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Maryam Ala Amjadi
Sus poemas han sido traducidos al árabe, albanés, chino, hindi, italiano y rumano.
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Nació en Teherán, Irán, en 1984. Ha publicado dos libros de poesía y una plaquette en inglés. Ha traducido y publicado una selección de poemas de Raymond Carver al persa. Recibió el Premio Poeta de Joven Generación, en el Primer Festival Internacional de Poesía en Yinchuan, China, 2011, y fue galardonada con una beca honoraria en escritura creativa por el Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa, Ciudad de Literatura de la UNESCO, 2008. Maryam Ala Amjadi ha trabajado como traductora del farsi al inglés, en la Agencia de Noticias para Estudiantes Iraníes. Sus poemas han sido traducidos al árabe, albanés, chino, hindi, italiano y rumano. 

 

Lo que ve el ojo puede salir

desde la boca.

Una mujer nunca puede estar realmente desnuda,

ella luce una piel de muchos poros inquietos

donde descansan los ojos entreabiertos

de quienes la ven medio abierta al embate

de la lengua de madera del espejo,

medio cerrada al jalón de la caricia furtiva del tiempo,

y cuando nadie la mira, ella empieza a buscar a tientas,

en los sedientos pozos de la historia,

las horquillas de su cabello, su primer dedo anillado

por el ojo herido de la tijera de una hoja de la fe,

su última esperanza atada al hambre,

robusta precisamente en las bandejas vacías,

llenas de sus senos. Luego ella desgrana los ojos distantes

del destino desde las líneas acuosas de sus manos delatadoras

y los planta cerca de los himnos rasgados de sus oídos,

en la parte trasera y terrosa de su cabeza,

sus sombras siempre desconfiadas de la insistencia

seca de las paredes en reflejar

sus formas internas siempre silenciadas

por los guiños húmedos de la vergüenza.

¿Es real? ¿Es ella? Ella es siempre demasiado grande,

demasiado pequeña, demasiado alta, demasiado baja,

demasiado cálida, demasiado fría,

demasiado joven, demasiado vieja.

Ella siempre es demasiadas cosas en demasiadas formas.

Incluso el espejo significa una mujer

como muchas en cualquier fin mercurial.

Una mujer nunca puede estar realmente desnuda.

Cuando desabrocha el resorte de su vestido,

caen mil semillas de manzana

y la serpiente invisible que encierra lo que pide su cintura

y los versos de rechazo y las leyes del suspiro

tatuadas sobre la voluntad de sus manos

y de sus piernas envueltas en los regalos del

“¡no!” y “¡no!” y “¡no!”

que sólo se desenvolverán como un “sí”,

ella escudriña el rastro de un hogar

en las arrugas de las casas con cara de piedra.

No hay mapas para la geografía de la oscuridad.

Dime, ¿dónde está la boca de aquella palabra,

aquella que podría besar los ojos de esta página sin cegarlos?

Por las mujeres asesinadas

en nombre del “honor”

No reiré calladamente

para templar la esperanza de sus corazones.

No cubriré el mapa de este cuerpo

para que puedan caminar por toda la generosidad de mis fronteras.

No me avergonzaré hacia faldas más largas

que acortan la insolencia de sus ojos

y no bajaré las cortinas de mi voz

para permitirles ignorar el escenario de mis pensamientos.

No cerraré los paréntesis anhelantes de mis piernas

ni alteraré las desafiantes llamas de mi mirada.

No caminaré, ni me sentaré, ni me quedaré en pie

detrás del olvido de los hombres.

No aclararé la luz de mi lápiz de ojos

ni borraré la persistencia de mi pintalabios.

No ahora, ni tampoco entonces.

No trabajaré por las piezas de sus egos.

Ni me quedaré arriba

remendando las cuerdas del amor que ellos cortan.

No lo haré, en honor de todos sus nombres,

no lo haré, ¡se los prometo!

¿Dónde está la paz de este poema?

¡Oye poeta! Que la rama de olivo viva

y libere la carga de su propia amargura.

Olvida la paloma de vez en cuando,

para que ella pueda recordar volar sin rumbo.

 

La daga está cansada de traiciones

las balanzas quieren pesarse a sí mismas para variar

y tiembla el umbral de cada página

cuando bocas francas cuentan rupturas de palabras

y dedos torcidos deletrean cabezas en cifras.

 

¡Oye poeta! Recorre el último retruécano

por el tamiz de las primeras intenciones.

Pela la prudencia de los adverbios

hasta el centro de los silencios ocultos.

Entinta la sangre de los adjetivos

dentro del corazón de todas las cosas sombreadas

y convierte en verbos la espera

de todos los sustantivos instantáneos.

 

Sostén las manecillas de los relojes y balancéate:

¡nací para humanizar así las palabras!

Cada pluma viviente es otra arma rota.

 

La poesía nunca morirá,

pero quizá un día,

un día terriblemente osado,

hablaremos sin metáforas.


Escrito por Redacción


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