La forma en que pensamos y sentimos está determinada por la interacción entre el cuerpo y el cerebro.
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Muchos creen que la dialéctica inclina a la duplicidad; que obstaculiza una concepción clara de los cambios que se producen en la realidad; que impide, en una palabra, alcanzar una idea exacta de la naturaleza y la vida social. Por tal motivo suponen que resulta indispensable desechar el enfadoso método dialéctico cuanto más, si lo que se quiere es obtener una idea clara sobre la moral. De lo contrario el “sí es no y no es sí” dialéctico ejercerá una influencia perjudicial sobre nuestros puntos de vista y nos llevará a numerosos extravíos.
Estiman entonces que valdría más atenerse a la fórmula “sí es sí y no es no” a efecto de desentrañar el problema de la moral. De esta manera estaríamos en condiciones de establecer una relación sobria con la realidad, evitándose la duplicidad del engorroso “sí es no y no es sí” dialéctico. Pero antes de tomar el camino aparentemente menos problemático, tiene que saberse cuál es la diferencia que existe entre la dialéctica y el pensamiento que responde a la fórmula “sí es sí y no es no”.
Puede decirse resumidamente que el “sí es sí y no es no” equivale a la abstracción “o una cosa u otra”. Los que siguen este camino consideran precisamente que la abstracción “o una cosa u otra” permite alcanzar una concepción clara y asaz exacta de la naturaleza y de la vida social, la moral incluida. Por ejemplo, la guerra ¿es nociva o benéfica? Desde el punto de vista del abstraccionismo, la guerra es definitivamente un mal y nunca puede ser un bien, puesto que el mal nunca puede ser el bien, es decir, “o una cosa u otra”. Así pues “sí es sí y no es no”. De esta forma creen estar evitando la molestísima duplicidad dialéctica y se figuran dueños indiscutibles de una opinión clara y exacta de la guerra: “la guerra es un mal”. Ni más ni menos.
Ahora bien, ¿cuál es el carácter distintivo de la dialéctica? A diferencia de la fórmula “sí es sí y no es no”, la dialéctica se basa en el plano de lo concreto, dando por sentado que no existe una realidad abstracta, sino que la realidad es siempre concreta. Por tanto, “un juicio definido solo puede emitirse sobre un hecho definido, después de examinar todas las circunstancias de las cuales depende” (Chernyshevski). En el caso de la guerra, ¿es nociva o es perjudicial? Desde el punto de vista de la dialéctica, esta pregunta no se puede responder en forma terminante. Es preciso colocar la investigación sobre un terreno concreto, esto es, saber ante todo qué guerra se está planteando. En síntesis, pues, la verdad siempre es concreta. Jamás de los jamases es abstracta.
El problema de la moral se juzga a menudo desde el punto de vista de la abstracción “o una cosa u otra” (“sí es sí, no es no”), rechazándose el punto de vista dialéctico. No se juzgan todos los problemas morales desde el punto de vista concreto y más bien se olvida frecuentemente que no existe una sola verdad abstracta, sino que la verdad es siempre concreta. A partir de este abstraccionismo se constituyen principios inamovibles e inconmovibles de la moral, supuestamente autónomos, censurándose reglas aparentemente cínicas como aquélla de que “el fin justifica los medios”. En relación con esto último, los filisteos moralizadores se niegan a reconocer que solo determinadas finalidades, ya sea personales o sociales, pueden justificar los “medios”. Pero entonces habría que buscar criterios morales en otra parte, fuera de la sociedad. La religión, ejemplo paradigmático, encuentra criterios infalibles de moral en la revelación divina. Y los “padrecitos laicos” también proclaman verdades morales eternas, aunque sin indicar nunca su fuente primera: no obstante, si esas verdades son efectivamente perennes y absolutas, ¿de dónde vienen entonces exactamente? Resulta, pues, que la teoría laica de la moral eterna también se remite, final y necesariamente, a Dios.
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Escrito por Miguel Alejandro Pérez
Maestro en Historia por la UNAM.