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El “libertarismoˮ, bandera de los ultramillonarios del mundo
Dueña del poder económico absoluto, ante la presión de los pueblos, pobres y desesperados (incluido el de EE. UU.), busca blindar su dominio imponiendo su poder político también absoluto.
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Como todo en el universo, el capitalismo cambia, ahonda y madura sus contradicciones. Los modelos de dominio político no pueden sustraerse al desarrollo de las fuerzas productivas que, al avanzar, y polarizar las clases sociales, generan nuevos desafíos, y exhiben la decadencia del imperialismo y su creciente dificultad para controlar el mundo. Llamó mi atención al respecto un artículo de los sociólogos franceses Marlène Benquet y Théo Bourgeron, titulado La era de la economía autoritaria, publicado en Le Monde Diplomatique de enero (páginas 13-15), donde analizan cómo el neoliberalismo ya no basta a las élites mundiales como modelo de control y acumulación de riqueza, y una parte de éstas exigen avanzar hacia un esquema más salvaje aún, que llaman “libertarismo”, otorgando a los corporativos empresariales todo el poder, real y formalmente. Comparto con usted, amable lector, algo de lo ahí expuesto –y perdón por lo extenso de las citas, todas ellas del artículo mencionado.

El Brexit habría sido un triunfo de esta corriente. “El proyecto del Brexit no se basa tanto en las ideas neoliberales (...) como en la ideología libertarista (todas las cursivas son mías, APZ) una doctrina económica que persigue limitar toda clase de intervención estatal que vaya más allá de la garantía de la propiedad privada frente al colectivismo y el estatismo...”. En otros términos, que el Estado se limite a proteger la propiedad y la acumulación; que en lo inmediato se evite la presión de organizaciones populares, partidos del pueblo y sindicatos, sobre el Estado para que los atienda; y en un futuro, neutralizar o bloquear la irrupción del “colectivismo” y el “estatismo”, es decir, el riesgo de que el pueblo asuma el poder y pueda limitar al gran capital.

Los defensores de esta corriente exigen libertad absoluta al capital: “El libertarismo propugna un capitalismo completamente desregulado como único sistema social (...) Chris Hattingh, analista para la Free Market Foundation, un think tank libertarista (...), escribe (...) los libertaristas van más lejos que los neoliberales en lo que se refiere a la reducción del papel del Estado, ‘puesto que a éste debe retirársele no solo la educación y la producción de algunas infraestructuras como el sistema de transportes, sino también funciones que le son exclusivas. (...) contempla la privatización de todas sus funciones (del Estado), incluidas las que le reservaba Adam Smith: el Ejército, la Policía, la Justicia”. Entrega todo el poder a los corporativos y propone quitar al Estado, en acción preventiva, atribuciones que pudieran ser utilizadas por el pueblo al tomar el poder. Exige control absoluto de la educación para formar ciudadanos ad hoc, y del ejército, para garantizar sometimiento.

El liberalismo clásico de Smith y Ricardo les resulta obsoleto y condescendiente, de limitada eficacia para la acumulación; también el neoliberalismo, demasiado laxo ya: ambicionan el poder sin taxativas. “...la libertad de acumular se justifica por sí misma”, sostienen, libertad suprema para el capital, con lo que se ve confirmada toda la razón que hay en la Ley general de la acumulación Capitalista, necesidad inmanente al capital que, insaciable, rompe una tras otra las barreras que se le interponen, en procura de condiciones políticas idóneas. Acumular es la libertad fundamental, en la mayor cuantía y a la mayor velocidad, y a ella deben someterse la sociedad y todas sus libertades.

Dicen más adelante los autores: “El régimen (...) de acumulación (...) es también autoritario en el plano político. Hostil a cualquier mecanismo redistributivo que garantice condiciones elementales de existencia a la población (sanidad, educación, protección social), ha erigido la represión de los movimientos sociales y la reducción de las libertades públicas (...) En ausencia de (...) mecanismos materiales de compensación de las desigualdades y el empobrecimiento de una parte de la población, se ha de recurrir al uso de la fuerza para regular la vida social. Las libertades son sacrificadas en aras de preservar la más importante de ellas: la de poseer y acumular”. Ante la profunda desigualdad, y al carecer de mecanismos atenuantes, el capital recurre en medida creciente a la fuerza (y a su legitimación) para mantener el orden, su orden social. Pero no crea usted, amable lector, que esta teoría es obra de algún loco delirante y solitario.

Leemos: “... esas ideas se difunden sobre todo a través de un conjunto de think tanks (...) el Adam Smith Institute, la TaxPayers’ Alliance, Leave Means Leave, la Global Warming Policy Foundation, el Centre for Policy Studies y el Institute for Economic Affairs (...) en el entramado trasatlántico (...) cuatrocientas organizaciones forman una galaxia políticamente coherente, definida por su libertarismo y sus conexiones tanto con la ‘derecha alternativa’ estadounidense como con los conservadores probrexit (...) conforman el proyecto político (...): libertarismo, continuación de la obra thatcheriana, euroescepticismo, atlantismo, autoritarismo y negacionismo del cambio climático”.

Y sobre la democracia en particular se lee: “Los promotores de la segunda financiarización (libertaristas) no parecen necesitar ya la democracia para gobernar. En los albores del Siglo XIX, a la burguesía en ascenso le resultaba vital dotarse de una legitimidad distinta a la de la sangre frente a los grupos feudales y aristócratas, todavía muy populares en una parte del campo (...) En este contexto, la reinvención democrática basada en la idea de un pueblo soberano servía de sostén a la revolución burguesa”. Como clase ascendente, la democracia le servía para justificar su dominio; ahora, vieja y decadente, le resulta incómoda y peligrosa frente a la inmensa mayoría empobrecida. Ha creado y fortalecido a su contrario.

Dueña del poder económico absoluto, ante la presión de los pueblos, pobres y desesperados (incluido el de EE. UU.), busca blindar su dominio imponiendo su poder político también absoluto, la abierta dictadura que garantice su hegemonía sin sobresaltos, que le permita también cohesionar a las naciones bajo su égida para enfrentar la competencia global que ve en China, Rusia e Irán. La democracia estorba al dominio imperial; así se vio en la complicación de las recientes elecciones en Estados Unidos, que exhibieron fracturas, y donde hicieron su intervención, con algún impacto, nuevos protagonistas en la arena política.

Mas no es el “libertarismo” una verdadera solución, pues pretende impedir las leyes del desarrollo social, y no resuelve los males del imperialismo, como la creciente desigualdad: agudizará las contradicciones al interior de los países ricos y también la resistencia en las naciones pobres, al impedirles satisfacer sus necesidades y nulificar su soberanía. La burguesía misma ha convertido la democracia, su democracia, en parte de la cultura de los pueblos, haciéndoles creer que con ella resuelven sus problemas, y éstos no verán tranquilamente que hasta esa limitada participación les sea arrebatada de un manotazo. Espantado ante su propia criatura, el empobrecimiento y la desigualdad extremas, y agotados sus recursos distractores y de mediatización, el imperialismo se arranca la máscara demócrata y exhibe su dictadura, dictadura de clase. A los pueblos de países desarrollados les queda responder, fortaleciendo sus estructuras de resistencia, y a las naciones pobres, reforzando su soberanía nacional.


Escrito por Abel Pérez Zamorano

Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.


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