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Nuestros hermanos que emigran a Estados Unidos (EE. UU.) lo hacen, en su mayoría, porque aquí no encuentran las condiciones para trabajar y brindar una vida digna a sus familias. México falla en esta obligación fundamental, dejando que cada uno busque una alternativa. Por eso, muchos escogen el difícil camino del exilio voluntario y arrostran todos los peligros que conlleva. La realidad es que, como escribió Vladimir Ilich Ivanov, Lenin, el gran constructor de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), votan con los pies contra una patria que no les da cobijo. Quedarse aquí es carecer de todo.
Nuestros gobiernos, como siempre, lejos de reconocer la responsabilidad que les compete en esta tragedia, que siempre deja familias desgarradas, han hecho de ese sufragio un mérito de los emigrados. En lugar de avergonzarse, como lo haría cualquiera que piense un poco y ponga manos a la obra para que nadie más abandone la patria, les da por elogiar su sacrificio, su esfuerzo de trabajo y el envío de divisas a sus familias. Claro que son merecedores de reconocimiento, aparte de los riesgos que corren al ingresar a un país extraño donde se ven obligados a vivir cuasi prisioneros en domicilios y trabajos, y niega a la inmensa mayoría su regularización migratoria.
Estamos de acuerdo en los aplausos, pero mucho mejor sería que se quedaran a engrandecer la tierra que los vio nacer. Los gobernantes ven solo lo positivo para ellos, pero no que los emigrados dejen de ser los brazos que reclaman fuentes de empleo y que pueden aportar más recursos a la economía nacional. Fijan su atención en la parte que les conviene, la cantidad siempre creciente de las remesas que recibe el país, las cuales ayudan a las familias a solventar sus gastos básicos, los estudios de sus hijos, a construir viviendas y a dinamizar con ello el mercado interno de nuestra alicaída economía.
Nunca se pone de relieve, asimismo, la contribución multiplicada del trabajo de esos mexicanos a la economía estadounidense. Algunos investigadores serios afirman que, por cada dólar enviado a México, allá se quedan 20 dólares. Lo cual es fácil de entender porque, dado el atraso tecnológico de nuestros productores en todas las ramas industriales, el trabajador, que aquí gana poco más del salario mínimo laborando casi con las manos, ya con el uso de tecnología moderna altamente productiva obtiene como mínimo 10 o 12 dólares por hora y en un día recibe dos mil pesos o más de salario. Así le pagan, porque la parte que se embolsan es muchísimo mayor.
La poderosa economía estadounidense recibe, del trabajo de los emigrados mexicanos, importantes inyecciones de vigor por varias razones, entre las que destacan su laboriosidad y creatividad, que brinda mejores resultados a menor costo, y su condición de residentes ilegales permite, tanto a sus empleadores como a la misma administración pública, ingentes ahorros de miles de dólares en pago de salarios y servicios públicos. Es enorme la cantidad de riqueza que los connacionales prácticamente regalan a los imperialistas de EE. UU.
A lo anterior debemos sumar las colosales riquezas naturales que existen en los más de dos millones de kilómetros cuadrados de patria que la ambición yanqui nos arrancó en 1848. Las mundialmente conocidas minas de oro de California y las preciadas riquezas del subsuelo texano con grandes yacimientos de petróleo y gas natural son una muestra de lo que nos robaron. Todo empezó en 1845, cuando el Congreso de EE. UU. anexó el estado de Texas en un descarado acto de expansionismo y dio el primer paso hacia el arrebato de más de medio territorio a México para favorecer los intereses de los terratenientes algodoneros que mantenían esclavos en su territorio. En junio de 1846, el gobierno yanqui emprendió la guerra que desembocó en el tratado de Guadalupe-Hidalgo en 1848 y en el despojo de California, Arizona, Nevada, Utah, Nuevo México y Colorado. Ni más ni menos que el estreno de los abusos estadounidenses contra las naciones débiles del mundo.
El resultado de la contribución territorial de México y el trabajo de nuestros emigrados no solo multiplican la astronómica riqueza, la prepotencia y la enorme capacidad de abuso del imperio, sino que, además, refuerzan el dominio que tiene sobre nuestra patria y nos obliga a lamer siempre las correas que nos uncen.
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Escrito por Rodolfo de la Cruz Meléndez
Colaborador