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Fuego de pobres, de Rubén Bonifaz Nuño
Uno de los libros fundamentales en la obra del poeta veracruzano Rubén Bonifaz Nuño es Fuego de pobres (1961), su autor reconocerá que con este volumen “comenzaba ya el cambio; lo otro era personal; Fuego de pobres puede ser ya colectivo”.
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Uno de los libros fundamentales en la obra del poeta veracruzano Rubén Bonifaz Nuño es Fuego de pobres (1961), su autor reconocerá que con este volumen “comenzaba ya el cambio; lo otro era personal; Fuego de pobres puede ser ya colectivo”.

En Rubén Bonifaz Nuño, una aproximación a fuego de Pobres (UNAM, 1973), René Acuña cita la entrevista de John M. Bennett del 30 de diciembre de 1968, en la que el poeta juzga retrospectivamente sus tres primeros libros: “en Imágenes… no se ve más que un deseo de inscribirse dentro del mundo del arte en general. Es decir, dentro de ciertas tradiciones literarias existentes, con cierto ensayo de ritmos distintos… para decir algunas cosas novedosamente… Los demonios y los días… es un libro mucho más personal, guiado también por un ritmo personal. El ritmo es así, usado de esta manera, no lo he visto yo en ningún poeta en español anteriormente. Es decir, son versos acentuados en la quinta sílaba todos… eso da una movilidad mayor al pensamiento… El manto y la corona es un retroceso técnicamente, porque es un libro comido absolutamente por la emoción, (lo) que hace que, en este momento, no me parezca de ninguna manera bueno poéticamente. Es decir… es no más que una confesión desvergonzada. Y la poesía no es para hacer confesiones desvergonzadas”.

Y de creador a creador, El poeta en un poema (UNAM, 1998) recoge las entrevistas de Marco Antonio Campos a 20 poetas donde ellos mismos hablan de las circunstancias materiales y anímicas del momento en su vida que hizo nacer una de las construcciones verbales emblemáticas de su obra. Bonifaz Nuño explica la génesis de uno de sus más famosos poemas: Algo se me ha quebrado esta mañana, desde el dolor de la ruptura amorosa que enfrentaba en ese momento, hasta la forma en que fue surgiendo la red de símbolos encerrados en las palabras; habla de su soledad, su pobreza, de la vejez inminente (aunque entonces tuviera 35 años), del reconocimiento de sus propios defectos, a los que llama “la suciedad de mi alma” y del cansancio, angustia y melancolía entre las cuatro paredes materiales y de su espíritu.

“Escribí el poema en el edificio de la imprenta universitaria, en el número 17 de la calle de Belén, cerca de la lagunilla, en una casa en ruinas, en una máquina de escribir en ruinas, y sobre un escritorio viejo, debajo de cuya cubierta de vidrio había un retrato de mujer. Y yo, con mis cigarros y cerillos, junto a un cenicero sucio y una taza de café a la mitad, esperaba que sonara el teléfono (…) Lo escribí a fines de 1958 o principios de 1959. Fue de los primeros que hice de Fuego de pobres (…) como otras veces ocurrió, había sido abandonado. Aquella mujer fue la que me hizo sufrir más en la vida. Por ese entonces yo estaba totalmente entregado a la idea de la soledad. Me sentía como alguien que anda tocando a las puertas de las casas para ver si en alguna abre un conocido.

 

Algo se me ha quebrado esta mañana

de andar, de cara en cara, preguntando

por el que vive dentro.

 

Y habla y se queja y se me tuerce

hasta la lengua del zapato,

por tener que aguantar como los hombres

tanta pobreza, tanto oscuro

camino a la vejez; tantos remiendos,

nunca invisibles, en la piel del alma.

 

Yo no entiendo; yo quiero solamente,

y trabajo en mi oficio.

Yo pienso: hay que vivir; dificultosa

y todo, nuestra vida es nuestra.

Pero cuánta furia melancólica

hay en algunos días. Qué cansancio.

 

Cómo, entonces,

pensar en platos venturosos,

en cucharas colmadas, en ratones

de lujosísimos departamentos,

si entonces recordamos que los platos

aúllan de nostalgia, boquiabiertos,

y despiertan secas las cucharas,

y desfallecen de hambre los ratones

en humildes cocinas.

 

Y conste que no hablo

en símbolos; hablo llanamente

de meras cosas del espíritu.

Qué insufribles, a veces, las virtudes

de la buena memoria; yo me acuerdo

hasta dormido, y aunque jure y grite

que no quiero acordarme.

 

De andar buscando llego.

Nadie, que sepa yo, quedó esperándome.

Hoy no conozco a nadie, y sólo escribo

y pienso en esta vida que no es bella

ni mucho menos, como dicen

los que viven dichosos. Yo no entiendo.

 

Escribo amargo y fácil,

y en el día resollante y monótono

de no tener cabeza sobre el traje,

ni traje que no apriete,

ni mujer en qué caerse muerto. 


Escrito por Tania Zapata Ortega

Correctora de estilo y editora.


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