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Elizabeth Barrett Browning
Escritora británica de la etapa victoriana que se destacó por su compromiso político con la abolición de la esclavitud y cuya obra influyó en la reforma de la legislación sobre trabajo infantil.
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Nació en Coxhoe, Reino Unido, el seis de marzo de 1806. Escritora británica de la etapa victoriana que se destacó por su compromiso político con la abolición de la esclavitud y cuya obra influyó en la reforma de la legislación sobre trabajo infantil. Comenzó a escribir a los doce años, cuando publicó su propia epopeya homérica, La batalla de Maratón: un poema. Sus padres recopilaron toda su obra de infancia bajo la colección Poet Laureate of Hope End, que actualmente es una de las mayores colecciones de juventud escrita en lengua inglesa.

En 1821, a sus 15 años, descubrió Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft (1792), convirtiéndose en una apasionada defensora de las ideas de esta pensadora y escritora, referente del pensamiento feminista. Entre 1841 y 1844 tuvo sus años prolíficos en poesía, traducción y prosa; de esta época destaca el poema The Cry of the Children, donde condenó el trabajo infantil y sirvió de base a las reformas legales para la Ley de diez horas, de Lord Shaftesbury.

En 1844 publicó dos volúmenes de poemas, que le trajeron un gran éxito, atrayendo la admiración del escritor Robert Browning, con el que inició una correspondencia secreta, que culminó en un matrimonio también secreto. La pareja se asentó en Florencia, Italia, lo que contribuyó a la mejora de la salud de Elizabeth que se enfocó en la escritura de Las ventanas de la casa Guidi, considerada por varios críticos como su trabajo más poderoso, inspirado en la lucha toscana por la libertad. En 1856 se publicó Aurora Leigh, descrita por ella misma como “aquella en la que figuran mis convicciones más elevadas sobre la vida y el arte”. 

Murió el 29 de junio de 1861 en Florencia, Italia. Su cuerpo fue sepultado en el cementerio destinado a la comunidad inglesa y su colección de sus últimos poemas fue publicada por su marido poco después de su muerte. 

traducciones de carlos pujol y màrie manent

 

¡Mis cartas!

¡Mis cartas! Papel muerto... mudo y blanco...

Y no obstante, palpitan esta noche

en mis trémulas manos cuando aflojo

la cinta y caen sobre mis rodillas.

 

Ésta decía: Dame tu amistad...

Ésta fijaba un día en primavera

para tocar mi mano... casi nada,

¡pero cuánto lloré! Ésta... un papel...

 

decía: Te amo, y yo me estremecí

como si Dios rasgase mi pasado.

Ésta, soy tuyo... pálida la tinta

 

por estar junto a un pecho tumultuoso.

Y esta última... ¡oh, amor!, no fuese digna

de lo que dices si lo repitiera.

 

¿De qué modo te quiero?

¿De qué modo te quiero? Pues te quiero

hasta el abismo y la región más alta

a que puedo llegar cuando persigo

los límites del Ser y el Ideal.

 

Te quiero en el vivir más cotidiano,

con el Sol y a la luz de una candela.

Con libertad, como se aspira al Bien;

con la inocencia del que ansía gloria.

 

Te quiero con la fiebre que antes puse

en mi dolor y con mi fe de niña,

con el amor que yo creí perder

 

al perder a mis santos... con las lágrimas

y el sonreír de mi vida... y si Dios quiere,

te querré mucho más tras de la muerte.

 

Si has de amarme

Si has de amarme que sea sólo

por amor de mi amor. No digas nunca

que es por mi aspecto, mi sonrisa, la melodía

de mi voz o por mi dulce carácter

 

que concuerda contigo o que aquel día

hizo que nos sintiéramos felices…

Porque, amor mío, todas estas cosas

pueden cambiar, y hasta el amor se muere.

No me quieras tampoco por las lágrimas

que piadosamente limpias de mi rostro…

¡Porque puedo olvidarme de llorar

 

gracias a ti, y así perder tu amor!

Por amor de mi amor quiero que me ames,

para que habite en los cielos, eternamente.

 

Almas de flores

Nos quedamos contigo, rezagadas,

las últimas de aquella muchedumbre,

como voz de quien canta

y sus propias canciones le enamoran.

Somos perfume y alma

de la flor y el capullo.

Tus pensamientos nos llevamos, cuando

nuestro aliento respiras,

hacia los amarantos de esplendores,

que en las colinas arden,

hacia tiernas campanas de los lirios

y grises heliotropos;

hacia llanos cubiertos de amapolas, que guardan

tal aliento de sueño y tal sonrojo,

que, al cruzarlas, los ángeles

habrán de parecerte más blancos todavía;

hacia el sesgo del río, de ajo silvestre orlado,

donde te solazaste un día entero,

hasta que tu sonrisa trocábase en devota

y el rezo florecía;

hacia la rosa oculta en el boscaje,

que vertía sus gotas de rocío en tu sueño;

y hacia aquellos asfódelos floridos

donde tu paso hundiste.

Tiramos de tu ropa

y tu pelo alisamos;

desfallecemos entre nuestras quejas

y sufrimos, perdidas por los aires.

 

No me acuses, te ruego...

No me acuses, te ruego, por la excesiva calma

o tristeza del rostro, cuando estoy a tu vera,

que hacia opuestos lugares miramos, y dorarnos

no puede un mismo Sol la frente y el cabello.

 

Sin angustia ni duda me miras siempre, como

a una abeja encerrada en urna de cristales,

pues en templo de amor me tiene el sufrimiento

y tender yo mis alas y volar por el aire

sería un imposible fracaso, si probarlo

quisiera. Pero cuando yo te miro, ya veo

el fin de todo amor junto al amor de ahora,

 

más allá del recuerdo escucho ya el olvido;

como quien, en lo alto reposando, contempla

más allá de los ríos, tenderse el mar amargo.

 

SONETO XXII

Cuando están nuestras almas frente a frente,

mudas, erguidas, fuertes, ya muy próximas,

y sus alas se encienden al tocarse,

¿qué podemos temer en este mundo,

 

qué anhelos no podrán satisfacerse?

Piensa que si ascendemos a la altura

acudirán los ángeles queriendo

romper con su voz áurea y perfecta

 

nuestro amado silencio. No, es mejor,

amor mío, quedarnos en la tierra,

donde el afán absurdo de los hombres

 

a las almas más puras les concede

un lugar donde amarse en esta vida,

cercado por la muerte y las tinieblas.

 

Pensamiento por un
solitario lecho de muerte

Si Dios te obliga a este destino;

morir solo, sin nadie junto a tu lecho

para escuchar con dolor tu última palabra, 

y marcar con lágrimas el vacilante pulso;

entonces ruega en soledad: ¡oh, señor, ven con ternura!

por tu hijo olvidado en la viña de roja desdicha,

por la vida salvaje que se agita en el mundo,

por el abandonado jardín donde la agonía

cayó como una sangrienta marea de tu frente,

por toda esta desolación, consoladme.

No hay amigos ni lamentos junto a mí,

ningún ángel se alza entre mi rostro y el tuyo,

pero os pido: deteneos y arrancad la rosa de mi vida,

sonríe, al cambiar esta mortal pena en divina eternidad.


Escrito por Redacción


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