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Cuando se trata de preservar el poder, el Estado capitalista posee la asombrosa capacidad camaleónica de separar la forma del fondo y de resolver la contradicción consecuente por medio de fórmulas o consignas “universales”. De este modo es como los discursos supuestamente “renovadores” o “regeneradores”, y con ellos el de la “esperanza”, desempeñan una función de primer orden. A partir de esta clase de subterfugios, un político viejo y desprestigiado, por el simple hecho de pasar de un partido con las mismas características a uno renovado, o que dice perseguir propósitos regeneradores, pierde sus atributos negativos y adquiere la imagen de un político nuevo e inmaculado, como si a partir de entonces fuera un político diferente.
Esta clase de malabares ideológicos se desarrollaron para bien del partido triunfador en las pasadas elecciones. En ese momento, la esperanza cumplió un papel absolutorio y conciliador, pero además se presentó como la condición única, necesaria y suficiente para lograr un cambio político. Todo, absolutamente todo, cobró confianza en los hombres del partido “nuevo”, como si en los hechos fueran políticos realmente distintos, dignos de recibir la confianza irrestricta del electorado nacional.
Nadie objeta el hecho de que la esperanza y el optimismo hayan sido –no necesariamente las primeras– condiciones de posibilidad de las grandes transformaciones de la historia. Todos los proyectos transformadores parten del supuesto de que los deseos, personales y colectivos pueden hacerse realidad. Si no existiera esa expectativa nadie estaría dispuesto a participar en una empresa de esta clase. Con todo y eso la esperanza no produce por sí misma ningún cambio y muchas veces se convierte en una ideología que en lugar de motivar el avance verdadero y profundo apacigua los ánimos con el pretexto de que ese rasgo es “el último que debe morir”, de que no hay que perder la fe y de que, a fin de cuentas, si el cambio nunca llega, seguramente se debe a que dejamos de tener confianza en un futuro promisorio que estaba a punto de hacerse patente cuando dejamos de creer en él. En esos momentos, la esperanza deja de ser un impulso dinámico y se convierte en un discurso hueco, en un narcótico que aletarga la conciencia y la voluntad de cambiar las cosas.
Alguien puede decir que la voluntad humana no tiene límites, que es omnipotente, que basta y sobra con desear y esperar un cambio; incluso puede declarar que el cambio está en uno mismo, pero los hechos demuestran que, en efecto, “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente”.
En las pasadas elecciones, los votantes tenían una tarea única: elegir la esperanza y el resto del cambio quedaría en manos de los candidatos impolutos (¡ja!) del partido regenerador, quienes harían efectiva la fe depositada en ellos. Sin embargo, ahora que el cielo comenzó a despejarse y que empieza a sobrevolar (o incluso a ser un hecho) la probabilidad de que los nuevos gobernantes no cumplan algunas de sus promesas de campaña más importantes (por ejemplo, acabar con la corrupción), la ideología de la esperanza vuelve a proteger a los triunfadores y a obnubilar la mente de las personas que votaron por ellos.
A un año de gobierno de la “Cuarta Transformación” no está de más recordar que la esperanza es una condición necesaria, pero no suficiente, para lograr una transformación social verdadera, y que también hace falta una fuerza social poderosa, invencible, organizada y educada políticamente; en una palabra, una organización de masas capaz de hacer realidad, materializar y objetivar los programas políticos y sociales que promueven un futuro positivo de esperanza y de transformación.
Los Papeles de Pandora son una filtración de unos 11.9 millones de documentos, que evidencian la forma para no pagar impuestos.
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Escrito por Victoria Herrera
Maestra en Historia por la UNAM y la Universidad Autónoma de Barcelona, en España.