A pesar de la anulación, el expresidente estadounidense aseguró que las tarifas “siguen en pie”.
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La decadencia de la sociedad capitalista en Estados Unidos (EE. UU.) revela fracturas profundas. El individualismo exacerbado que promueve ha dejado lacerantes consecuencias: desde masacres en universidades hasta racismos estructurales, como en la policía. Paradoja del capitalismo: seres hiperconectados digitalmente, pero aislados en sus traumas personales. Una sociedad consumista que reduce todo, incluso las relaciones humanas, a transacciones. Los individuos persiguen con frenesí la realización mediante la posesión de mercancías, sólo para chocar contra una frustración perpetua e insalvable. Acaso por eso abrazan el hedonismo radical, aun a costa de hundirse en los idilios psicotrópicos de la drogadicción. En fin, posturas lógicas en una civilización que idolatra lo utilitario y lo inmediato.
Su síntoma más ostensible es la personalidad de los integrantes de su clase política. Donald Trump, supremacista y ególatra, de cultura rudimentaria pero calculador y demagogo, representa a esos empresarios que naufragan en un globalismo que se les escapó de las manos. Como advirtió Marx: hechiceros incapaces de controlar las fuerzas oscuras que invocaron. La mundialización comercial que impulsó EE. UU. le concedió, ciertamente, un dominio planetario y una efímera hegemonía unipolar. Confiaban en que el modelo perpetuaría la división internacional del trabajo: naciones subordinadas como talleres de maquila, mientras ellos, los amos del capital, se atrincheraban tras tratados comerciales leoninos y el monopolio de la innovación científica y tecnológica. Un capital que creció desbocado por el mundo, buscando abaratar mercancías para inflar ganancias, desparramando inversiones que abandonaron su territorio. Fábricas que cerraban en EE. UU. para renacer en países donde la clase obrera servía de carne de cañón al capital extranjero, debilitada por salarios miserables y Estados cómplices que relajaban regulaciones.
Pero el juego cambió cuando China les venció en su propio terreno: perfeccionó la producción con avances tecnológicos, su Estado socialista domó el mercado global, exigió lo necesario y dio saltos que dejaron atrás a Occidente, convirtiendo cada logro tecnológico chino en un martillazo para la ansiedad occidental. Trump libra ahora una batalla perdida: empresario incapaz de repatriar cadenas productivas a su país, atrapado en una dinámica económica que difícilmente revertirá el ascenso asiático.
Este clima deprimente impulsó a sectores de la burguesía norteamericana a tejer alianzas antes impensables. Elon Musk pactó con su otrora némesis con un fin: que Tesla y su constelación corporativa sigan succionando las arcas del Estado. Trump, en un giro oportunista, traicionó a su antiguo aliado magnate: estranguló los subsidios verdes de los autos eléctricos mientras inyectaba generosos fondos al fracking. La respuesta de Musk no se hizo esperar: desde la red X, lanzó insinuaciones veladas sobre el escándalo pedofílico Epstein, desatando un intercambio de injurias donde lo calumnioso se mezcla con lo genuinamente revelador. El resultado fue inmediato: las acciones de Tesla se desplomaron, arrastrando consigo proyectos vitales sostenidos por inversión pública. Paradoja cruenta: estos titanes del capital, que tanto desprecian el “socialismo” para la clase trabajadora, dependen con avidez de subsidios, protecciones jurídicas y políticas de Estado.
Tras la pantomima de este conflicto late una verdad grotesca: son metástasis de un mismo tumor parasitario. Los burgueses tradicionales (blindados por Trump) usan el Estado como respirador artificial para dinosaurios industriales, con proteccionismos anacrónicos e impracticables. Los “tecno-mesiánicos” de Musk lo piratean como trampolín para cohetes financiados con impuestos. Y en las sombras, la burguesía parasitaria –contratistas, lobbistas, cazadores de influencias– carroñea los restos del presupuesto y su protección jurídica. Todos, al final, veneran el mismo becerro de oro: la propiedad privada como dogma, el desmantelamiento del Estado benefactor, la aniquilación de sindicatos y derechos laborales.
Esta pelea tendrá un ganador pasajero, pero sólo un perdedor permanente: el proletariado estadounidense. Ese crujido de engranajes oxidados –un capitalismo remendado, sostenido por subsidios y demagogia– grita una verdad: el sueño americano se pudrió.
Pero entre los escombros, los obreros organizados están descubriendo que su verdadero enemigo no es un billonario, sino el sistema que los empobrece mientras enriquece magnates obcecados. Un Estado que sirva al pueblo –no por caridad, sino por justicia– dejó de ser fantasía: hoy es necesidad vital. El espectáculo de estos “amos del mundo” fracasando estrepitosamente nos lo demuestra cada día: su era termina. La nuestra, comienza.
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Escrito por Marco Aquiáhuatl
Columnista