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Son los poderosos que detentan el derecho internacional quienes, desde el parapeto de lo legal, definen al enemigo. Por eso, a la salida de cada conflicto queda establecido un nuevo paradigma sobre quién es una amenaza de cara a un nuevo orden. Así, después de la caída de Napoleón Bonaparte, el enemigo dibujado por las potencias del Congreso de Viena (1815), que proponía la restauración de las monarquías, no era sino aquel que se opusiera a ese principio o a la expansión y predominio de los contendientes que habían triunfado (sobre todo los imperios británico, ruso, austriaco y el reino de Prusia). También encontramos este tipo de expresiones hoy, por ejemplo, en el Artículo 39° de la Carta de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), firmada por las potencias que quedaron en pie tras la Segunda Guerra Mundial: las que constituyen el Consejo de Seguridad que rige la ONU. Según ese artículo, este Consejo “determinará la existencia de toda amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o acto de agresión y hará recomendaciones o decidirá qué medidas serán tomadas (…) para mantener o restablecer 1a paz y la seguridad internacionales”.
Pero incluso quienes acuerdan cómo deben ser las relaciones interestatales han necesitado extralimitarse y tratar como enemigos a los antiguos aliados para cubrir sus intereses particulares. De esa manera encontramos guerras que rompen los acuerdos como la de Crimea (1853-1856), que enfrentó a Francia e Inglaterra contra el imperio ruso y quebró los convenios entre las potencias que concurrieron a Viena en 1815. No obstante, para un rompimiento de este tipo se requiere un impulso desde las bases económicas de las naciones; es decir, para su guerra, el Estado nacional necesita poseer todos los recursos de la sociedad, ya que debe enfrentar a contrincantes de fuerzas relativamente equiparables y, para lograrlo, le es imperativo convencer a su pueblo, dibujando ante sus ojos un enemigo monstruoso, digno de ser eliminado de la faz de la Tierra.
Cada guerra de dimensiones internacionales, por lo menos desde la Revolución Francesa, está precedida por un auge de los discursos “nacionalistas”, por golpes de pecho de las autoridades, por retóricas que llaman a defender supuestos “valores” o “intereses” naturales de sus pueblos, que llaman a la defensa de la “democracia” –lo más común en el Siglo XXI– frente a un enemigo que los ha violado. Las actividades de este enemigo se configuran unánimemente en los medios de comunicación y los mecanismos de la propaganda oficial como hechos criminales; se eligen elementos falsos o verdades a medias para hacer creer a la gente que el enemigo del Estado es su enemigo. Así actuó la propaganda hitleriana, que tenía el interés de extender el dominio territorial de Alemania sobre el Este europeo, inventando y sembrando, en la mente de millones de alemanes, la idea de que su enemigo era el judío-comunista, lo que se traducía inmediatamente como la necesidad de suprimir a la Unión Soviética (la potencia que dominaba el oriente). Algo similar ha ocurrido en los días previos a las intervenciones armadas posteriores a 1945, que incluye desde la propaganda antisoviética que todos los países capitalistas hicieron durante la Guerra Fría, hasta las intervenciones sobre países absolutamente inocentes (Afganistán, Irak, Libia o Siria). Las llamadas potencias occidentales (Estados Unidos, Francia, Inglaterra, etc.) se han desentendido cada vez más de los límites que ellos mismos pusieron por escrito contra la violencia internacional.
Durante los últimos años se han incrementado estos discursos contra China y Rusia porque su desarrollo, que hasta hoy se ha verificado en los límites de los acuerdos internacionales de la Carta de las Naciones Unidas, está sobrepasando, de manera cada vez más inalcanzable, las capacidades productivas de esas potencias. Por ello es alarmante que los noticieros, opinólogos y autoridades occidentales ahora señalen cada vez más negativamente la “homofobia” de los rusos, el “autoritarismo” del Partido Comunista de China (PCC) y del “régimen” de Vladimir Putin; o que se hable de una “competencia desleal” por los capitales chinos, que simplemente operan bajo los principios aceptados de la libre competencia, con la admirable característica de (según ellos) no necesitar invadir otro país. Claramente, todo eso encierra una sola cosa: se está ofreciendo el diseño de un enemigo a la opinión de los pueblos. Se está preparando al público para una agresión, para un sometimiento del supuesto enemigo ruso-chino mediante la ruptura de acuerdos de paz en las Naciones Unidas.
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Escrito por Anaximandro Pérez
Doctor en Historia y Civilizaciones por la École de Hautes Étus en Sciences Sociales (EHESS) de París, Francia.