El Centro de Investigación Económica y Presupuestaria advierte que la concentración de recursos dejará en desventaja áreas como agua, vivienda y salud.
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El 10 de diciembre del 2019 se firmó el protocolo modificatorio del T-MEC por los representantes de los tres países involucrados, México, Estados Unidos (EE. UU.) y Canadá. Esta nueva firma es parte de la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que ya lleva más de dos años y sigue pendiente, dado que falta su aprobación en los congresos de los tres países. No dejan de ser llamativos los aplausos y declaraciones de agrado por prácticamente todas las partes; no puede ser que no sean conscientes de los costos que conllevan las exigencias de EE. UU.; en todo caso, demuestran la urgencia por que el nuevo acuerdo entre en vigor.
El libre comercio se preconiza en la teoría económica al uso con el argumento de que permite un uso más eficiente de los recursos. Sin fronteras ni barreras formales al comercio entre países, dejando al libre ejercicio de las fuerzas del mercado la asignación de los recursos, éstos se destinan a la actividad económica que mayores beneficios económicos reporte a su propietario. De este modo, el producto creado acabará siendo muy superior al que se obtendría sin esa “libertad”. Automáticamente, se extrapola, a partir de ahí, que todas las partes de la sociedad tendrán más bienestar, ya sea por vía de una mejor retribución al recurso de su propiedad (ya sea capital o trabajo) o mediante preciso menores de los artículos en el mercado.
En la práctica, el libre comercio no ha hecho a todos ganadores. En una relación comercial entre países con niveles tan dispares de desarrollo económico como México y EE. UU., la libertad comercial no hace sino beneficiar al que, de por sí, ya tenía un desarrollo económico mayor, al permitirle competir con ventaja, con los productores más atrasados y acceder a nuevos mercados donde vender su mercancía.
A México, el libre comercio con EE. UU. lo ha condenado a la dependencia y al atraso económico: nuestro principal socio comercial es EE. UU., al que se le vende 70 por ciento de las exportaciones mexicanas y se le compra 50 por ciento de todas las importaciones mexicanas. La industria manufacturera de México es prácticamente un órgano más del sistema productivo de EE. UU.: por cada dólar que exporta, solo 19 centavos se producen en México, los 81 centavos restantes fueron antes importados, principalmente de los EE. UU. Este estado de cosas condiciona y se alimenta de las diferencias salariales que ya existen: en la industria automotriz, por ejemplo, el salario de un obrero estadounidense es cinco veces el de un obrero mexicano de la misma industria (8.2 dólares por hora, en promedio). El libre comercio ha sido determinante para que la industria mexicana no se haya desarrollado; ha impedido que se ensanche el mercado interno, porque los capitales nacionales e internacionales que se instalan en México se hallan vinculados a la industria de exportación y la actividad que realizan deja una derrama económica muy pobre.
El T-MEC es aún más abusivo que el viejo TLCAN. De última hora, México aceptó nuevos términos a las reglas de origen que lo ponen en desventaja competitiva, porque lo obligan a comprar insumos más caros a EE. UU. (como el acero y el aluminio de los automóviles, uno de los principales productos de exportación). Aceptó también que sean organismos internacionales los que diriman las disputas que aparecieran aun en lo concerniente al territorio mexicano.
En Palacio Nacional están de fiesta porque asumen que el T-MEC promoverá la inversión, la creación de empleos y el crecimiento económico, tan necesarios y urgentes para nuestra economía. Sin embargo, ya podemos prever que los trabajadores mexicanos no tenemos nada que celebrar y bien haríamos en empezar a preocuparnos, porque no se ve ninguna otra estrategia para el desarrollo industrial de nuestro país.
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Escrito por Vania Sánchez
Licenciada en Economía por la UNAM, maestra en Economía por El Colegio de México y doctora en Economía Aplicada por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).