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El concepto de capital humano, formulado inicialmente por el economista norteamericano Theodore Schultz en los años cincuenta, fue más tarde desarrollado por Gary Becker, de la escuela de economía de Chicago, catedral del pensamiento neoclásico. Capital humano es un concepto que, como dice Alain Bihr, comprende todas las potencialidades productivas de trabajadores y empleados, entre ellas: conocimiento, entrenamiento y experiencia, actitud hacia el trabajo, disciplina, lealtad a la empresa, obediencia, capacidad de trabajo colectivo, creatividad, ética profesional, etcétera, en fin, todas las cualidades que permiten al hombre hacer más eficiente el proceso productivo y acrecentar el capital.
Los empresarios suelen decir que su personal es su activo más valioso, y aunque lo digan demagógicamente, tras de esa formulación se revela toda una realidad: la pertenencia de los trabajadores a las empresas. Para los empresarios todo es capital, incluido el trabajador. Ciertamente, en las condiciones de la sociedad actual, este último, a diferencia de las precapitalistas, no pertenece ni está sujeto a una obligación de por vida a ningún dueño en particular, sino a la clase capitalista como un todo. Está atado a ella por necesidad y no puede escapar de su situación subordinada de asalariado. Estamos entonces ante la pertenencia de una clase a otra, no de un individuo a otro, como ocurría en la antigüedad. Aquí, paradójicamente, la subordinación como clase coexiste con una aparente libertad como individuo.
Para el capital, disponer de fuerza de trabajo segura, en la cantidad y calidad necesarias, en el momento y lugar requeridos, constituye una condición fundamental de funcionamiento eficaz. Y todo aquello que perturbe este flujo continuo frenará la acumulación afectando el flujo del “insumo” trabajo, savia nutricia del proceso de producción y de valorización del capital. Es tan cierto que el trabajador existe en interés de las empresas, que cuando ésta le necesita, le contrata, y cuando le resulta superfluo le arroja al arroyo; es decir, el propio acceso al trabajo y al bienestar social, están supeditados a las necesidades no del obrero y su familia, sino de las empresas.
Más aún, la subordinación del trabajador al capital continúa, cambiando solo las formas en que se manifiesta, fuera de la empresa, en lo que podríamos llamar la vida personal; por ejemplo, el tiempo disponible para la convivencia familiar se anula desde que los trabajadores, que muchas veces viven lejos de su centro de trabajo, deben abandonar su hogar de madrugada y regresar a él ya avanzada la noche, por lo que no queda tiempo, ni ánimo, para convivir con sus familias.
Asimismo, la demografía misma, las tasas de crecimiento poblacional, son aceleradas o reducidas de acuerdo con las necesidades de empleo de las empresas, según falte o sobre fuerza de trabajo, respectivamente. El lugar de residencia del trabajador obedece a los mismos intereses, por lo que éste debe establecerse o mudarse de un país, estado o región a otros, según la necesidad del proceso productivo y de crecimiento del capital.
Esta relación de subordinación se hace igualmente patente en la educación, mediante la cual se prepara fuerza de trabajo calificada, pues pese a toda la retórica oficial, la educación no es vista como un derecho humano elemental, sino como una fría inversión en capacitar fuerza de trabajo, que más tarde habrá de recuperarse con creces, pues se habrá elevado la productividad del trabajo; por eso, para las empresas, una fuerza de trabajo experimentada es un activo valioso, y al educarla o capacitarla aumentan las utilidades. A este respecto la historia es elocuente. Se sabe que, durante la Revolución Industrial, el gobierno británico prohibía la salida de técnicos mecánicos especializados, por considerar que pertenecían a “Inglaterra” (un eufemismo para no decir al empresariado inglés), y en la actualidad, los países industrializados adaptan su política migratoria para atraer a personas capacitadas que viven en países pobres. En política educativa, en nuestros días, podemos ver cómo el Estado incentiva (o desalienta) e induce a los estudiantes a ingresar a determinadas carreras, no tanto por su necesidad social, sino empresarial: se debe estudiar aquello que sea útil a las empresas, y lo “racional” es que el número de alumnos por carrera se ajuste a esa necesidad.
El hecho de que los trabajadores pertenezcan a la clase empresarial y sean un activo suyo, tiene una base material: éstos no tienen medios propios de producción y han de trabajar como asalariados de quienes detentan su monopolio, que al comprar la fuerza de trabajo se la apropian y disponen de ella conforme a su necesidad. Por ello, la anexión del trabajador a las empresas, dentro o fuera de ellas, aún en la intimidad del hogar, solo puede ser superada en la medida en que aquél posea medios de producción propios y deje de ser un simple insumo del proceso productivo; que de objeto se convierta en sujeto y conductor del mismo.
No debe ser la vida del trabajador la que se subordine al interés del capital, a las necesidades y exigencias de la empresa, sino a la inversa, que éstas respondan a las necesidades sociales. El hombre debe gobernar a la industria, no la industria al hombre. Ciertamente, para ninguna economía es indiferente la calidad de la fuerza de trabajo: entre más calificada sea, más riqueza creará. La diferencia radica en que en un sistema más humano, la productividad no beneficiaría solo a unos cuantos, sino a la sociedad entera.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.