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Este año, la Academia Sueca de Ciencias otorgó el Premio Nobel a Daron Acemoglu y Simon Johnson, profesores del MIT, y a James A. Robinson, de Chicago, representantes de una de las vertientes de la economía institucional que en general estudia la influencia de las instituciones en el desarrollo económico. El premio se basa fundamentalmente en el trabajo titulado Por qué fracasan los países: los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza (2012). Hace algunos años leí esa obra que sin duda motiva algunas reflexiones.
A los malinchistas intelectuales mexicanos les agradó que, literalmente desde el primer renglón, el estudio empiece refiriéndose al “atrasado” Nogales, Sonora, comparándolo, con el “avanzado” Nogales, Arizona. Siendo la misma situación geográfica, a Acemoglu y Robinson les intriga la diferencia y pretenden explicar la causa. Proponen una teoría según la cual la clave está en las instituciones, que allá son mejores, “inclusivas” las llaman, mientras acá son “extractivas”.
Ciertamente, no debe desdeñarse la importancia del arreglo institucional, la “arquitectura institucional”, que merece ser estudiado. Investigaciones como las de Douglas North, Williamson, Elinor Ostrom, entre otros, han representado un esfuerzo por superar las obvias limitaciones de la escuela matemática de Jevons y sus discípulos y la de los marginalistas. Pero no es una corriente homogénea; tiene variantes, desde las más serias hasta las abiertamente apologéticas del capital, como la ahora premiada. De todas formas, el institucionalismo también se limita a analizar sólo un aspecto de toda la complejidad de la economía, sin alcanzar una visión integral.
En el tercer capítulo del libro citado se aborda la explicación, desarrollando el concepto de “Instituciones políticas extractivas e inclusivas” para explicar el problema. Estas últimas, dicen, son las buenas; tienen como modelo a Estados Unidos (EE. UU.) o Corea del Sur (ciertamente de más puro corte capitalista), promueven la libertad económica (cualquier cosa que ello signifique), la democracia (obviamente, la estadounidense), el respeto a los derechos laborales y de propiedad, “la participación social en la toma de decisiones”. Y consecuentemente, promueven el progreso económico y el bienestar. Las extractivas, en cambio, características de Corea del Norte, Irán, China o Rusia, no promueven la democracia ni se basan en ella; los derechos de propiedad –nos aleccionan–, son monopolizados por una élite sin “responsabilidad social”, que saquea los recursos del resto de la población. Estas instituciones imperan también en México y América Latina; por eso estamos rezagados.
Pero es muy discutible a qué se llama aquí instituciones inclusivas o democracia. ¿Al bipartidismo norteamericano, a su anacrónico Colegio Electoral, instrumento de las élites para burlar la voluntad popular? ¿Al descarado predominio de los grandes capitalistas para financiar campañas y dominar a los futuros gobernantes? El racismo, ¿es una institución inclusiva? ¿Lo es el dominio del Estado profundo y del complejo militar-industrial?
Nos ofrecen la visión romántica de que EE. UU. se construyó y debe su prosperidad a instituciones respetuosas de los derechos, sabiamente diseñadas por los padres fundadores. Sin embargo, en lo fundamental, y sin negar la influencia institucional, la grandeza norteamericana es fruto en gran medida del saqueo y empobrecimiento de los países débiles, como México, al que despojaron de más de la mitad de su territorio; en ese enriquecimiento por depredación han jugado un papel más importante el ejército, los bancos, las trasnacionales y el dólar. En el colmo de la incongruencia, siendo que EE. UU. mismo ha diseñado e impuesto en buena medida, a su conveniencia, nuestro propio sistema institucional del que se escandalizan, nos culpan de nuestra pobreza.
Al abordar el tema histórico, los autores no ven en la Colonia española la raíz económica de nuestra pobreza y atraso; sólo exhiben su influencia en el origen de nuestras instituciones. Es una visión reduccionista, pues al pretender explicar nuestro desarrollo ignora la verdadera historia, concretamente el saqueo colonialista y el imperialismo. México salió del dominio español para caer bajo el de EE. UU. Siempre dominados. Somos un país de capitalismo tardío. EE. UU., Holanda y Francia se hicieron capitalistas muy temprano y se repartieron el mundo con su tecnología, y con sus ejércitos.
El mercantilismo español frenó durante tres siglos la industrialización y en general el desarrollo económico y social de la Nueva España. En diferentes tiempos y con distinta duración, España impuso el monopolio comercial de la Casa de Contratación de Sevilla y de Cádiz. Felipe IV, en 1634, decretó la prohibición del comercio directo entre Nueva España y Perú. Nos prohibieron producir, entre otros, productos como aceite de oliva, sal, vino, pimienta, seda, herramientas de hierro, papel, mercurio, pólvora. En 1595, Felipe II prohibió plantar viñedos aquí.
Quedamos condenados a un primitivo sistema de producción artesanal, mientras las potencias coloniales y luego las imperialistas saqueaban el mundo; robaban nuestras materias primas, el oro y la plata, y casi exterminaron a la población nativa por sobreexplotación y enfermedades, como expuso magistralmente Eduardo Galeano en “Las venas abiertas de América Latina”. Y ahora resulta que la culpa de nuestro atraso la tenemos los países pobres. Sólo en cierta forma eso es cierto: por no habernos liberado aún del dominio imperialista para convertirnos en una nación independiente, dueña de su destino.
Desde un punto de vista teórico podemos afirmar que sí, las instituciones cuentan, pero no son lo determinante. Son derivadas de otros factores. No son causa sui. Forman parte de la superestructura político-ideológica que se levanta sobre la estructura económica y, ciertamente, influyen de regreso sobre ésta; pero en última instancia lo determinante es la estructura, particularmente el proceso productivo, que impera sobre esquemas institucionales, jurídicos, arreglos comerciales y artificios financieros. Si fueran el factor determinante por excelencia, el mundo se corregiría fácilmente, con sólo promulgar nuevas leyes y reformas, como proponía Eduard Bernstein. Marx llamó “cretinismo parlamentario” a la fe en el efecto mágico de las leyes.
Las instituciones juegan su papel, aunque limitado, pero en este enfoque se las convierte en algo absoluto, sacándolas de los límites en que actúan e influyen. Toda verdad es válida dentro de ciertos límites, pero aquí a las instituciones se las convierte en el motor de todo, ignorando incluso que son resultado de un determinado nivel de desarrollo de la economía misma. El Estado y el derecho aparecieron históricamente cuando la producción alcanzó cierto nivel y fue posible producir un excedente, que originó el surgimiento de la propiedad privada, las clases sociales, el esclavismo y la civilización.
Finalmente, en el plano político, como es obvio, la orientación de la obra va dirigida contra China, Rusia y otros países que han decidido ser libres. Recientemente J. Robinson advertía en entrevista: “… aunque algunos regímenes autoritarios, como China, han mostrado un crecimiento económico notable, el éxito de estos modelos es la excepción, no la norma (…) las democracias son más eficaces para proporcionar servicios públicos y generar crecimiento inclusivo (…) los países autoritarios, como Irán o Rusia, son débiles tanto económica como tecnológicamente (…) aunque China ha desafiado la norma al mantener una dictadura próspera, su modelo no es sostenible a largo plazo” (Fuente: Más información, 22 de octubre).
Su error metodológico es una falacia: la petición de principio, pues parte de un prejuicio muy difundido pero no demostrado: que China y Rusia son regímenes autoritarios, no democráticos. Ambos países son democracias, pero diferentes a la americana; y a pesar de ser calificados como países con instituciones “extractivas”, superan con su éxito económico a EE. UU. Si nos atenemos a la taxonomía de los autores, China sería la economía más “inclusiva”, pues crece al doble que EE. UU., y distribuye la riqueza: en tres décadas sacó de la pobreza a 800 millones de personas (no es casual que numerosos países busquen incorporarse a los BRICS). Mientras tanto, EE. UU. y sus pupilos europeos tienen economías estancadas, con una competitividad en caída, elevada inflación y deudas gigantescas.
En conclusión, los autores representan un eco tardío, anacrónico, de Francis Fukuyama y El fin de la historia, y les otorgan el Nobel para rodearles de una aureola de infalibilidad, para que su versión se convierta en la verdad sin discusión; algo así como Roma locuta, causa finita (Roma ha hablado, el caso está cerrado). Es, pues, el uso de la ciencia para proteger los intereses del gran capital.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.