Las empresas productivas del Estado enfrentaron un año marcado por metas incumplidas, costos al alza y obligaciones financieras crecientes.
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Las instituciones que articulan al mundo unipolar le han otorgado al Estado y capitales estadounidenses la posibilidad de influir de manera desproporcionada en el resto del mundo para proteger y avanzar sus intereses. Esos pilares de la hegemonía norteamericana se cimbran cada vez con mayor violencia. El sistema financiero internacional, con el dólar fungiendo como dinero mundial, es uno de los más importantes. ¿Por qué este sistema genera tanta inconformidad a lo largo y ancho del sur global, entre los más diversos gobiernos y expresiones políticas? Esencialmente, porque se percibe como un privilegio exorbitante del que goza Estados Unidos (EE. UU.) y como un arma que pueden usar de manera discrecional para mantener a raya al resto del mundo. A continuación, desarrollo brevemente estos dos puntos.
Un privilegio exorbitante. Cada año, las empresas (y, en mucho menor grado, los gobiernos) de cada país compran y venden mercancías al resto del mundo. Estas compras, en su mayoría, se realizan en dólares estadounidenses. Por eso, cuando un país compra del resto del mundo más que lo que le vende (es decir cuando las importaciones superan a las exportaciones), necesitará pedir dólares prestados en el mercado internacional de divisas para cubrir ese “exceso de compras” (el déficit comercial). Es claro que, si ese déficit comercial persiste durante muchos años, el país en cuestión irá acumulando una deuda de dólares que crecerá cada vez más rápido (por el pago de intereses). Así, el mundo se termina dividiendo entre países deudores (aquellos que acumulan déficits durante periodos prolongados de tiempo) y acreedores (los que acumulan superávits comerciales).
No es una sorpresa que la mayoría de los países deudores sean “subdesarrollados”, ya que sus capacidades productivas no les permiten competir con gran diversidad de mercancías en el mercado mundial. De no corregirse este desequilibrio, existe siempre la posibilidad del estallido de una crisis de deuda externa, que suele tener efectos devastadores en lo inmediato y en el largo plazo para los países que la sufren. Hay, sin embargo, una excepción: desde hace al menos cincuenta años, EE. UU. ha acumulado gigantescos y crecientes déficits comerciales. Es decir, se apropia, año tras año, de la riqueza producida por trabajadores de otros países sin que esto ponga en riesgo su estabilidad financiera. Mientras el resto del mundo siga aceptando el dólar, la deuda que emerge de este déficit puede seguir creciendo indefinidamente. Esta masiva apropiación de riqueza sin contraparte, además, ha sido fundamental para mantener al enorme monstruo militar que, con sus más de 800 bases en el resto del mundo, complementa en el terreno de las armas lo que ya se hace en el ámbito financiero.
El dólar como arma. Así lo describió la presidenta del Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS y expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff. Esta caracterización es precisa: si la mayoría de las transacciones económicas internacionales se hacen con dólares (adquirir créditos, comprar medicinas, maquinaria, materiales, fertilizantes, etc.), el país que legalmente los emite tiene un poder descomunal para afectar el desempeño económico de otros países. EE. UU. no se ha tentado el corazón para usar ese poder: al 2024, de acuerdo con el Washington Post, casi una tercera parte de las naciones del mundo, y la mitad de los países de bajos ingresos, sufre algún tipo de sanción por parte de EE. UU. La última medida que generó verdadera alarma en el mundo fue la decisión de EE. UU. de confiscar las reservas internacionales (denominadas en dólares) de los bancos centrales de Afganistán y Rusia. Estas reservas son cruciales para tratar de mantener la estabilidad macroeconómica de los países y, de un plumazo, EE. UU. demostró que se puede hacer de ellas cuando le plazca. Cada vez queda más claro, pues, que nadie está a salvo del imperio en decadencia.
Por lo dicho anteriormente, no debería ser sorpresa para nadie que cada vez más países se sumen a la búsqueda de una alternativa al actual sistema financiero internacional que responda mejor a las urgentes necesidades de los países más pobres del mundo, que permita afrontar retos monumentales como el cambio climático, y que no permita la absurda concentración del poder que hoy existe en manos de EE. UU. El ascenso de nuevos polos económicos en el mundo, con China a la cabeza, convierte este deseo en una posibilidad real. Por eso, los pueblos del mundo, y el de México entre ellos, deben sumarse y dar forma a este proyecto, que creará mejores condiciones para, en el futuro, realizar las transformaciones verdaderamente radicales que los tiempos demandan.
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Escrito por Jesús Lara
Licenciado en Economía por El Colegio de México. Doctorante en Economía en la Universidad de Massachusetts Amherst de EE.UU.