Cargando, por favor espere...

El abuso de poder: La Ilíada
... Agamenón no se conmovió ante las abatidas súplicas de un padre transido de dolor: “para que sepas bien cuánto más poderoso soy que tú, y aborrezca también otro pretender ser igual a mí y compararse conmigo". Nada contuvo al tirano embriagado de poder.
Cargando...

Para los niños de El Plenito.

Para los que están,

y para los que estuvieron

y ahora luchan por los pobres de la tierra.

 

Hasta ahora, nadie ha podido asegurar que Homero haya sido en realidad el autor de los maravillosos versos que, con el nombre de Ilíada, han llegado hasta nuestras manos. Se le atribuyen, tanto a él como persona, como a toda una corriente de poetas, los aedos, que los cantaban ante embelesados oyentes agrandándolos y perfeccionándolos. La Ilíada es el poema más antiguo de la literatura europea, se calcula que fue compuesto antes del año 700 a. C., muy probablemente en la costa occidental de lo que ahora es Turquía. En esta ocasión me ocupo de compartir algunos comentarios porque la obra, a más de dos mil 700 años de distancia, tiene una inquietante actualidad.

La obra narra unos días, se dice que 51, de la guerra de 10 años que libraron los aqueos o dánaos, contra los troyanos, más precisamente, del último año de esa guerra. El conflicto, que seguramente estaba relacionado con la captura de esclavos, con la conquista de tierras y con el control de la entrada de naves al Ponto Euxino, ahora Mar Negro, a través del estrecho del Bósforo, tiene una explicación mitológica: el rescate de Elena, esposa de Menelao, raptada por el troyano Paris y conducida a Ilión o Troya, porque, según se contaba, Afrodita se la había concedido. Los aqueos, comandados por el Atrida Agamenón, hermano de Menelao, organizaron una inmensa batida naval para llevar de regreso a casa a Elena, le pusieron cerco a la ciudad de Troya y, después de casi 10 años de combate, no habían podido cumplir su propósito.

El texto escrito que conocemos procede de los filólogos alejandrinos de la época helenística, de Aristarco de Samos en particular, y se le conoce también por un segundo nombre: La cólera de Aquiles. Pareciera así que una narración épica va a quedar reducida a los sentimientos, justificados o injustificados, pero de un personaje solamente. Nadie se confunda, La cólera de Aquiles encierra una alarmada advertencia que los aedos quisieron dar al mundo de su tiempo y al mundo del futuro. “La cólera canta, oh diosa, del Pelida Aquiles, maldita que causó a los aqueos incontables dolores, precipitó al Hades muchas valientes vidas de héroes y a ellos mismos los hizo presa para los perros y para todas las aves… desde que por primera vez se separaron tras haber reñido el Atrida, soberano de hombres, y Aquiles, de la casta de Zeus”.

La época de la guerra de Troya, no era la época del enfrentamiento entre dos ejércitos, la masa de esclavos no intervenía o intervenía muy poco, porque armar y entrenar a los esclavos podría significar la ruina de los esclavistas y porque las armas eran artículos de lujo que solo podían pagar los ricos y poderosos; era, pues, la época de los enfrentamientos individuales, de la “singular batalla” de la que hablaba El Quijote. Los enfrentamientos masivos vendrían después, cuando apareció la falange hoplítica en la que los combatientes llevaban lanzas y grandes escudos. En tal virtud, en el bando aqueo, eran decisivos la habilidad, la intrepidez y el valor extremo de Aquiles.

¿Por qué riñeron el hijo de Atreo, Agamenón, el indiscutible jefe de toda la escuadra aquea y Aquiles, el de los pies ligeros, el más notable y más temido guerrero de ese mismo ejército que mantenía el sitio de Troya? Para entender el suceso, conviene decir que era una costumbre, una ley no escrita entre los griegos de aquella época en la que libraban guerras de conquista, que todo lo que un guerrero conquistara le pertenecía y tenía derecho a llevarlo de regreso a su casa, se tratara de objetos o se tratara de personas, era la sociedad esclavista.

En una batalla librada cerca de los muros de Troya, Agamenón, el jefe de los sitiadores, había tomado a una joven llamada Criseida y la tenía en su poder, era, pues, suya, de acuerdo con las arraigadas costumbres de la guerra de ese tiempo y podía disponer de ella como quisiera. Era la formación socioeconómica en la que había medios de producción no parlantes y medios de producción parlantes. Pero Criseida era hija de Crises, un troyano notable, sacerdote de Apolo, quien se presentó ante los aqueos, “cargado de inmensos rescates para liberar a su hija” y llevando en las manos las insignias de su dignidad sacerdotal; no solo eso, el sacerdote de Apolo les dirigió muy humildes y sumisas palabras de súplica.

El Atrida Agamenón, altanero, se negó a devolverla. No solo eso. Insultó a Crises, lo humilló y lo corrió. “Viejo, que no te encuentre yo junto a las cóncavas naves, bien porque ahora te demores o porque vuelvas más tarde, no sea que no te socorran el cetro ni las ínfulas del dios. No la pienso soltar; antes le va a sobrevenir la vejez en mi casa, en Argos, lejos de la patria, aplicándose al telar y compartiendo mi lecho”. Quiero imaginar el silencio y el espanto con que deben haber escuchado estas insolentes palabras los griegos congregados alrededor del aedo que les recitaba.

Crises imploró la protección de Apolo: “Si alguna vez he techado tu amable templo o si alguna vez he quemado en tu honor pingües muslos de toros y de cabras, cúmpleme ahora este deseo: que paguen los dánaos mis lágrimas con tus dardos”. Y Febo Apolo lo escuchó, “descendió de las cumbres del Olimpo, airado en su corazón, con el arco en los hombros y la aljaba, tapada a ambos lados. Resonaron las flechas sobre los hombros del dios irritado, al ponerse en movimiento, e iba semejante a la noche”. No dejo de llamar la atención del lector sobre la escena terrible del dios iracundo que baja del Olimpo a castigar a todos los dánaos por la impertinente arrogancia de Agamenón.

Y los castigó. “Nueve días sobrevolaron el ejército los venablos del dios…”. Y “ardían densas las piras de cadáveres”. Aquiles consideró necesario convocar a una asamblea y propuso preguntar a algún adivino o a un sacerdote o a un intérprete de sueños, porque “se ha enojado tanto Febo Apolo”. El Téstorida Calcante, “de los agoreros con mucho el mejor”, dijo que el dios estaba indignado porque Agamenón había deshonrado a su sacerdote y no había querido aceptar los regalos ni devolver a Criseida y que solo devolviéndola se calmaría su furia. Agamenón respondió que solo la devolvería si se le compensaba su pérdida y Aquiles le hizo una justa promesa: “tú ahora entrega esta joven al dios y los aqueos con el triple o el cuádruple te pagaremos”. Agamenón no quedó conforme.

Llega así la narración a la respuesta del Atrida, al atropello brutal al esforzado guerrero Aquiles, aquel sobre el que “la mayor parte de la impetuosa batalla”, eran sus manos las que la soportaban. Hace acto de presencia, pues, el abuso de poder del caudillo que prolongaría la guerra y causaría numerosas muertes por el retiro de Aquiles de la guerra, por la cólera de Aquiles. “Pero te voy a hacer esta amenaza –le dijo Agamenón al incomparable guerrero– igual que Febo Apolo me quita a Criseida, y yo con mi nave y mis compañeros la voy a enviar, puede que me lleve a Briseida, de bellas mejillas, tu botín, yendo en persona a tu tienda, para que sepas bien cuánto más poderoso soy que tú, y aborrezca también otro pretender ser igual a mí y compararse conmigo”. Y fue a la tienda de Aquiles y se llevó a Briseida.

Agamenón no se conmovió ante las abatidas súplicas de un padre transido de dolor; no dudó en atropellar el derecho consuetudinario de Aquiles, en despreciar su valor como guerrero, en ultrajar su prestigio, en advertir, como todos los arrogantes opresores que en el mundo han sido: “para que sepas bien cuánto más poderoso soy que tú, y aborrezca también otro pretender ser igual a mí y compararse conmigo”. Nada, pues, contuvo al tirano iracundo y embriagado de poder.

Así como una vez, a las puertas de la muerte, Julius Fucik, el héroe checoslovaco, gritó: “hombres, estad alertas, os he amado”, así llega a nosotros desde el fondo del pasado remoto, el grito de Homero y los vaticinadores, cuya asombrosa sensibilidad nos advirtió de los grandes riesgos y espantosas consecuencias de tolerar los abusos del poder. Hoy, que se arrasa la independencia del Poder Legislativo y la del Judicial; hoy, que se quiere someter a la exigua democracia a los caprichos de una minoría; hoy, que se calumnia y se insulta impunemente a los ciudadanos con dinero público; hoy, que se quiere hacer aparecer la extorsión electoral como generosidad con los oprimidos; hoy, que crece inmensamente la necesidad y la pobreza y se dice con mal ocultada sorna, tres veces, que el pueblo está feliz; hoy, que todo esto y más pasa, volvamos a las viejas enseñanzas de los sabios de la vieja humanidad que denunciaron y exhibieron el abuso de poder. 


Escrito por Omar Carreón Abud

Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".


Notas relacionadas