Casi el 40% de la población gana el salario mínimo de ocho mil 500 pesos mensuales.
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En lo que va de este siglo, los datos globales indican que el mundo se encuentra en recesión económica; los organismos financieros internacionales, entre ellos el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, recomiendan a los gobiernos de los países que diseñen estrategias efectivas para frenar el aumento de la pobreza y la desigualdad, ya que estos lastres serán síntomas alarmantes de la decadencia y destrucción del sistema capitalista. Estos llamados resultan huecos porque dichos organismos únicamente “recomiendan”, sin explicar cómo remediar un problema del que son causantes y cómplices. Es decir, se asumen como ajenos, llenos de pureza y bondad y no como los carroñeros que intuyen y olfatean que, si muere el sistema económico actual, cavan su propia tumba.
La recesión se ha recrudecido a grado tal que ahora vivimos una depresión económica global sin precedentes. La pandemia de Covid-19 y la inflación han sido la cereza del pastel sobre un fenómeno que, en las últimas décadas, se ha agravado y llevado al capital al límite de su crecimiento. Las bolsas de valores del mundo temblaron cuando por tercera ocasión la Reserva Federal de Estados Unidos aumentó en 0.75 puntos su tasa de interés y se alertó que, a finales del año, podría volver a crecer en un intento desesperado por contener la inflación creciente. Sin embargo, los analistas ya anunciaron que la medida no es efectiva –como se ha constatado en lo va del año– y que el desempleo y los precios aumentan diariamente mientras disminuyen las inversiones. Los teóricos burgueses se queman los sesos tratando de encontrar el milagro que revitalice al sistema capitalista; pero han fracasado y no se atreven a admitir que la única salida ante la crisis es distribuir la riqueza de otro modo.
En este contexto, ¿quiénes pagan la recesión? La respuesta requiere una explicación más amplia, pero se puede afirmar que la pagan las masas trabajadoras. Para las grandes firmas, la recesión es una oportunidad para eliminar a sus competidores del mercado y garantizar la supervivencia de los negocios más aptos. Si las empresas medianas se estancan y desaparecen las micro y pequeñas, los grandes corporativos tienen el mercado libre y colocan sus productos donde “se abren los boquetes”, sea en su propio país o en otros. Además, implementan estrategias publicitarias para vender sus productos como la venta a crédito (similar a las tiendas de raya), exigen más cantidad de trabajo a sus empleados, pagan salarios cada vez más raquíticos y aumentan los precios para que sus ganancias no disminuyan.
Todo esto lo efectúan con mil argucias y sacando el máximo provecho del trabajador, entre las más despreciables está el discurso de “ponerse la camiseta” y eficientar las ganancias. Mediante esta treta, las corporaciones adquieren mano de obra barata, que renuncia a sus derechos laborales históricos y soporta todo tipo de maltratos. Con la recesión, estas mañas se potencian y se coloca a los empleados al borde de la muerte, pues sus ingresos no cubren sus necesidades básicas, entre ellas la de alimentación; la desnutrición los convierte en víctimas de las enfermedades generadas por la pobreza y el exceso de trabajo, como es el estrés y otros padecimientos mentales como afirma la Organización Internacional del Trabajo. En pocas palabras: el trabajador y su familia pagan la recesión con sangre, sudor y lágrimas.
El nuevo holocausto comienza cuando la riqueza se concentra en unas cuantas firmas que dominan el mercado mundial y la miseria de las masas llega a niveles que imposibilitan el crecimiento del capitalismo. Parece que hemos llegado a esos funestos días.
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Escrito por Capitán Nemo
COLUMNISTA