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Conciencia de clase
La lucha de clases no la inventó Marx.
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La lucha de clases no la inventó Marx. Vaya tontería. Se ha pretendido hacer pasar un hecho, una incontestable verdad de carácter económico, como un “invento”, para desacreditarlo. Cuando la filosofía se nos presenta como una ocurrencia, a lo Séneca, es decir, como una serie de principios salidos de la cabeza de un hombre, es natural dudar de ella. ¿Por qué creer en algo que puede ser efecto del desquiciamiento momentáneo de un individuo que, como se concibe al filósofo, suele estar aislado en una madriguera, en un castillo o un cubículo elucubrando teorías totalmente alejadas del mundo real? Por esa razón Marx, conociendo la perfidia de los enemigos de clase, tuvo mucho cuidado en aclarar que la lucha de clases no era ningún descubrimiento suyo, que no era una interpretación de la realidad, una forma de ver las cosas, sino el efecto de una determinada organización social. Acudió incluso a los socialistas utópicos para demostrar que ellos ya, antes que el socialismo científico lo retomara, combatían, a su manera, este incontestable hecho.

Lo que Marx puso sobre la mesa, lo que descubrió realmente, es que de todas las relaciones sociales existentes, entre las distintas clases sociales es la que mueve la historia. Contundentemente lo plasmó en las célebres frases iniciales del Manifiesto: “La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otras franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna” (Manifiesto del Partido Comunista).

¿Pero qué determina la pertenencia de un hombre a una clase? Sencillamente el papel que ocupa en la producción. Si yo tengo que trabajar para vivir pertenezco a una determinada clase, si yo vivo del trabajo ajeno, entonces pertenezco a otra clase. Durante milenios, esta relación ha creado un abismo entre los hombres, un abismo que, sin embargo, se ha zanjado con puentes ficticios, con “ideas”; de ahí el papel fundamental de la ideología en cada época. Los esclavos, los siervos y los proletarios (los asalariados) tienen en común el vivir de su trabajo. Si en algún momento dejan de trabajar, mueren; están condenados enajenar su fuerza de trabajo a perpetuidad. El esclavista, el señor feudal y el burgués tienen, en consonancia, una relación que los hermana: todos ellos han vivido del trabajo ajeno.

¿Por qué esta irrefutable verdad se ha ocultado o deformado atribuyéndola al odio, a la venganza o a la “pérfida” ocurrencia de un hombre? Porque el hacer conscientes a los hombres y mujeres que día a día entregan su cuerpo y alma para incrementar una fortuna ajena, para contribuir a una felicidad que no es la suya, es realmente peligroso. Nadie puede negar que el dueño de la tierra vive mejor que el jornalero, sin necesidad de ensuciarse las manos sembrando y cosechando; que el dueño de la empresa, que jamás ha puesto un pie en la fábrica, nada en la opulencia mientras el obrero tiene que deslomarse día a día sólo para poder comer; que mientras uno tiene cinco o seis casas regadas por el mundo, al otro se le va la mitad del salario en pagar la renta; que los hijos de uno apenas reciben los rudimentos educativos elementales en una escuela en ruinas, mientras los hijos del otro tienen abiertas de par en par las puertas de las mejores universidades del mundo; que unos viajan hacinados en el transporte público dos o tres horas al trabajo, a la par que otros hacen el mismo tiempo en avión a una paradisiaca playa. En fin, nadie en su sano juicio negará que hay dos clases de hombres, dos clases de vida, dos realidades antagónicas.

¿Se comprende entonces qué se gana ocultando y deformando la lucha de clases? Saberse ultrajado, robado y estafado haría que cualquier hombre estallase de indignación. La plusvalía, el trabajo no pagado, es lo que multiplica la riqueza de los parásitos que viven sin trabajar. Sólo basta preguntarse: si yo trabajo diariamente y no me alcanza para vivir, ¿cómo hacen aquellos que, sin trabajar nunca, tienen de sobra para derrochar? Nada surge de la nada. ¿De dónde sacan entonces “pa’ tanto como destacan”? Del trabajo ajeno. Ocurre, sin embargo, que el asalariado, ya sea el jornalero del campo, el obrero de la fábrica, el vendedor ambulante, el mesero de un restaurante o el funcionario del Estado, al escuchar esta verdad, se escandaliza. Lo que él sabe es que si trabaja mucho puede aspirar a la fortuna que hasta ahora sólo conoce por televisión. Teme perder lo que nunca tuvo. En eso radica la eficaz labor de la ideología.

La ideología consiste, en el capitalismo, en crear ambiciones, sueños e ilusiones que permitan a la clase trabajadora aspirar a convertirse en burguesa. La sola idea de poder vivir en una lujosa mansión, viajar en un carro moderno, vestir con las mejores marcas, pasar tus vacaciones en una playa paradisiaca, etc., es suficiente aliciente para que defiendas a capa y espada a los que lo tienen, a quienes disfrutan de un privilegio que su condición de clase les permite y que materialmente estás imposibilitado a alcanzar dado el lugar que ocupas en la producción. De ahí se desprende la simpatía de los Musk, los Slim, los Ortega, etc., y el rechazo de todo aquello que cuestione el orden de cosas establecido.

La conciencia de clase implica entender el papel que ocupas en la sociedad. No para resignarte a tu suerte, no para aceptar la realidad como una necesidad, como una ley eterna o divina, sino precisamente para reaccionar racionalmente frente a ella. ¿Se puede aspirar a la superación material? Sí, es válido. No querer salir del atolladero, aceptar el mundo tal y como está es propio de pusilánimes. Sin embargo, a esa aspiración debe seguir una reacción ¡racional! Es decir, de acuerdo a la situación dada, concreta, objetiva. ¿Cómo enfrentar a una clase de parásitos que acapara el 95 por ciento de la riqueza? ¿Hablando como ellos, vistiendo como ellos, soñando en ser como ellos? Todo lo contrario. A la acumulación individual hay que anteponer la apropiación colectiva del trabajo social. La fuerza de los que no tienen, de aquellos a los que se les ha arrebatado todo, incluso su dignidad, radica en su número. La organización de estos millones de seres es la única manera de reconquistar lo que por justicia les corresponde: la riqueza que con su trabajo crean todos los días, pero que otros disfrutan. No se trata de un acto de venganza, sino de justicia.

La rabia con la que se combate desde el poder todo tipo de organización se debe precisamente a la potencia que emana del colectivo. A la fuerza que surge cuando cientos, miles, millones de voluntades se unen. El pegamento de estas voluntades es la conciencia de pertenecer a una misma clase, de ser iguales en lo esencial, de compartir la misma vida a la que la explotación del trabajo nos ha reducido y, por ello, de aspirar a una misma felicidad, cuyo fundamento se encuentra precisamente en la desaparición de una vez y para siempre de todo tipo de explotación del hombre por el hombre. 


Escrito por Abentofail Pérez Orona

Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).


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