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Poder total del Comando Sur de EE. UU. en Panamá
Panamá es para el Comando Sur de Estados Unidos (EE. UU.) sólo una extensión de su territorio; desde él, mediante el uso de su vía interoceánica, espía, socava, agrede e impone pactos militares a otras naciones de América Latina.
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Ya en el Siglo XIX, Panamá estaba en el centro de la atención imperial estadounidense; y fue a raíz de la construcción del canal interoceánico (1904-1914) cuando a la praxis marítimo-comercial le sumó la militar imperialista.

Esta visión práctica subsiste y ésa fue la razón por la que retrasó la transferencia del enclave a las autoridades panameñas hasta 1999, a pesar de lo pactado en los acuerdos Torrijos-Carter de 1977.

Pero EE. UU. nunca se ha retirado de ahí. Con el auge del progresismo en América Latina a principios de este siglo, amplió sus fuerzas bélicas y, en 2008, reactivó la Cuarta Flota del Comando Sur, pocos días después de que Venezuela y Rusia efectuaran ejercicios militares en el Caribe.

Para defender sus intereses geopolíticos en América Central y América del Sur, EE. UU. mantiene su presencia en Panamá; y con la entrega que el gobierno de José Raúl Mulino le hizo del Istmo, se regresó a la época de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).

Con Panamá en manos del Comando Sur –uno de sus 11 comandos distribuidos en el mundo– y 76 bases militares en el continente, Washington coordinará mejor sus labores de espionaje, intromisión y “seguridad” sobre la región.

Por ello, ha posicionado al Comando Sur como un actor fundamental en esa parte de Latinoamérica y lo facultó para tomar “contramedidas marítimas, aéreas y desplegar una vigilancia intensiva sobre el Istmo”.

Esto significa que el Comando Sur tendrá a su cargo las bases militares y las dotará de los recursos que garanticen la operación óptima de sus tropas, fuerzas de acción rápida y sistemas bélicos.

Es decir, el comando se involucrará en los Conflictos de Baja Intensidad (CBI), en acciones cívico-militares y guerras psicológicas, así como en los económico-políticos asignados por el Departamento de Defensa (Pentágono).

Este poderío militar se asienta en un país de muy difícil entorno sociopolítico, que en la pasada elección presidencial giró hacia la derecha más sumisa ante el imperialismo yanqui; y que sin ser el clásico “país bananero”, está marcado por la pobreza y desigualdad.

Si se examina a este Estado, se le ve como un centro comercial relevante debido a que dispone de la vía marítima más importante de América y recibe cuantiosos ingresos por la operación del Canal.

Pero, además, Panamá tiene una intensa actividad financiera regional, razón por la que se le asocia con los llamados “paraísos fiscales” o de “lavado” de activos sucios o de procedencia desconocida.

Pero de estas actividades, sólo se benefician las élites, en tanto que las mayorías sufren pobreza aguda. Ya no es la miseria que cientos de familias padecían en 1989, cuando EE. UU. bombardeó el precario barrio de El Chorrillo.

Sin embargo, en 2023 equivalían al 12.9 por ciento de la población total (poco más de cuatro millones); según el Coeficiente Gini, Panamá es el país con mayor desigualdad en América Latina, esto implica que 409 mil panameños –la mayoría mujeres, afrodescendientes e indígenas– no acceden a bienes y servicios básicos ni viviendas.

Pero al imperialismo estadounidense esto no le importa porque sigue viendo a América Latina como un espacio vital para sus intereses y los de sus aliados, y en el que además se están arriesgando su hegemonía y el futuro del orden mundial emanado de la posguerra fría.

No hay que olvidar que EE. UU. es la única superpotencia mundial con capacidad de agresión sin límites, como explica acertadamente Julio Yao.

Tampoco debe soslayarse que, aunque la relación entre Panamá y el Comando Sur surge frente a una escalada belicista global, Washington no siempre recurre al poder duro y también apela a burdas expresiones como el “poder blando”. 

El pasado 18 de agosto llegó a Colón, Panamá, el buque USNS Burlington para emprender la operación Promesa Continua 2024 con médicos y veterinarios para capacitación en apoyo humanitario a Jamaica, Costa Rica, Honduras y Colombia.

 

Poder hostil

Para el hegemón, Panamá es un laboratorio de experimentación político-militar, plataforma de observación y punto de control e inteligencia regional, como lo confirma la historia. Su presencia sistémica comenzó el dos de noviembre de 1903, cuando llegaron los marines del USS Nashville, un día después de que el Istmo se independizó de Colombia. 

Desde entonces, EE. UU. concibió al Comando Sur como el pivote de su visión globalista y belicista para operar desde Centroamérica hasta el Caribe y Sudamérica. Su misión estatutaria consistió en salvaguardar la seguridad del Canal; aunque ha sido eslabón estratégico de las fuerzas especiales en algunas intervenciones, como la organizada para invadir Nicaragua en 1984, refiere el periodista Allan Nairn.

La más nítida definición de ese cuerpo fue aportada en 1986 por el sociólogo panameño Raúl: “es un Pentágono en miniatura, inmensa fortaleza con variadas combinaciones, enclave vigía pretoriano, gigantesca universidad de entrenamiento contrainsurgente para fuerzas propias y ajenas, un poder hostil que ha cambiado de forma, pero no de esencia”.

Según el Departamento de Defensa, el Comando Sur está integrado con mil 200 efectivos militares y civiles del ejército, la fuerza aérea, la marina, la guardia costera y las agencias federales. Su sede se halla en Doral, Miami, desde donde el USSouthCom proyecta su poder e influencia sobre 31 estados.

Los distintos jefes del Comando Sur siguen el guion de los artífices de las guerras de “cuarta” y “quinta generación”: poner en circulación dogmas políticos y acusaciones infundadas y hostiles hacia gobernantes antihegemónicos de la región a través de los medios de comunicación masiva.

En marzo de 2021, el entonces jefe del Comando, almirante Craig Faller, aseveró, ante el Senado de su país, que Cuba, Venezuela y Nicaragua “perpetúan la corrupción, desafían la libertad y la democracia, lo que constituye una amenaza directa para el territorio estadounidense”.

Faller no ahorró ninguna energía para servir a las causas más siniestras de la Casa Blanca. Con apenas seis meses en el cargo, el nueve de mayo de 2019 envió un tuit al opositor venezolano y “presidente encargado” Juan Guaidó, en el que le ofreció hablar con los altos mandos militares venezolanos “para ayudar a restaurar el orden constitucional” en Venezuela.

En octubre de 2021, el presidente gringo Joseph Biden designó a la generala Laura Richardson como jefa del Comando Sur de EE. UU. y le aclaró que su misión consistía en mantener la hegemonía estadounidense sobre la región y la posesión de sus ricos recursos.

Richardson ha intensificado las hostilidades contra los Estados antihegemónicos. Plantea la democracia y, sin pruebas, acusa a gobiernos para intentar desestabilizarlos. El pasado 21 de marzo acusó a los gobiernos de Venezuela, Cuba y Nicaragua de auspiciar “actividades malignas” y desestabilizar la democracia en la región.

La comandanta también sabe usar la mano suave: en 2022 firmó un acuerdo bilateral con Honduras, visitó Argentina, Surinam y Chile; en mayo dialogó con la oficialidad militar brasileña y con mandos colombianos. En agosto conversó con el entonces presidente electo, Gustavo Petro, en el marco de ejercicios conjuntos entre sus respectivos ejércitos con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), informa Roger D. Harris.

Esto evidencia que hasta ahora no existe ninguna potencia con mayor interacción regional con gobiernos y sus fuerzas Armadas que la Casa Blanca a través de sus arietes: los departamentos de Estado y Defensa (Pentágono).

 

Simbiosis peligrosa

Lejos de la atención pública, la generala escenifica el verdadero objetivo de EE. UU. en Panamá. El pasado 10 de septiembre, un avión militar estadounidense llegó al aeropuerto de Panamá-Pacífico y Laura Richardson descendió para visitar los avances del nuevo Centro de Inteligencia Panamá-EE. UU. en El Darién. 

En esta región se ejecuta una gigantesca operación secreta de vigilancia aérea, marítima y terrestre que garantiza el acopio y control de toda la información de inteligencia a EE. UU., que recopilan radares, antenas, sensores, cámaras día-noche de largo alcance, zoom continuo infrarrojo, térmico y otros equipos de vigilancia tecnológica instalados en buques y pasos terrestres.

No sólo se vigila el paso de inmigrantes indocumentados, sino también se escruta todo cuanto pasa –mercancías y personas– por el Canal de Panamá, El Darién y zonas aledañas. Ese centro es independiente del Multimodal que opera ahí hace tiempo.

La presencia de la generala Richardson confirma que se ha intensificado la cooperación política, militar y policial con Panamá. A ello se agrega que, en plena crisis poselectoral venezolana, el presidente panameño Mulino pidió apoyo a Richardson para convocar a 17 países y abordar la crisis en Venezuela.

En esa ocasión, la generala y el ministro de Seguridad panameño, Frank Alexis Ábrego, firmaron el Acuerdo Cooperativo de Integración de Información Situacional, que renovó el pacto bilateral de 2014, mediante el cual ambos países se coordinan en materia aérea, marítima y terrestre.

Sin escrutinio de su poder legislativo, el presidente panameño aceptó que su país se erija como base de operaciones en América Central, en espera de que el Comando Sur instale un puesto de mando en Chile. Entretanto, desde Panamá, EE. UU. refuerza su base aérea en la zona del Canal con su flotilla de F-16 Fighting Falcon del Comando Sur, que patrulla el espacio sudamericano y amaga al pueblo venezolano.

Desde Panamá, la base Tyndal –a 19 kilómetros de la capital– realiza labores de hipervigilancia; otra instalación supervisa el tránsito de submarinos de la Armada estadounidense; en otra más se entrena a sus fuerzas especiales en habilidades similares a las que destruyeron el gasoducto Nord Stream II.

El binomio EE. UU.-Panamá se refinó con el Proyecto Terminus, un pacto de integración e información entre la Organización Internacional de Policía Criminal (Interpol) y la Oficina Central Nacional (OCN) panameña, creada con la Unidad de Información y Análisis Fronterizos (BIATU).

Para los analistas es un centro de espionaje al servicio del Pentágono; y por ello es financiado por el Departamento de Estado, mientras el Departamento de Justicia estadounidense explica que la vigilancia y seguridad panameñas “han mejorado significativamente”.

La expresión suprema de esta asociación bélico-policiaca está en El Darién, en la frontera entre Colombia y Panamá, que pasó de ser jungla impenetrable a una de las rutas de migrantes más transitadas hacia EE. UU. Por eso, desde 2019, el Comando Sur desplegó sobre esa zona helicópteros y equipos de vigilancia.

Tal estrategia de control de la política de seguridad y migratoria en Panamá permite a EE. UU. un dominio mayor sobre esa frontera fundamental de América Latina. Una de sus tácticas para disuadir el tránsito de migrantes con el argumento –repetido por analistas, medios y centros de análisis– de que entre los inmigrantes hay terroristas.

Su mejor aliado es José Raúl Mulino quien, al asumir la presidencia panameña, firmó con EE. UU. el acuerdo que frena la migración; y a cambio de seis millones de dólares (mdd) “de ayuda”, anunció el cierre de El Darién en mayo, aduciendo que los inmigrantes, a quienes llamó “extranjeros de interés especial”, son una amenaza para Panamá.

Apuntaló el recelo con el informe de que, al primer trimestre de 2024, los migrantes sumaban 170 mil; que la mayoría eran venezolanos, ecuatorianos, chinos, haitianos y colombianos; y que “tenían vínculos sospechosos con grupos terroristas”, por lo que Panamá los detuvo y los repatrió, explica Alex Puigrefagut.

Una manipulación similar propició que, en 2018, Panamá aceptara que EE. UU. estableciera la Fuerza de Tarea Conjunta de Migración (JMFT) para intercambiar información y establecer puntos fronterizos estratégicos para combatir así al crimen organizado en la frontera.

El Comando Sur como actor central en la política migratoria y de seguridad de Panamá difunde expresiones xenófobas como la de una “posible penetración de inmigrantes ilegales”. Ésta es la forma en que EE. UU. ha proyectado sus intereses estratégicos en la política de seguridad de Panamá. En este proceso de desarticulación de la identidad panameña, la burguesía local ha sido aliada del imperialismo, en tanto que los sectores populares rechazan esa injerencia. 

 

 

Miedo y agresión a dos colosos

A EE. UU. le urge fortalecer su presencia en América Latina para evitar que China, Rusia e Irán aumenten la suya en esta región. De ahí que cada año, cuando comparece ante el Congreso estadounidense, el jefe en turno del Comando Sur eleve el grado de alerta sobre cualquier vestigio de retroceso en éste, revela Diego Diamanti. A Richardson, la generala de cuatro estrellas, le quita el sueño que esas potencias avancen sobre “su espacio”. El 12 de marzo pasado, entre sus delirios ante el Congreso, reconoció que la democracia y sus valores están bajo ataque mundial y acusó a China y Rusia de ser la “competencia estratégica” contra EE. UU. porque operan sin respetar el derecho internacional, promueven la corrupción, hacen campañas de desinformación, cometen delitos cibernéticos, violentan los derechos humanos, “socavan los procesos políticos en las frágiles democracias de América Latina y refuerzan a los regímenes autoritarios

de Cuba, Nicaragua y Venezuela”. Después de esta retahíla de disparates, la líder del Comando Sur

pasó a lo sustantivo: China es hoy el principal socio comercial de Sudamérica y el segundo en toda la región después de EE. UU. Agregó que cada vez invierte más en la zona, donde entre 21 y 31 países se han sumado a la Iniciativa de La Franja y la Ruta. Ante el Foro de Seguridad de Aspen, después de repetidas acusaciones

contra Beijing y Moscú, Richardson fue más clara: “creo firmemente que, para enfrentar a China, se necesita un Plan Marshall, como en 1948 para Europa, pero en esta región y en 2024. Creo que la seguridad económica y la seguridad nacional van de la mano en este hemisferio”.

 


Escrito por Nydia Egremy

Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.


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