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El mundo está siendo testigo hoy en día de lo que la opinión pública reconoce como una “tragedia política”. El triunfo de Donald Trump en Estados Unidos el año pasado fue la primera gran manifestación del resurgimiento de la ultraderecha como fuerza política. Pero como las tragedias nunca vienen solas, tal suceso vino acompañado de otros movimientos políticos de carácter racial y clasista de la misma envergadura que han desconcertado a los más eminentes representantes de la política mundial.
La apabullante victoria electoral de Jair Bolsonaro en Brasil este año, precedida de la de Mauricio Macri en Argentina en 2015, son evidencias de la contradicción que prevalece en América Latina, en donde la gran mayoría de la población se encuentra en condiciones de pobreza pero ha otorgado su apoyo a políticos de abierta y descarada filiación derechista. Recientemente, en España el partido VOX se hizo del poder político en Andalucía con una aplastante mayoría. Éstos son algunos ejemplos de la “surrealista” situación que priva en el mundo entero y que han sorprendido sobre todo a los partidos liberales y de “izquierda”.
Buscar las razones del resurgimiento de los grupos conservadores, de ultraderecha y fascistas como fuerzas políticas predominantes, puede llevar fácilmente a equívocos e inculpar a los pueblos de ignorancia y estupidez por elegir a estas rancias formas políticas como opciones de cambio, después de que a lo largo de la historia han demostrado ser causantes de las mayores tragedias humanas.
¿Cómo explicar el apoyo popular a los movimientos políticos de esta orientación ideológica? ¿Es únicamente consecuencia de la ignorancia histórica y del olvido fomentado por la misma élite liberal que hoy pone el grito en el cielo ante tales aberraciones políticas? Sin adelantar conclusiones, debería repensarse un poco más en la razón de este resurgimiento de la ultraderecha, sobre todo para erradicar el problema que lo genera, sin recurrir solo a algunas de sus particularidades que poco efecto tendría combatir.
El primer elemento a considerar es la política que el neoliberalismo puso en marcha cuando se encumbró como política económica predominante en la década de los 70. La constante prédica de la libre competencia que dominó en todas las esferas del panorama socio-económico se transformó en una “libertad” mal entendida en todos los sentidos, que estaba dirigida, sin lugar a dudas, contra el marxismo soviético cuya influencia ideológica para entonces no estaba tan fuerte pero había permeado y se mantenía aún viva en sindicatos de trabajadores, partidos de izquierda y organizaciones sociales.
El llamado neoliberal a no dejarse dominar por ninguna idea de carácter político, aludiendo a la capacidad de cada individuo de pensar y hacer lo que quisiera, se reflejó en un abandono de los principios y las estrategias en los partidos de izquierda, que al caer la Unión Soviética no tardaron en abjurar del marxismo, en dejar el barco que se hundía y en nadar precipitados a la tierra firme y llena de oportunidades que ofrecía el neoliberalismo. Esta patética abjuración tuvo como consecuencia una oposición sin contenido, sin principios y sin fundamentos que lo mismo defendía los derechos de los trabajadores en el discurso, que aprobaba las bajas salariales en los hechos.
En consecuencia, los partidos de izquierda, ya desprovistos del contenido político que los hacía peligrosos a los gobiernos neoliberales, y jactándose de su libertad de pensamiento y antidogmatismo, no tardaron en diluirse como oposición. No hay que olvidar que el triunfo de Trump en Estados Unidos fue precedido por el gobierno de Barak Obama; el de Jair Bolsonaro en Brasil por el gobierno de izquierda de Dilma Rousseff y el ahora preso político Luiz Inácio Lula da Silva; Mauricio Macri por Cristina Fernández de Kirchner, y así sucesivamente. La izquierda y su fracaso político son consecuencia, pues, de una falta de compromiso con la clase trabajadora, de una política oportunista que pretendía apoyar a los marginados sin tocarle un pelo a la oligarquía. Ese navegar entre dos aguas estaba condenado, naturalmente, al fracaso.
No conviene poner el grito en el cielo cuando la culpa de la fatalidad a la que hoy se enfrenta gran parte del mundo es, principalmente, de aquellos que no quisieron, ni supieron, comprometerse con una clase. De quienes temieron tomar partido de manera radical por los desprotegidos que hoy les cobran su pusilanimidad y cobardía. La política requiere de principios y en este sentido solo es posible elegir entre los que nada tienen y los que descaradamente se quedan con la riqueza de las mayorías. Si la izquierda de nuestros días ha fracasado no es precisamente por las falencias en su estrategia o por la falta de carisma de sus candidatos, sino por la falta de un programa comprometido y combativo. Que este llamado de atención le sirva a nuestro país, que hoy se embarca en una aventura de apariencia izquierdista en la que empiezan a asomar, apenas a unos meses de su triunfo, los mismos síntomas de la fatalidad que vive gran parte del orbe.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).