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Cada mexicano consume en promedio 149 litros de refrescos al año, lo que nos convierte en el segundo país consumidor, solo después de Estados Unidos, con 201 litros. En refrescos de cola, ocupamos el primer lugar. Las consecuencias en términos de salud pública, verdaderamente alarmantes, están a la vista: México ocupa el primer lugar mundial en obesidad infantil y el segundo en obesidad en adultos, con toda la secuela de enfermedades que ello conlleva. Y llama la atención, por contraste, que sociedades con niveles más elevados de salud consuman considerablemente menos refrescos: “en Japón (el país con la población más longeva) el consumo promedio por persona es de 21 litros, y en China, de seis” (Beberage Digest).
Según la doctora Rebeca Camacho, del Departamento de Nutriología de la UNAM, en entrevista publicada por La Crónica, un refresco contiene cinco cucharadas de azúcar, además de que no aporta ni las vitaminas ni la fibra que nos proporcionaría el agua de frutas. En consecuencia, el refresco aporta gran cantidad de lo que coloquialmente se llama “kilocalorías vacías”, que es el término popular para referirse a una gran cantidad de energía proveniente de un alimento sin un aporte de nutrimentos como proteínas, vitaminas o minerales […] En estos casos, el consumo exagerado de refresco (un litro al día) puede contribuir a “engañar” al organismo para que no sienta hambre. Esto se debe a que uno de los tantos mecanismos que tiene nuestro cuerpo para sentir hambre se da a través de la cantidad de glucosa que circula en la sangre.
En resumen, los refrescos no nutren y sí causan un considerable daño a la salud. Las enfermedades cardiovasculares (primera causa de muerte, según la Secretaría de Salud), hipertensión y diabetes, son las consecuencias de la excesiva ingesta de harinas y azúcares refinados, sodio y grasa, contenidos principales en diferentes tipos de comida chatarra, además de otros males causados por los conservadores artificiales. El ISSSTE calcula que el costo de la atención médica a los padecimientos derivados de la obesidad fue de 140 mil millones de pesos. A eso debe agregarse la reducción de la productividad que afecta a los pacientes, y las implicaciones para las personas de su entorno.
También el medio ambiente resulta fuertemente dañado, en detrimento de la salud pública. La industria refresquera y de bebidas embotelladas arroja cada año nueve mil millones de botellas PET, un tipo de plástico derivado del petróleo (Beberage Digest). Y estas botellas son altamente contaminantes, pues al no ser fácilmente biodegradables, terminan generando montañas de basura o saturando ríos, lagos y barrancas. Tómese en cuenta que solo el 20 por ciento del PET se recupera, y que, según algunos estudios, alrededor de cinco millones de toneladas de este material se acumulan en los basureros.
Los niños son un sector particularmente vulnerable al daño causado por la comida chatarra o junk food, como la llaman los norteamericanos, y de nada sirven los llamados para que no la consuman, o campañas light que más bien son lavados de manos y lágrimas de cocodrilo de los funcionarios públicos. La Secretaría de Educación Pública prohibió la venta de comida chatarra en las escuelas; pero, a decir verdad, esa medida sería bastante anodina, pues fuera de la escuela los niños siguen consumiéndola.
Para el gobierno resulta difícil tomar medidas verdaderamente efectivas, pues tendría que afectar a sus patrocinadores, los grandes corporativos como CocaCola, Pepsico, Bimbo y otros, todos ellos económica y políticamente poderosos. Recuérdese que ya nos gobernó un gerente general de Coca-Cola, trasnacional que tiene en México su primer mercado fuera de Estados Unidos, y que controla aquí el 70 por ciento de la venta de refrescos, haciendo junto con Pepsi un duopolio perfecto. Ellos y otros fabricantes de alimentos chatarra son los verdaderos beneficiados de la actual situación, aparte de todos los empresarios que abaratan la mano de obra mediante el consumo de alimentos de baja calidad, elevando así sus ganancias.
Se insiste en que el problema es cultural, de hábitos; y en parte, ciertamente, ésa es una de las causas; pero los hábitos alimenticios son inducidos; no surgen de la nada, se les fomenta y arraiga con la publicidad a través de los medios. Mas no nos engañemos, la causa madre es la pobreza, que impide a nuestro pueblo acceder a una dieta sana, verdaderamente nutritiva, empujándolo literalmente a “llenarse” el estómago, a engañarlo, como dice la nutrióloga de la UNAM citada al inicio.
Por eso, tampoco sirven de nada consejos como llevar una dieta balanceada y practicar regularmente un deporte, dados a un pueblo sin los recursos ni el tiempo para ponerlos en práctica. En congruencia con lo dicho, la solución es, primero, una verdadera labor educativa preventiva sobre todo entre los niños, mediante los medios y las escuelas; segundo, aplicar medidas de control efectivas encaminadas a reducir la publicidad y venta de estos pseudoalimentos. En tercer lugar, la acción fundamental: crear condiciones económicas para que la población pueda adquirir alimentos nutritivos. Finalmente, debe lanzarse también una política de construcción de buenos espacios deportivos en todo el país.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.