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El derecho de gentes, esto es, la ley que supuestamente impera entre las naciones de ayer y hoy, se ha formulado paulatinamente para establecer (o restaurar, tras una guerra) el equilibrio entre Estados soberanos, legítimamente constituidos y reconocidos en buena medida por sus pares. Nacido en Europa y formulado concretamente por lo menos desde el Siglo XVIII, es ese derecho el que se ha encargado de delinear la solución a las dinámicas de paz y guerra entre las naciones y el respeto de sus consideraciones ha establecido equilibrios internacionales durante periodos importantes de la historia.
El suizo Emer de Vattel (1714-1767), uno de los pilares más importantes de esta rama del derecho, suponía que la guerra, o cualquier género de violencia interestatal, solo podría ser justa si se hacía bajo ciertos límites: debía ser declarada formalmente por un soberano (un rey o una república independiente en ese entonces); tener como objetivo resarcir una ofensa cometida por un soberano sobre otro y jamás la realización de un interés privado; debía respetarse la vida de los civiles desarmados del territorio contrincante, entre otros asuntos. El respeto relativo a esto generó una cultura común de dinámicas bélicas en Europa, marcada por lo menos en dos situaciones durante el Siglo de las Luces: por un lado, la guerra quedaba sometida, en última instancia, a la voluntad de los monarcas, pues solo ellos podían declarar una guerra justa, y los alcances de la violencia quedaban limitados por los recursos materiales de cada reino y los pequeños ejércitos de los reyes; por otro lado, eran los propios soberanos quienes tenían la posibilidad legal de decir quién, cómo y por qué era enemigo de su Estado.
La importancia de Vattel, así como la de otros clásicos del derecho de gentes, reside en varios aspectos. Pero entre ellos destaca su trascendencia histórica, pues en ese género de bases se han fundamentado las reglas del juego internacional cada vez que el mundo sufre coyunturas militares de gran escala. Pero como las normas de la guerra no pueden ser perennes en un mundo cambiante, porque su utilidad se quiebra en momentos determinados del desarrollo de la sociedad, la experiencia de las sociedades requiere establecer el derecho de forma distinta a la salida de las conflagraciones.
Así ocurrió, por ejemplo, con la Revolución Francesa y el imperio de Napoleón. Éstos quebraron los esquemas del Siglo XVIII porque su guerra implicó un cambio radical del sujeto detentor de la soberanía (el pueblo francés se hizo el soberano), supuso la conscripción en masa de los ciudadanos, y se nutrió de la participación total de las sociedades en la guerra. Asimismo, la afanosa expansión imperial de Napoleón rompió varias monarquías e inutilizó las reglas formales de combate del Antiguo Régimen. No obstante, el orden regresó después de la batalla de Waterloo y el Congreso de Viena instituyó un nuevo equilibrio geopolítico entre los países vencedores de Francia.
Algo parecido ocurrió después de la escalada inédita de violencias entre 1914-1945. En este periodo –que incluye las dos Guerras Mundiales– el equilibrio de los imperios de Europa y Estados Unidos quedó amenazado por los intereses expansivos de alemanes, italianos, japoneses, etc., y por el nacimiento de “nuevos jugadores” después de 1917 (el comunismo hecho Estado en la Unión Soviética y en China), que por su fuerza económica, su poderío militar y su alcance continental debieron ser considerados. A la salida de esas guerras del siglo pasado, quedó establecida una nueva institución internacional: la Organización de las Naciones Unidas (ONU) dedicada al equilibrio en el mundo.
También está presente, en este mismo derecho, y ha cambiado con él, la definición de quién, cómo y por qué es el enemigo, así como cuáles son los límites de la violencia que debe ejercerse sobre él. Ciertamente, en las formalidades legales, la respuesta a esas cuestiones queda sujeta a los acuerdos bilaterales que delinean el derecho; pero en la práctica, la historia demuestra que la definición del enemigo y el asunto de hasta qué punto se le puede derrotar o eliminar físicamente queda sujeto a la voluntad propia de cada detentor del derecho internacional, principalmente a la de las naciones más poderosas del mundo.
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Escrito por Anaximandro Pérez
Doctor en Historia y Civilizaciones por la École de Hautes Étus en Sciences Sociales (EHESS) de París, Francia.