Omar Carreón Abud
Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".