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El 13 de abril de 2019, en Madrid y a los 88 años, moría la poetisa y narradora española Francisca Aguirre Benito, nacida en 1930 en Alicante y conocida también como Paca Aguirre. Su infancia y adolescencia transcurrieron durante la Guerra Civil y, al término de ésta, su padre, el pintor Lorenzo Aguirre fue detenido, condenado a muerte y ejecutado en 1942 por la dictadura franquista; este acontecimiento marcaría para siempre la vida de la escritora, que junto a su hermana había ingresado a un colegio de monjas para hijas de presos políticos.
La literatura se convirtió para ella, a partir de entonces en un refugio ante las carencias de todo tipo y comenzó a crear sus primeros textos, que nunca vieron la luz; tal vez ésta sea una de las razones de su tardío arribo al escenario poético de su generación, la del 50 y de que durante mucho tiempo no se le incluyera en las antologías de la misma. En su primer poemario, Ítaca (1972), de clara inspiración helénica, se concibe a sí misma como una moderna Penélope; por esta obra recibió el premio de poesía Leopoldo Panero. En 1976 apareció el libro Los trescientos escalones, cuyo título alude a una de las pinturas de su padre, a quien dedica el libro, por el que obtuvo el premio Ciudad de Irún y en el que está contenido El último mohicano, poema autobiográfico pleno de sinceridad y belleza; en el que expresa el dolor, la angustia y la desesperanza que la ejecución del padre provocó en toda su familia y la forma en que la literatura la ayudó a sobrevivir.
No tuve nada, y sin embargo, de algún modo,
comprendo que lo tuve todo.
No teníamos nada, nada, salvo el miedo, el dolor,
el estupor que produce la muerte.
Cuando mataron a mi padre, nos quedamos en esa zona
de vacío que va de la vida a la muerte,
dentro de esa burbuja última que lanzan los ahogados,
como si todo el aire del mundo se hubiese agotado de pronto.
Ahí nos quedamos, como peces en una pecera sin agua,
como los atónitos visitantes de un planeta vacío.
Nada teníamos, aunque también es cierto que ya nada queríamos.
Recuerdo bien que a mi hermana Susi y a mí
nos dieron la noticia en el cuarto de aseo de aquel colegio
para hijas de presos políticos.
Había un espejo enorme y yo vi la palabra muerte
crecer dentro de aquel espejo hasta salir de él y alojarse
en los ojos de mi hermana
como un vapor letal y pestilente.
Nada ha logrado hacerme olvidar aquellos ojos
salvo algunas horas de amor en que Félix y yo éramos
dos huérfanos y el rostro milagroso de mi hija.
Y nada más tuvimos durante mucho tiempo,
pero mamá tuvo menos que nadie,
mamá quedó como un espejo sin azogue,
lo perdió todo, salvo un hilo delgado que la unía a nosotras.
Y por aquel inconcebible puente, como tres hormiguitas,
íbamos y veníamos a su estatua de vidrio
restituyéndole el azogue.
Volvió a nosotras desde el país del hielo.
Y volvió tan absolutamente
que gracias a ella, nosotras,
que nada teníamos, lo tuvimos todo.
Mamá fue nuestro Espasa,
nuestro guerrero del antifaz,
El País de las Hadas,
la abundancia dentro de la miseria,
nuestro mejor amigo,
nuestro escudo contra los moros,
la enamorada de las bellas artes,
la que hizo posible que papá no muriera,
la que lo fue resucitando en cada uno de sus cuadros.
Mamá fue quien nos dijo que mi padre admiraba a los griegos,
que adoraba los libros,
que no podía vivir sin la música,
y que fue amigo de Unamuno.
Cierto que no tuvimos nada,
que muchas veces nos faltaba todo.
Pero, aunque algunos días no comimos,
tuvimos una radio para oír a Beethoven.
Y un día de Reyes de mil novecientos cuarenta y cuatro
mamá y los tíos fueron al Rastro:
nos compraron tres libros:
La Cuesta encantada, Nómadas del Norte
y El último mohicano.
Dios sabe cuántas veces habré leído esos libros.
Mamá nos trajo El último mohicano
y de la mano de ese indio solitario
entramos en el mundo de lo maravilloso
y lo tuvimos todo para siempre.
Y ya nadie podrá quitárnoslo.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.