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Existen contradicciones que por su propia naturaleza nos resultan repulsivas. Muchas de las veces nos parecen irracionales y, por ende, juzgamos a los seres víctimas de ellas como insensatos o ignorantes. Al valorar un fenómeno por su forma corremos siempre el riesgo de equivocarnos, de errar en nuestra crítica y, en consecuencia, de empeorar las cosas al intentar corregirlas. Conocer, en cualquier campo de la ciencia, significa estudiar las contradicciones internas de los fenómenos y entenderlas en permanente cambio. Transformar implica orientar nuestra voluntad, a partir de este conocimiento, hacia las causas que determinan al fenómeno y cambiar con ello los efectos que de él emanan. ¿Por qué este preámbulo? Porque el hecho que estudiaremos se presenta ante nuestros ojos con una feliz apariencia, mientras en su seno anida un trágico antagonismo.
En el actual modo de producción, como en toda época anterior, obviando el ya muy lejano comunismo primitivo, las relaciones de producción, es decir, las relaciones de trabajo, se caracterizan por el sometimiento de un grupo de hombres a otro. Este sometimiento puede ser abierto: como el del esclavista sobre el esclavo; jurídica e ideológicamente reconocido: como el del señor feudal sobre el siervo; o velado: como el del obrero que firma “libremente” un contrato de trabajo con su empleador. Aunque el ritmo de la historia sea diferente en las distintas latitudes, la gran mayoría de las naciones atravesaron, bajo formas diversas, estas etapas de opresión. El capitalismo, primer sistema ecuménico de producción, igualó, bajo una forma única de explotación, todas las expresiones anteriores de enajenación.
¿Qué es la enajenación? Volverse ajeno a uno mismo. Pertenecer a otro. Estar dominado por alguien más. No es sólo un estado mental, es un hecho económico. El hombre que trabaja 10 o 12 horas diarias para otro no se pertenece durante todo ese tiempo. Su empleador, el patrón, firmó con él un contrato en el que se le reconoce un poder absoluto durante toda la jornada de trabajo. Él determina a placer cómo usar el tiempo que ha comprado, llegando a incidir en los detalles más íntimos de quien, por necesidad, se ve obligado a venderse durante más de la mitad del día. Las horas que le quedan “libres” no las utiliza tampoco para su propio beneficio; son aquellas que pierde en comer, tomar el transporte para ir y regresar del trabajo, y dormir. Posiblemente, al final de la jornada le queden algunas horas que puede llamar “suyas” y que utiliza para olvidar que al día siguiente tendrá que salir nuevamente a vender su fuerza de trabajo.
Si la enajenación es un hecho. ¿Por qué los hombres no se revelan ante esta esclavizante realidad? Existen dos formas de enajenación que llamaremos, siguiendo a su descubridor, Carlos Marx: subsunción formal y subsunción real. Subsunción significa sometimiento y, en el contexto del que partimos: sometimiento del trabajador a los intereses del capital.
La subsunción formal es la enajenación que trae aparejada la conciencia de la explotación. Es decir: yo vendo mi fuerza de trabajo, firmo un contrato con el empleador pero soy consciente de que todo ese tiempo no me pertenece. Sé que me están robando parte de mi vida y de mi trabajo a cambio de un sueldo miserable, de sobrevivencia. El control es sólo físico y no mental. Este tipo de enajenación, de subsunción y de explotación, es característico de realidades en las que las jornadas laborales son largas, los salarios bajos y la opresión se siente a flor de piel. Es el alma de las huelgas y los sindicatos.
Por su parte, la subsunción real implica un control total (físico y mental) por parte del capitalista sobre el trabajador. En ella el patrón me ha convencido de que “él me da trabajo”, ya no soy yo quien con mi trabajo crea su riqueza; “firmamos un contrato libremente”, por lo que no hay razón para sentirse robado o explotado; “la empresa es una familia”, por lo que me dejo el alma en el empleo aunque nunca participe de las utilidades. La subsunción real implica el sometimiento absoluto del trabajador a las necesidades del capital. No sólo eso. Todas las demandas orientadas a la mejora de sus condiciones de vida, la lucha misma por sus propios intereses, se le presenta como un atentado contra su “tranquilidad” y su “feliz existencia”. De ahí a hacerse eco de las ideas de su explotador hay un solo paso. “El que es pobre es pobre porque quiere”, “hay que ponerse la camiseta”, “gracias a mí comes”, son ideas que ya no repite el explotador, ahora el trabajador que se ha enajenado en cuerpo y mente las repite y defiende por él.
La enajenación, insistimos, tiene su causa en las relaciones de producción. Al vender su fuerza de trabajo, al asalariado no le arrebatan únicamente su energía y fuerza física, también su energía y fuerza mental. Y, sin embargo, si no se vende en el mercado, se muere. Sólo quien no necesita trabajar, quien está tranquilamente repantigado tras un escritorio, seguro de que comerá al día siguiente, puede pedirle al trabajador que no se venda, que no se permita ser explotado. “El trabajador –escribe el autor de El Capital– está obligado a mantener él mismo la relación, ya que su existencia y la de los suyos depende de que se renueve continuamente la venta de su capacidad de trabajo al capitalista”.
Decíamos al principio de este análisis que la contradicción que observamos en nuestros días es espantosa. Nos referíamos con ello a que el grado de enajenación ha alcanzado, mediante la subsunción formal del trabajador, formas realmente abominables que dificultan, que no imposibilitan, el despertar de una clase que se somete sin resistencia a los intereses de sus enemigos. Tomemos el caso del país más enajenado del mundo, es decir, aquél en el que la relación explotación-felicidad es más contradictoria: México. Cada año, la ONU realiza un estudio sobre la “felicidad” en el mundo. México presume un alto nivel de felicidad alcanzando el lugar 36 de entre todos los países del orbe. Dicha felicidad contrasta radicalmente con las condiciones de vida del pueblo mexicano: es el país con las jornadas laborales más largas del planeta registrando 52 horas semanales con salarios que quedan muy por debajo del promedio mundial. Si comparamos el caso mexicano con el ruso, nos encontramos ante una paradoja “insólita” según los “expertos”. En el país eslavo el promedio de horas trabajadas a la semana es de 40, 12 horas menos que el mexicano. El salario promedio en Rusia es de mil 446 dólares mensuales, mientras que en México apenas alcanza los 364 dólares. Sin embargo, y aquí está la “insólita paradoja”, México se encuentra en la escala de “felicidad” 36 lugares por encima de Rusia, que ocupa el puesto 72 a nivel mundial. Explicar esta paradoja aludiendo al carácter y a idiosincrasia de los pueblos es tomar la salida fácil, y falsa.
La verdad detrás de esto es que lo que llamamos en México “felicidad” es en realidad subsunción, enajenación. La verdadera felicidad proviene de condiciones de vida materiales que posibiliten el desarrollo pleno del ser humano. En el país azteca estas condiciones, como sabemos y demostramos, no existen. ¿Cómo es entonces posible que se hable de un país “feliz”? La respuesta está en que las condiciones de explotación se ocultan tras un poderoso aparato ideológico que promueve el conformismo y la resignación. Son la muestra palmaria de la inconciencia y la ignorancia que premeditadamente las clases acaparadoras promueven entre el pueblo utilizando todos los medios a su alcance: televisión, Internet, redes sociales, política, educación, etc. No nos extraña por ello que el Presidente en turno hable de un pueblo “feliz, feliz”. Su felicidad es una ilusión, una mentira. Y lo que verdaderamente indica la prédica de los gobernantes mexicanos, así como los “insólitos” niveles de felicidad, es la ausencia de una educación política entre las clases trabajadoras.
De lo que se trata entonces es de establecer en el pueblo la verdadera felicidad. Para ello es necesario hacer consciente a la clase trabajadora de su verdadera situación de sometimiento, de enajenación. De no dejar lugar alguno a la resignación ni a la ilusión. Para ello, siguiendo al autor de la Crítica de la filosofía del derecho, es preciso “hacer la opresión real aún más opresiva, agregándole la conciencia de la opresión; hacer la ignominia aún más ignominiosa, publicándola. (…) enseñar al pueblo a asustarse de sí mismo a fin de darle ánimo”. A la felicidad del más allá que hoy se busca no sólo en el cielo, sino en las redes sociales, los estupefacientes o la televisión, es necesario anteponer la felicidad del más acá. No arremetiendo únicamente contra las formas de la enajenación, sino actuando al mismo tiempo contra sus causas verdaderas: la explotación del trabajo, el perpetuo robo de la vida que la clase poseedora perpetra sobre millones de seres.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).