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Cuando no puedo comprender
por qué incendian libros
o acuchillan pinturas,
cuando no pueden soportar mirar
la propia desnudez de dios,
cuando prohíben la película
y destruyen las sillas para detener la obra,
me pregunto por qué
sólo sonríen y dicen,
“ella debe ser
de otro país”.
Cuando hablo por teléfono
y los sonidos vocales se apagan
cuando las consonantes son duras
aunque deberían ser suaves,
ellos se darán cuenta de inmediato,
lo determinarán enseguida
a su propia satisfacción.
Cloquearán sus lenguas
y dirán,
“ella debe ser
de otro país”.
Cuando mi boca suba
en lugar de bajar,
cuando porte un mantel
para ir al pueblo,
cuando sospechen que soy negra
o escuchen que soy gay
no se sorprenderán,
fruncirán sus labios
y dirán,
“ella debe ser
de otro país”.
Cuando termine las aceitunas
y escupa las semillas,
cuando bostece en la ópera
en los fragmentos trágicos,
cuando haga pipí en el viñedo
como si estuviese en Bombay,
ostentando mi culo desnudo
cubriendo mi rostro
riendo a través de mis manos,
ellos darán la espalda,
sacudirán sus cabezas muy tristemente,
dirán,
“ella no sabe algo mejor”,
“Ella debe ser
de otro país”.
Puede ser que haya un país
donde todos nosotros vivamos,
todos nosotros, fenómenos
que no estamos dispuestos a dar
nuestra lealtad a gordos y viejos tontos,
sinvergüenzas y matones
que portan el uniforme
que les da el derecho
a ondear una bandera,
inflar sus pechos,
poner sus pies en nuestros cuellos,
y quebrantar sus propias normas.
Pero donde nosotros estamos
no parece un país,
sino las grietas
que crecen entre las fronteras
a sus espaldas.
Allí es donde vivo.
Y estaré feliz de decir,
“nunca aprendí tus costumbres.
No recuerdo tu lenguaje
ni conozco tus maneras.
Yo debo ser de otro país”.
Al final me quito este abrigo,
este abrigo negro de un país
que juré por años era mío,
que usé más por hábito
que por intención.
Nací portándolo,
me creí sin elección.
Me quito este velo,
este negro velo de una fe
que me hizo infiel
a mí misma,
que amordazó mi boca,
que dio a mi dios el rostro de un demonio,
y apagó mi propia voz.
Me quito estas sedas,
estos encajes
que alimentan los sueños de dictador,
el mangalsutra* y los anillos
tintineando en el vaso de lata de las necesidades
que me mendigaron.
Me quito esta piel,
y luego el rostro, la carne,
la matriz.
Vamos a ver
que soy aquí dentro
cuando atraviese con esfuerzo
la cómoda jaula de hueso.
Vamos a ver
que soy aquí afuera,
fabricando, urdiendo,
tramando
en mi nueva geografía.
*Collar que llevan las mujeres casadas
“Nunca”, dijo mi padre,
“Nunca cortes una granada
por el corazón. Lloraría sangre.
Trátala delicadamente, con respeto.
“Sólo corta la piel superior en cuatro partes.
Ésta es una fruta mágica,
entonces cuando la abras, prepárate
para que las joyas del mundo salgan en desorden,
más preciosas que los granates,
más lustrosas que los rubíes,
como encendidas desde adentro.
Cada joya contiene una semilla viviente.
Separa un cristal.
Levántalo para atrapar la luz.
Adentro es un universo entero.
Ninguna joya común puede darte esto”.
Después, traté de hacer collares
de semillas de granada.
El jugo chorreó, carmesí brillante,
y tiñó mis dedos, luego mi boca.
No me preocupé. El jugo sabía a jardines
que nunca había visto, voluptuosos,
con mirto, limón, jazmín,
y vivientes con alas de loros.
La granada me recordó
que en alguna parte yo tenía otro hogar.
Nació en Teherán, Irán, en 1980, donde vive y trabaja actualmente como redactor jefe de poesía en Cheshmeh Publishing House.
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Escrito por Redacción