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En enero de 2023, después de que cinco agentes de policía asesinaran a Tyre Nichols, el presidente Joe Biden emitió rápidamente una declaración en la que pedía a los manifestantes que se mantuvieran no-violentos. “Mientras los estadounidenses lloran, el Departamento de Justicia lleva a cabo su investigación y las autoridades estatales continúan su trabajo. Me uno a la familia de Tyre en el llamado a la protesta pacífica”, dijo Biden. “La indignación es comprensible, pero la violencia nunca es aceptable. La violencia es destructiva y va contra la ley. No tiene cabida en las protestas pacíficas en busca de justicia”.
En junio de 2022, cuando el Tribunal Supremo anuló el caso Roe contra Wade, Biden hizo el mismo llamado a los manifestantes. “Hago un llamado a todo el mundo, independientemente de lo mucho que les importe esta decisión, para que todas las protestas sean pacíficas. Pacíficas, pacíficas, pacíficas”, dijo Biden. “Sin intimidación. La violencia nunca es aceptable. Las amenazas y la intimidación no son formas de expresión. Debemos oponernos a la violencia en cualquiera de sus formas, independientemente de sus motivos”.
Es un espectáculo curioso que el jefe de un Estado, teniendo a su disposición todos los instrumentos del poder, no los utilice para resolver un problema, sino que ofrezca consejos a los impotentes sobre cómo protestar contra él y contra el maltrecho sistema de Gobierno. Biden, sin embargo, no se mostró tan reacio a utilizar esos instrumentos del poder en contra de los manifestantes. Durante las protestas de Black Lives Matter (las vidas negras importan), tras el asesinato de George Floyd en 2020, cuando Biden era candidato presidencial, dejó claro lo que quería que les ocurriera a quienes no hicieran caso del llamado a la no-violencia: “Nunca deberíamos dejar que lo que se hace en una marcha por la igualdad de derechos supere cuál es la razón de la marcha. Y eso es lo que están haciendo estas personas. Y deberían ser arrestados: encontrados, arrestados y juzgados”.
Ante la acción asesina de la policía, Biden pidió a los manifestantes que fueran “pacíficos, pacíficos, pacíficos”. Ante manifestantes no-violentos, Biden pidió a la policía que se asegurara de que los manifestantes fueran “encontrados, detenidos y juzgados”.
¿Se exige a los manifestantes en Estados Unidos (y quizá en otros países donde la cultura de la protesta es especialmente fuerte, como Canadá) un estándar imposible de alcanzar? De hecho, otros países occidentales no parecen exigir estas cosas a sus manifestantes: pensemos en Christophe Dettinger, el boxeador que golpeó a un grupo de policías antidisturbios franceses blindados y con casco hasta que éstos desistieron de golpear a otros manifestantes durante las protestas de los chalecos amarillos en 2019. Dettinger fue a la cárcel pero, para algunos, se convirtió en un héroe nacional. ¿Cuál habría sido su destino en Estados Unidos? Lo más probable es que hubiera sido maltratado en el acto, como sugieren los registros gráficos del comportamiento de la policía estadounidense hacia personas mucho más pequeñas y débiles que Dettinger durante las protestas de 2020. Si hubiera sobrevivido al encuentro con la policía estadounidense, Dettinger se habría enfrentado a críticas desde dentro del movimiento por no utilizar métodos pacíficos.
Se da aquí una paradoja. Estados Unidos, el país con casi 800 bases militares en todo el mundo, el país que lanzó la bomba nuclear sobre ciudades civiles y el país que gasta más que todos sus rivales militares juntos, espera que sus ciudadanos se atengan a normas más estrictas durante las protestas en comparación con cualquier otro país. Staughton y Alice Lynd, en la segunda edición de su libro Nonviolence in America (La no-violencia en Estados Unidos), publicado en 1995, escribieron que “Estados Unidos ha sido más veces el maestro que el alumno del ideal no-violento”. Los Lynds son citados con desaprobación por el escritor anarquista Peter Gelderloos en su libro How Nonviolence Protects the State (Cómo la no-violencia protege al Estado), un llamado a los manifestantes no-violentos de principios de la década de 2000, que se encontraban en las calles con anarquistas que no compartían su compromiso con la no-violencia. Gelderloos pedía solidaridad a los activistas no-violentos, rogándoles que no permitieran que el Estado dividiera el movimiento en “manifestantes buenos” y “manifestantes malos”. Ese movimiento llamado “antiglobalización” se desvaneció ante la guerra contra el terrorismo posterior a 2001, por lo que el debate nunca se resolvió realmente.
Para Estados Unidos, el Reino Unido y muchos de sus aliados, el debate sobre la violencia política se remonta quizás a los pacifistas blancos que aseguraban a sus hermanos blancos, aterrorizados por la Revolución Haitiana –que terminó en 1804– que el abolicionismo no significaba animar a los esclavizados a rebelarse o a luchar. Aunque soñaban con un futuro sin esclavitud, los pacifistas abolicionistas del Siglo XIX comprendieron –al igual que sus compatriotas esclavizadores– que el papel de las personas esclavizadas era sufrir como buenos cristianos y esperar la liberación de Dios en lugar de rebelarse. Aunque poco a poco fue cambiando de opinión, el abolicionista y pacifista del Siglo XIX William Lloyd Garrison insistió inicialmente en la no-violencia contra los esclavistas. Aquí se cita a Garrison en el libro del difunto comunista italiano Domenico Losurdo La cultura de la No violencia: “Por mucho que deteste la opresión ejercida por el esclavista sureño, es un hombre, sagrado ante mí. Es un hombre, que no debe ser dañado por mi mano ni con mi consentimiento”. Además, añadió, “no creo que las armas de la libertad hayan sido nunca, o puedan ser nunca, las armas del despotismo”. A medida que la crisis se agravaba con la Ley del Esclavo Fugitivo, argumentaba Losurdo, a los pacifistas como Garrison les resultaba cada vez más difícil pedir a los esclavizados que se entregaran a sus esclavizadores sin oponer resistencia. En 1859, Garrison incluso se vio incapaz de condenar la incursión del abolicionista John Brown en Harpers Ferry.
El lingüista, filósofo y activista político Noam Chomsky reconoció la complejidad moral de la no-violencia en el movimiento antibelicista durante un debate de 1967 con la filósofa política Hannah Arendt y otros. Chomsky –aunque defendió la no-violencia en el debate– llegó a la conclusión de que la no-violencia era, en última instancia, una cuestión de fe:
“La reacción más fácil es decir que toda violencia es aborrecible, que ambos bandos son culpables, y mantenerse al margen conservando la propia pureza moral y condenarlos a ambos. Ésta es la respuesta más fácil y en este caso creo que también está justificada. Pero, por razones bastante complejas, también hay argumentos reales a favor del terror del Vietcong, argumentos que no pueden descartarse a la ligera, aunque no creo que sean correctos. Uno de los argumentos es que este terror selectivo –matar a ciertos funcionarios y atemorizar a otros– sirvió para salvar a la población de un terror gubernamental mucho más extremo, el terror continuo que existe cuando un funcionario corrupto puede hacer cosas que están dentro de su poder en la provincia que controla”.
“También está el segundo tipo de argumento… que creo que no puede abandonarse a la ligera. Se trata de la cuestión fáctica de si tal acto de violencia libera al nativo de su complejo de inferioridad y le permite entrar en la vida política. A mí mismo me gustaría creer que no es así. O, al menos, me gustaría creer que la reacción no-violenta podría lograr el mismo resultado. Pero no es muy fácil presentar pruebas de ello; solo se puede argumentar a favor de aceptar este punto de vista por motivos de fe”.
Varios escritos han alertado de que la doctrina de la no-violencia ha causado daños a los oprimidos. Entre ellos se encuentran Pacifism as Pathology (Pacifismo como patología), de Ward Churchill, How Nonviolence Protects the State (Cómo la no-violencia protege al Estado) y The Failure of Nonviolence (El fracaso de la no-violencia) de Peter Gelderloos, La cultura de la No violencia, de Domenico Losurdo, y la serie Change Agent: Gene Sharp’s Neoliberal Nonviolence (Agente del cambio: La no-violencia neoliberal de Gene Sharp) de Marcie Smith.
Incluso las victorias históricas de las luchas no-violentas tuvieron un elemento armado entre bastidores. Trabajos académicos recientes han revisado la historia de la no-violencia en la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos. Entre los textos clave se encuentran The Deacons for Defense (Los Diáconos para la Defensa), de Lance Hill, We Will Shoot Back (Devolveremos los disparos), de Akinyele Omowale Umoja, y This Nonviolent Stuff`ll Get You Killed (Esto de la no-violencia hará que te maten), de Charles E. Cobb Jr. Estas historias revelan la continua resistencia, incluida la autodefensa armada, de los negros en Estados Unidos.
Incluso antes de estas historias recientes, tenemos la notable y breve autobiografía de Robert Williams escrita en el exilio, Negroes With Guns (Negros armados). Williams fue expulsado de la NAACP por decir, en 1959: “Debemos estar dispuestos a matar si es necesario. No podemos llevar ante los tribunales a esta gente que comete injusticias contra nosotros … en el futuro tendremos que juzgar y condenar a esta gente in situ”. Señaló amargamente que mientras “los talleres no-violentos están surgiendo en todas las comunidades negras, ni uno solo se ha establecido en las comunidades blancas racistas para frenar la violencia del Ku Klux Klan”.
Cuando se desplazaban por las zonas rurales del Sur para llevar a cabo sus campañas de desegregación, los activistas no-violentos del movimiento por los derechos civiles a menudo se encontraban –sin que ellos lo pidieran– con protección armada contra la policía excesivamente celosa y los vigilantes racistas: abuelas que vigilaban por la noche en los porches con rifles en el regazo mientras los activistas no-violentos dormían; Diáconos para la Defensa que amenazaban a la policía con un tiroteo si se atrevían a lanzar mangueras de agua contra los estudiantes no-violentos que intentaban desegregar una piscina. Mientras tanto, los logros legislativos conseguidos por el movimiento no-violento incluían a menudo la amenaza o la realidad de disturbios violentos. En mayo de 1963, en Birmingham, Alabama, por ejemplo, tras la represión de una marcha no-violenta, se produjeron disturbios con tres mil personas. Finalmente se consiguió un pacto de desegregación el 10 de mayo de 1963. Un observador afirmó que “cada día de disturbios valía por un año de manifestaciones por los derechos civiles”.
Como sostiene Lance Hill en Los diáconos para la defensa:
“Al final, la segregación cedió a la fuerza tanto como a la persuasión moral. La violencia en forma de disturbios callejeros y autodefensa armada desempeñó un papel fundamental en el desarraigo de la segregación y la discriminación económica y política entre 1963 y 1965. Solo después de que surgiera la amenaza de la violencia negra, la legislación sobre derechos civiles pasó al primer plano de la agenda nacional”.
Los constantes llamados de Biden a la no-violencia por parte de los manifestantes mientras condona la violencia de la policía son pedir lo imposible y lo ahistórico. En los momentos cruciales de la historia de Estados Unidos, la no-violencia siempre ha cedido ante la violencia.
* Justin Podur es un escritor y colaborador de Globetrotter. Es profesor de la Universidad de York, en la facultad de cambio ambiental y urbano.
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Escrito por Justin Podur*
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