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“Llevar a la mujer a la escuela es como llevar a un buey al gimnasio”, decía Erasmo de Rotterdam, erudito del Renacimiento. “A las niñas no les gusta aprender a leer o escribir por quedar por encima de sus capacidades; en cambio, siempre están dispuestas a aprender a coser”, recitaba el gran humanista Rousseau. “Cuando una mujer tiene inclinaciones doctas, de ordinario hay algo en su sexualidad que no marcha bien”, clamaba el filósofo alemán Nietzsche. Estas concepciones resumían con perfección el pensamiento dominante de la sociedad Occidental hasta el Siglo XIX. La mujer no tenía permitido educarse, su “función” social radicaba en convertirse en esposas y madres.
En ese mundo de escuelas y puertas cerradas para las mujeres, había un grupo de 13 jóvenes en el observatorio de la Universidad de Harvard que pasaban horas sentadas frente a miles de placas fotográficas del cielo nocturno. Cuando empezaron su trabajo, tenían frente a ellas medio millón de placas de cristal, unas trescientas toneladas de vidrio que contenían imágenes de unos diez millones de estrellas. Las jóvenes, también conocidas como el “harén de Harvard” o “harem de Pickering” estudiaban los cristales donde quedaban impregnadas las imágenes que tomaban los telescopios manejados por hombres.
¿Por qué habían contratado mujeres en una de las universidades más antiguas y prestigiadas del mundo? ¿Las consideraban tan intelectualmente capaces como sus contemporáneos hombres? No. El señor Edward Charles Pickering, director del Observatorio Harvard, simplemente las contrató porque consideraba que las mujeres estaban dotadas de mayor paciencia, ya que sus compañeros masculinos rechazaban este trabajo tan tedioso de observar cada puntito en las placas fotográficas. Otra razón era que el sueldo de cada mujer contratada era apenas la tercera parte de lo que cobraban los asistentes varones.
Pickering contrató a este grupo de mujeres para llevar a cabo tareas relacionadas con la clasificación y catalogación de estrellas. Estas mujeres realizaron un trabajo fundamental en la clasificación espectral de estrellas y la elaboración de catálogos estelares. Fueron las primeras personas en aprender a medir la distancia entre estrellas y abonaron el camino para entender que nuestra galaxia, la Vía Láctea, es sólo una más entre miles de millones de galaxias dispersas que ocupan un espacio colosalmente vasto.
Gracias a sus descubrimientos y aportes, algunas de las contadoras de estrellas pasaron a la historia de la astronomía. Henrietta Swan Leavitt descubrió la relación entre el periodo de variabilidad de las estrellas cefeidas y su luminosidad intrínseca. Este descubrimiento fue fundamental para medir distancias en el espacio. Annie Jump Cannon desarrolló el sistema de clasificación espectral estelar que todavía se utiliza hoy en día; y Cecilia Payne-Gaposchkin fue la primera persona en sugerir que la composición química de las estrellas era principalmente de hidrógeno y helio. Pero, a pesar de sus contribuciones, no se les otorgó el reconocimiento científico en su época. Se les consideraba poco más que máquinas. Eran conocidas como “computadoras humanas”, computers en inglés.
Estas mujeres marcaron un punto de inflexión en la historia, ya que, hasta el Siglo XX, las mujeres estaban generalmente excluidas de participar en el ámbito científico. Si alguna joven –por supuesto, de clase social alta– se rebelaba y le daba por estudiar, se le intentaba encauzar hacia la enfermería o el magisterio infantil. Pero las señoritas rebeldes no podían matricularse en los centros académicos superiores; por más talentosas que fueran, sólo podían aspirar a ingresar a universidades femeninas, cuyos programas de estudio estaban adaptados a la pretendida “inteligencia inferior” de las mujeres. Quizá sirva recordar que en México y América Latina la primera mujer pudo titularse en 1886: la dentista Margarita Chorné y Salazar, impulsada y enseñada por su padre, un amigo muy cercano al presidente Porfirio Díaz. Hoy, un siglo y medio después de que la primera mexicana pudiera titularse, vale también denunciar que seis de cada 10 personas analfabetas en México son mujeres, cuyas condiciones de pobreza las obligan a descartar o abandonar su educación, y que sólo el 60 por ciento de las mexicanas de tres a 29 años asiste a la escuela.
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Escrito por Citlali Aguirre Salcedo
Maestra en Ciencias Biológicas por la UNAM. Doctora en Ecología por la Universidad de Umeå, Suecia.