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Max Weber formuló la disyuntiva. El político actúa, el científico reflexiona. El primero se ocupa, el segundo se preocupa. De tal manera ambas prácticas han quedado separadas en dos compartimentos excluyentes. José Ortega y Gasset sostuvo una opinión similar. En un breve estudio sobre Honoré Mirabeau, aclaró que su interés obedecía a que siempre “había creído ver en Mirabeau una cima del tipo humano más opuesto” al suyo; él, Ortega, era un pensador, “nada capaz para la política”; en Mirabeau, en cambio, presumía “algo muy próximo al arquetipo del político”. A los ojos de Ortega y Gasset, Mirabeau era “el político por la gracia de Dios, el hombre de Estado nato”, así como Stendhal era “el mejor narrador que existe, el archinarrador ante el Altísimo”. Poco o nada ha cambiado al respecto. Hasta nuestros días persiste la noción de que el político tiene que cumplir la característica de ser un hombre de acción, “de armas tomar”, mientras que el hombre de ciencia debe presentar, según la misma perspectiva, el perfil opuesto: reflexivo, cerebral, reposado… Pocos hombres han logrado conciliar las dos esferas, pero tales casos, más que como demostraciones de la posibilidad o de la necesidad de unir ciencia y política, han sido tomados como excepciones, singularidades que confirman la regla: política y ciencia son agua y aceite.
Guardando las distancias –no solo temporales, sobretodo intelectuales– Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ha manifestado una concepción parecida. No pocas veces ha opuesto la actividad política a la científica; entre otras cosas, ha insinuado que el político no responde a criterios científicos tanto como a imperativos morales, a consideraciones o impulsos religiosos o, ultimadamente, a la simple voluntad a prueba de balas para cambiar la realidad a cualquier precio. Por motivos análogos, ha establecido asociaciones rudimentarias, antinomias rupestres: neoliberalismo, malo, diabólico, ¡fuchi, guácala!; neoliberalismo=ciencia, científicos; ergo, ciencia: mala, científicos: malos, ¡fuchi, guácala! Como se ve, la fraseología ha sustituido al conocimiento racional (histórico, objetivo) del mundo, todo con base en un método extemporáneo, anacrónico, que establece relaciones maniqueas.
Para AMLO, la ciencia resulta punto menos que innecesaria, casi un lujo. Así se comprende que en ciertas ocasiones haya asegurado que “el pueblo” no necesita, por poner solo dos casos, ingenieros para construir un puente, o arquitectos para levantar una casa; en otras circunstancias también ha dicho que extraer petróleo no exige más ciencia que escarbar un agujero en la tierra, ocurrencia que, acaso, abra una ventana laboral para los topos excavadores o cualquier otra clase de mamífero subterráneo, pero que en cualquier caso coloca a los especialistas del ramo en una situación precaria.
En suma, se considera que la necesidad de contar con los servicios de la ciencia y el auxilio de los científicos pertenece a la visión tecnócrata del antiguo neoliberalismo “prianista”; a la lógica del “viejo régimen” término que, dicho sea de paso, a quienes integran la “Cuarta Transformación” (4T) les gusta repetir a la menor provocación con el objetivo de subrayar la supuesta novedad de los tiempos actuales, maniobra discursiva que, en realidad, no tiene otro propósito que convencer a los propios protagonistas de la 4T de que su empresa transformadora no constituye una vacilada, a pesar de que presenta los rasgos inconfundibles de una comedia en la que los actores suponen perseguir grandes objetivos. Pero la nueva y luminosa época de la 4T comprende un nuevo modo de entender la realidad nacional, manera que, por lo visto, no incluye ni a la ciencia ni a los científicos. De ahí que AMLO haya incluido a los últimos en el grupo de las “fuerzas conservadoras”; de ahí también que los haya integrado a la lista negra de los enemigos de la “transformación” en curso. El chiste se cuenta solo: la ciencia, partidaria del retroceso, mientras los escapularios, las estampitas, los detente, los caldos picosos, etc., etc., forman en las filas del progreso.
No hay espacio para ahondar en la relación de influencia recíproca que une a la ciencia con la política, a los hombres de Estado con los hombres de ciencia: una complementa a la otra, así como unos complementan a los otros y viceversa. Por ahora, basta apuntar que el rechazo de la ciencia manifestado por AMLO no representa un rasgo casual de su proyecto político; por el contrario, constituye su rasgo característico, de modo que todo el proyecto de la 4T aparece definido por un irracionalismo que invierte e intercambia la realidad. Por una distorsión que confunde efectos (la corrupción) con causas (la desigualdad) y que exagera los alcances de su propia actividad (tomando retrocesos por transformaciones inéditas).
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Escrito por Victoria Herrera
Maestra en Historia por la UNAM y la Universidad Autónoma de Barcelona, en España.