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“Querer es poder”, sentencia una expresión popular muy conocida, con lo cual se quiere decir, poco más o menos, que “cuando se quiere, se puede”. Pero aquí, como en tantos otros lugares, la sabiduría popular expresa una verdad parcial. Hasta la experiencia común reconoce que un axioma que se lleva al extremo acaba por transformarse en su contrario, dialéctica que reconocen los propios proverbios populares cuando establecen, por ejemplo, que summum jus, summa injuria. “Toda verdad, escribió Lenin, si se exagera, si se extiende más allá de los límites dentro de los cuales es realmente aplicable, puede ser llevada al absurdo”.
Cualquiera de las dos expresiones anteriores de sabiduría popular revela un punto flaco que la acaba convirtiendo en un arma de doble filo cuando se aplica, puesto que, o bien provoca una saludable inyección de energía a un espíritu más o menos abúlico, o bien. alienta la persecución de objetivos irrealizables, en cuyo caso, la energía y el entusiasmo iniciales se terminan convirtiendo en frustración, desembocando en una posición permanente de pesimismo y de impotencia, porque por más esfuerzos que se hacen, por mucho que se insista y se batalle, nuestro deseo, nuestra meta, nuestro sueño más caro, nunca cuajan, nunca coagulan, estrellándose como olas impotentes contra el farallón de la realidad invencible. En este caso, la voluntad, la iniciativa personal, la actividad consciente de los individuos, su energía práctica, su libertad, parecen chocar con una necesidad que las coarta, las limita y que termina destrozándolas en mil pedazos, sobreviniendo la desilusión más atroz.
Sin embargo, esta concepción de la libertad no logra más que oponer el querer a la realidad objetiva, estableciendo un abismo infranqueable entre el sujeto que quiere y no puede, por un lado, y el objeto necio que resiste los embates de una voluntad no menos necia, por el otro. En este caso, el sujeto que quiere opone sus deseos a la realidad en lugar de hallar un puente que una ambos polos, en vez de hallar la manera de unir sus ideales con la propia realidad.
Desde un punto de vista no dialéctico, libertad y necesidad constituyen en efecto dos conceptos que se excluyen mutuamente, es decir, lo que es libertad no es necesidad, y viceversa, lo que es necesidad no es libertad. A este respecto, los materialistas franceses del Siglo XVIII mantenían un punto de vista metafísico cayendo en la contradicción irreductible de asegurar por una parte que los individuos estaban determinados por su medio social, mientras de otro lado suponían que el ambiente social estaba determinado a su vez por los propios seres humanos, por sus distintas opiniones e ideales.
Los materialistas franceses del Siglo XVIII terminaron por crear en fin la figura del buen príncipe, del príncipe moral ilustrado, del político que, superando la contradicción entre la libertad humana y la férrea necesidad impuesta por el medio social, modificaba a partir de sí mismo, verdadero deus ex machina, un ambiente social de otro modo incorregible. Los materialistas franceses comulgaron con una teoría no materialista de la historia que, grosso modo, establecía que ésta respondía a los designios, intenciones y ambiciones de los grandes hombres, de los héroes intelectuales o políticos. De esta manera, el proceso histórico quedaba reducido a la categoría de un juego desordenado del azar, una serie infinita y caótica, una secuencia interminable de pasiones e intenciones individuales en pugna, en conflicto incesante. La libertad se escindía aquí de la necesidad.
En contraposición a las ideas históricas de los materialistas franceses, uno de los principales descubrimientos filosóficos del idealismo dialéctico alemán estuvo precisamente en la comprensión de la relación entre la libertad y la necesidad. Esto representó un avance en relación con los puntos de vista de los materialistas franceses del Siglo XVIII. El idealismo alemán estableció precisamente la identidad entre la libertad y la necesidad, descubriendo la relación dialéctica entre ambas. Los grandes idealistas alemanes reconocieron que el desarrollo de la historia ofrecía el aspecto de una lucha de interminables pasiones e intenciones individuales, pero advirtieron la existencia de una necesidad “allí donde solo se veía a primera vista el juego desordenado del azar”. En este sentido, Schelling concluyó que las acciones conscientes de los hombres, esto es, la libertad, se convertía en necesidad, de la misma manera que la necesidad se convertía en libertad. Y Hegel compartió la idea de Schelling.
El problema de la responsabilidad histórica sigue en términos generales el marco de la relación entre necesidad y libertad. Parece claro que los seres humanos, más que responsables del proceso histórico, muchas veces son sus víctimas inconscientes. Esto quiere decir que los individuos no somos, como muchas veces creemos, arquitectos de nuestro propio destino, por lo menos no al nivel que asegura el lugar común. “Querer es poder” solo si la libertad se identifica con la necesidad, si no se opone abstractamente lo que se “quiere” a lo que se “puede”.
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Escrito por Miguel Alejandro Pérez
Maestro en Historia por la UNAM.