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Cuando se trata de preservar el poder, el Estado capitalista tiene la asombrosa capacidad camaleónica de separar la forma del fondo y de resolver la contradicción consecuente por medio de fórmulas o consignas “universales”. En este contexto, el discurso supuestamente “renovador” o “regenerador”, con la esperanza, desempeña una función de primer orden. A partir de esta clase de subterfugios, un político viejo y desprestigiado por sus frecuentes cambios de partido adquiere la imagen de un político nuevo, inmaculado y, en efecto, “regenerado”.
Esta clase de malabares ideológicos “jugaron” a favor del partido en el poder con la elecciones de 2018. En ese momento, la esperanza cumplió un papel absolutorio y conciliador pero, además, se presentó como la condición única, necesaria y suficiente para lograr un cambio político. Todo, absolutamente todo, consistió en depositar la confianza en el partido “nuevo” como si sus hombres fueran realmente políticos distintos y dignos de recibir la confianza irrestricta del electorado nacional.
Nadie objeta que la esperanza y el optimismo hayan sido una de las condiciones indispensables –no necesariamente las primeras– para la ejecución de las grandes transformaciones de la historia. Todos los proyectos transformadores parten del supuesto de que los deseos, personales y colectivos, pueden hacerse realidad. Si no existiera esta expectativa, nadie estaría dispuesto a participar en una empresa de esta clase. Con todo y eso, la esperanza, por sí misma, no produce ningún cambio y muchas veces se convierte en una ideología que, en lugar de motivar el cambio verdadero y profundo, apacigua los ánimos con el pretexto de que ese rasgo es “el último que debe morir”; de que no hay que perder la fe y de que, a final de cuentas, si el cambio nunca llega, se debe, seguramente, a que dejamos de tener confianza en un futuro promisorio, que estaba a punto de hacerse patente cuando dejamos de creer en él. En estos momentos, la esperanza deja de ser un impulso dinámico y se convierte en un discurso hueco, en un narcótico que aletarga la conciencia y la voluntad de cambiar las cosas.
Alguien puede decir que la voluntad humana no tiene límites, que es omnipotente, que basta y sobra con desear y esperar un cambio; incluso se puede declarar que el cambio está en uno mismo; pero los hechos demuestran que, en efecto, “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente”.
En las pasadas elecciones, los votantes tenían una tarea única: votar por la esperanza y el resto del cambio quedaría en manos de los candidatos impolutos del partido regenerador, quienes harían efectiva la fe depositada en ellos. Sin embargo, ahora que el cielo comenzó a despejarse y se ha convertido en un hecho que la “regeneración”, la “transformación”, no cumple con sus proyectos de campaña más importantes (por ejemplo, acabar con la corrupción), la idea de la esperanza vuelve a proteger a los triunfadores y a obnubilar la mente de las personas que votaron por esa propuesta.
A dos años de gobierno de la “Cuarta Transformación”, no está de más recordar que la esperanza es una condición necesaria, pero no suficiente para lograr una transformación social verdadera, y que también hace falta una fuerza social poderosa, invencible, organizada y educada políticamente; es decir, una organización de masas capaz de hacer realidad, de materializar u objetivar los programas políticos que efectivamente buscan un futuro positivo de esperanza y transformación.
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Escrito por Victoria Herrera
Maestra en Historia por la UNAM y la Universidad Autónoma de Barcelona, en España.