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Reportaje
Violencia laboral en Tehuacán, Puebla
De acuerdo con datos del mercado laboral, el salario promedio de un operador textil en México oscila entre los cinco mil 742 y los seis mil 316 pesos mensuales, es decir, cerca de mil 579 semanales o 33 pesos por hora.


Trabajadores de la maquiladora* que produce uniformes para grandes cadenas denuncian jornadas extenuantes, acoso laboral, pagos incompletos y despidos por intentar pasarse a otro sindicato. “Nos gritan, nos vigilan; y si pedimos permiso, nos descuentan las vacaciones”, es la denuncia de Berta sobre las condiciones laborales en el Grupo Diamante Internacional (GDI), una empresa en Tehuacán dedicada a la confección de uniformes industriales y corporativos para marcas como Oxxo, Walmart y Bodega Aurrerá.

En entrevistas con obreras y obreros –algunos aún en activo, otros despedidos– emergen denuncias de acoso laboral, pagos incompletos, metas inalcanzables, contratos irregulares y represión sindical. Estas prácticas vulneran la Ley Federal del Trabajo y las normas oficiales de seguridad e higiene emitidas por la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS).

Estas actitudes en el GDI no son un hecho aislado; es necesario observar el panorama general de la industria del vestido en Puebla y en México. Según el Censo Económico 2019 del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), el subsector de Fabricación de Prendas de Vestir contaba con más de 42 mil unidades económicas en el país, de las cuales cinco mil 512 se concentraban en Puebla. Sólo ese año, la producción bruta del sector alcanzó los 122 mil 990 millones de pesos (mdp), lo que confirma que la maquila no es una actividad marginal, sino uno de los pilares industriales nacionales y una fuente vital de empleo para las regiones del sur poblano.

Tehuacán y Ajalpan conforman el corazón de este corredor textil. Durante las décadas de 1990 y 2000, la región fue conocida como la “capital del pantalón de mezclilla”. Sin embargo, la globalización, la tercerización y la subcontratación progresiva con grandes corporativos deterioraron las condiciones laborales. Hoy, la mayoría de los talleres operan con contratos temporales, metas inalcanzables y sueldos que apenas rebasan el salario mínimo, aunque las marcas que visten a miles de trabajadores mexicanos obtienen ganancias millonarias.

De acuerdo con datos del mercado laboral, el salario promedio de un operador textil en México oscila entre los cinco mil 742 y los seis mil 316 pesos mensuales, es decir, cerca de mil 579 semanales o 33 pesos por hora. En la capital poblana y su zona conurbada, plataformas de empleo reportan sueldos de hasta 13 mil pesos mensuales; pero esa cifra rara vez refleja la realidad de los obreros en las maquiladoras locales, donde los descuentos ilegales y las horas extra no pagadas son prácticas comunes.

La STPS ha anunciado programas para combatir estas irregularidades. En 2025 propuso realizar 43 mil inspecciones federales del trabajo apoyadas en herramientas de inteligencia artificial para detectar los centros con mayor riesgo de abuso. No obstante, en estados como Puebla, donde las maquilas son el motor económico y a la vez terreno de explotación, la vigilancia estatal permanece limitada y los trabajadores todavía dependen de su propio silencio para conservar el empleo.

Un día entero de pie

El horario oficial del GDI dicta una jornada de ocho horas; pero realmente las cosas son más intensas: “nos piden hasta 170 piezas por hora y a veces 250. Pero las prendas que nos tocan o las áreas que nos tocan llegan a tener cuatro pasos: coser, deshebrar, revisar y emparejar. Es imposible”, relata Ernesto, un operador de 29 años.

Las obreras permanecen de pie durante toda la jornada, sin pausas reales: “Supuestamente está la Ley Silla y unas semanas nos pusieron sillas, pero después las quitaron”, denuncia Berta, refiriéndose a la reforma aprobada apenas en junio de 2025, que obliga a permitir descansos sentados o alternados. “A veces, una o dos veces por mes, traen a una enfermera a que nos dé cinco minutos de ejercicios para estirarnos. Y eso cuando se acuerdan”, ironiza otra trabajadora.

Mediante la NOM-001-STPS-2008 –norma oficial mexicana emitida por la STPS– obliga al patrón a garantizar instalaciones higiénicas y espacios para descanso y alimentación adecuados, es decir, en edificios, locales, instalaciones y áreas en los centros de trabajo, así como garantizar las condiciones de seguridad e higiene. En el GDI, según los testimonios, no se permite tener agua, mascar chicle o por lo menos un bote de basura: “Dijo la encargada que no eran necesarios. Pero si en casa tenemos, en el trabajo con más ganas”, agrega otra obrera.

Gritos, amenazas y castigos

Las trabajadoras coinciden en apuntar a la ingeniera Rosa Isela Vargas y a las supervisoras Liliana, Verónica y Luz, como las principales autoras del ambiente autoritario. “Nos dicen que no merecemos el trabajo y que nos pueden correr cuando quieran”, alerta María, obrera manual con tres décadas en el oficio.

El acoso se extiende a humillaciones por apariencia: “una compañera se fue porque la hostigaban por su forma de vestir. Le decían que su blusita estaba muy corta”. Dentro del taller, una decena de cámaras vigila cada movimiento. “Si preguntas algo o hablas con tu compañera, te gritan que dejes de platicar”.

Estas prácticas violan la NOM-035-STPS-2018, Factores de riesgo psicosocial en el trabajo, que obliga a prevenir riesgos psicosociales y violencia laboral. En el GDI, el miedo se ha convertido en herramienta de control: “Si dices algo, te acosan o te llaman a Recursos Humanos; pero ahí siempre le dan la razón a la ingeniera”.

Pagos incompletos y contratos fantasmas

Los abusos no se quedan en los gritos ni en el hostigamiento: escalan también al salario. Cada semana, las trabajadoras del GDI reciben pagos con faltantes inexplicables que van de 100 a 150 pesos, sin que nadie les dé razón alguna: “Cada semana me faltan entre 100 y 150 pesos y nadie explica por qué”, denuncia Berta con resignación y enojo. Las inconformidades se acumulan, pero nadie se atreve a presentar una queja formal: el miedo al despido pesa más que la pérdida económica.

El problema se agrava cuando las obreras aceptan hacer horas extra con la esperanza de aumentar su ingreso: “Cuando haces horas-extra, el descuento del ISR se dispara. Trabajas más y terminas ganando menos”, narra María, quien lleva tres décadas en el oficio. Lo que debería ser un estímulo, se convierte en castigo fiscal, en una distorsión de los derechos básicos de remuneración que, según ellas, la empresa aprovecha sin dar explicaciones.

A esta práctica se suma la opacidad contractual: los trabajadores no tienen copia de su contrato y, por ende, tampoco pruebas sobre el salario pactado. “En diciembre firmamos contrato por dos mil 300 pesos semanales, pero cobramos dos mil 50. Nunca nos dieron copia del contrato; y a quienes la pidieron, se les negó”, denuncia Ernesto, joven operador de máquina. En los Artículos 24°, 132° y 133° de la Ley Federal del Trabajo, se establece claramente que el patrón está obligado a entregar copia del contrato, respetar las condiciones firmadas y garantizar el pago íntegro y puntual del salario.

Vacaciones manipuladas, permisos negados

El descanso también es objeto de control: “Si pides una hora, te la descuentan de vacaciones. Si faltas un día, también”, explica Berta. “Ya avisaron que, en diciembre, no nos darán vacaciones, aunque nos tocan. Las manejan a su antojo”, lamenta Ernesto. Aunque la ley contempla el derecho irrenunciable a vacaciones, en el GDI prácticamente se utilizan para presionar al trabajador.

Las vacaciones en México están reguladas por los Artículos 76° a 81° de la Ley Federal del Trabajo: tras el primer año, el trabajador tiene derecho a por lo menos 12 días de descanso pagado, que aumentan cada año hasta 20 días al quinto año; a partir del sexto, el incremento es de dos días por cada cinco años. Además, deben disfrutarse dentro de los seis meses posteriores al aniversario laboral y con prima vacacional mínima de 25 por ciento.

En Tehuacán, diversas investigaciones académicas y reportes de Derechos Humanos han documentado prácticas sistemáticas de violación a los derechos laborales en el sector maquilador. Un estudio efectuado por Isabel Muñiz Montero, Benito Ramírez-Valverde y José Luis Carmona Silva (2016) reveló, a partir de más de un centenar de encuestas y 60 entrevistas a trabajadores de la confección, que el empleo en la región “se constituye en un contexto de violencia laboral y de violación de los derechos laborales”. La investigación destaca que, más allá de los bajos salarios, persisten mecanismos de coerción “que limitan la posibilidad de organización, descanso y estabilidad” para los obreros del vestido.

Ya desde hace más de una década se reportaban violaciones a los derechos humanos de los trabajadores; por ejemplo, en el informe La industria del vestido de Tehuacán en tiempos de crisis (Red de Solidaridad de la Maquila y Comisión de Derechos Humanos y Laborales del Valle de Tehuacán, 2010), denunció “la flexibilización extrema y la subcontratación como estrategias de abaratamiento laboral” y advirtió sobre despidos, retención de permisos y manipulación de tiempos de descanso como formas de control patronal. Estos hallazgos coinciden con los testimonios actuales de trabajadores del GDI que revelan que sus vacaciones y permisos se utilizan como medios de presión. 

Sindicato de papel y despidos por rebelarse

El sindicato vigente en la planta –Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM)– es señalado como aliado de la empresa. “Cada vez que hacíamos una queja, el delegado decía ‘lo voy a checar’. Nunca hacía nada”, denuncia Sofía, trabajadora despedida.

Cansados por la indiferencia, varios trabajadores intentaron organizar una nueva representación obrera. La respuesta resultó en despidos selectivos. “Nos fue despidiendo uno por uno. Dijeron corte de personal, pero sabían que queríamos cambiar el sindicato”, cuenta Rafael, exdelegado.

Las actas administrativas se usaban como arma: mascar chicle, usar celular, ir al baño “demasiado” eran acusaciones válidas para documentar sanciones.

“Tuve seis actas. Por algo me eligieron delegado: defendí hasta donde pude”, sentencia Rafael. La supervisora Liliana es conocida como símbolo del abuso: “Con el poder que siente, despide a quien quiere y manipula a los ingenieros”, afirma Sofía.

La Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM), que mantiene la titularidad del contrato colectivo en la planta, ha sido históricamente señalada por su cercanía con los intereses patronales. Fundada en 1918, la directiva construyó “una buena relación con los gobiernos de la Revolución”, según un estudio del Instituto Mora, lo que le permitió consolidarse como parte del aparato político del Estado opuesta a una fuerza autónoma de los trabajadores.

Ese vínculo marcó el origen del llamado sindicalismo corporativo, caracterizado por subordinar la acción obrera a los intereses empresariales y gubernamentales. A lo largo del Siglo XX, la CROM y otras centrales semejantes –como la Confederación de Trabajadores de México o la Confederación Revolucionaria de Obreros y Campesinos– garantizaron “la paz laboral” a cambio de beneficios y control político, mecanismo que en la práctica redujo el margen de acción de los trabajadores disidentes.

En el México contemporáneo, especialistas, como los de la Fundación Friedrich Ebert describen a la CROM como perteneciente al fenómeno de los sindicatos de protección, definidos como “organizaciones creadas a espaldas de los trabajadores, mediante acuerdos entre el patrón y un abogado u organización sindical para impedir la negociación colectiva real”. Tales estructuras, lejos de defender los derechos obreros, “aseguran la estabilidad patronal y neutralizan la organización independiente”. Bajo esa lógica, los testimonios recogidos en el GDI se inscriben como una tendencia nacional: la de sindicatos que existen únicamente en el papel, y cuya función principal consiste en mantener intacta la autoridad de la empresa.

Después del despido

Entre los despedidos, algunos consiguieron rehacerse: “me compré una máquina y maquilo desde casa”, cuenta Rafael. Otros hallaron empleo en empresas con condiciones más humanas: “allá te respetan el salario, no te gritan”. Pero muchos prefieren callar: “Los mayores no se quejan, porque ya no los contratan. Tienen miedo”.

Pese al temor, su mensaje es claro: “que la gente no tenga miedo y levante la voz. No pedimos la cabeza de nadie, sólo respeto y un sindicato que sí defienda a los obreros”.

Las historias del GDI concentran el rostro más duro de la maquila poblana: semanas de trabajo sin pausas, salarios recortados, represión sindical y ausencia de cumplimiento normativo. México tiene leyes que garantizan trabajo digno; pero en los talleres de Tehuacán, las normas se traducen escasamente en la realidad.

“Nos aguantamos porque necesitamos el trabajo y el seguro”, reconoce Berta. “Si hubiera calidad humana, todos ganaríamos”. Mientras las cadenas lucen uniformes con imagen corporativa, las manos que los confeccionan trabajan sin derechos y con temor. 


Escrito por Silvana Mortera

@MorteraOfic


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