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Transformaciones
Las circunstancias actuales recuerdan, por una parte, que las transformaciones genuinas exigen la participación de las masas populares.


La transición de un sistema a otro produce cambios que no necesariamente son cualitativos ni representan una evolución o una ruptura con el estatus anterior. Los intelectuales de los Siglos XVIII y XIX creían que la historia no admitía saltos, de la misma manera que las especies o la corteza terrestre evolucionan lenta y progresivamente.

Pero las revoluciones sociales que se produjeron en esos siglos, todas de índole burguesa, demostraron que la historia avanza a partir de grandes “saltos” cualitativos. Aun así, persistió la imagen de los avances lentos, progresivos. Las revoluciones escapaban a la regla y eran vistas como anomalías o “aberraciones” históricas; pero su persistencia rompió con este prejuicio cuando advirtieron que habían roto las antiguas estructuras sociales del pasado feudal.

La transición de la antigüedad al feudalismo había avanzado casi a su pesar y sin la intervención consciente de los hombres. Los partidarios del nuevo régimen no tuvieron que organizar una fuerza social consciente que propiciara el alumbramiento de la nueva época. De este modo el cambio advino en un proceso incontrolado e inconsciente, al margen de las voluntades humanas. Por eso el feudalismo surgió como una aparición extraña y con características inconcebibles.

Sin embargo, la transición del feudalismo al capitalismo tuvo otras características y escritores de diversos países las intuyeron. Algunos incluso elaboraron alternativas más allá del régimen social capitalista. De cualquier forma, las revoluciones burguesas estuvieron precedidas por dos procesos: uno de carácter espiritual o ideológico que socavó las bases intelectuales del antiguo régimen, y otro de naturaleza político-organizativa, mediante el cual “los futuros revolucionarios” organizaron sus fuerzas.

A pesar de todo, el desarrollo de las revoluciones burguesas incluyó un alto grado de espontaneidad; las mayorías sociales participaron en cada una de ellas, pero arrastradas por el sector organizado, la burguesía. Sus demandas, por tanto, quedaron sujetas a la voluntad de la nueva clase dominante. Las reformas sociales serían aplicadas desde el poder e impulsadas, en el mejor de los escenarios, por un príncipe benévolo, un reformador imbuido de una sensibilidad extraordinaria que se elevara por encima de los conflictos de clase.

Pero las reformas anheladas nunca descendieron “del cielo a la tierra” por la buena voluntad de un monarca humanista, sino por la presión, organizada o no, de las masas populares. Por ello, los acontecimientos históricos demostraron que el problema toral de cualquier transformación social cualitativa consiste en preparar y organizar el cambio.

En México, la Revolución de 1910 no hizo más que demostrar el principio leninista en torno a que las “revoluciones no se hacen, se organizan”. Es claro que nadie puede negar que la Revolución Mexicana se efectuó sin coordinación, ya que los estallidos multitudinarios se produjeron en baños de sangre y por un monstruo que terminó devorando algunos de sus creadores inconscientes.

Aquí tenemos el ejemplo de Francisco I. Madero. El historiador estadounidense John Womack advirtió, hace tiempo, que el gran problema de la revolución maderista se efectuó con base en la unidad superficial de rebeldías amontonadas y liderazgos débilmente unidos, contraria a la Revolución Rusa, organizada por miembros de un mismo partido probados por décadas de obstáculos y persecuciones.

Porfirio Díaz sabía muy bien a qué se refería cuando anunció el despertar de un tigre, porque había vivido un periodo de anarquía civil, y por ello conocía el peligro de las aventuras insurreccionales. El tigre revolucionario terminó por devorar al hombre que. muy a la ligera, había turbado su sueño.

Las circunstancias actuales recuerdan, por una parte, que las transformaciones genuinas exigen la participación de las masas populares, figura política que no hace alusión a la superchería de un pueblo con “sabiduría” innata, sino que se refiere a una sociedad efectivamente organizada, educada y consciente, y que, por otra parte, invoca cambios cualitativos que exigen la organización política previa y meticulosa, incluso científica, sin la cual “el tigre popular” –como todos los tigres– podrá saciar su sed de sangre, regresar a la rutina o a su sueño de volver a empezar. 


Escrito por Victoria Herrera

Maestra en Historia por la UNAM y la Universidad Autónoma de Barcelona, en España.


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