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Sociedades resisten al capitalismo crepuscular
El capitalismo ha logrado que la libertad sea equivalente a la capacidad para imponer precios a la mano de obra y las mercancías, con lo que provoca más pobreza, desempleo, guerras y crisis ambientales.
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En su versión global-neoliberal, el capitalismo ha logrado que la libertad sea equivalente a la capacidad que sus corporaciones tienen para imponer precios a la mano de obra y las mercancías, con lo que provoca más pobreza, desempleo, guerras y crisis ambientales.

Desde que surgió, el capitalismo corporativo generó también los factores que hoy lo mantienen en una crisis estructural probablemente terminal: falta de mano de obra y cada vez menor disponibilidad de recursos naturales, quiebre en la cadena de suministros y alza de precios.

Sin embargo, el capitalismo tiene mecanismos de defensa como el proceso de consolidación-integración, que mediante el uso de tecnologías avanzadas (digital, robótica industrial, agroindustrial, alimentaria, farmacéutica, comercial, etc.) las corporaciones pueden aumentar sus ganancias.

 

 

Por ejemplo, con la tercera dimensión –el metaverso: espacio virtual de comunicación entre usuarios que los personifica gracias a dispositivos y cuyo valor de mercado supera a todas las tecnologías conocidas– un selecto grupo de corporaciones intercambia información y productos que le permiten afianzar sus grandes capitales.

En la dinámica de consolidación-integración también se produce el trueque entre los sectores químico y agrícola: cambian equipos de riego y podadoras por fertilizantes o biológicos contra plagas. Todo esto lleva a la quiebra de los pequeños agricultores, alerta Matías Caciabue.

Por ello, en pleno auge de la pandemia de Covid-19 en 2021, el presidente de la Fundación Ford, Darren Walker, declaró: “los ricos deberían preguntarse cuánto dinero y poder quieren ceder; pues o cambia el capitalismo en Estados Unidos (EE. UU.) o la sociedad enfrenta la desesperanza y su propio fin”.

El reproche no es porque los magnates de la superpotencia estén preocupados especialmente por los pobres, sino que esa competencia les representa cada vez menos ganancias. De ahí la conclusión del investigador español Luis González Reyes: “esta crisis revela que hoy ocurren al mismo tiempo demasiadas cosas que parecían improbables.

 

Arena o civilización

“Nuestra civilización es un coche sin frenos y con el volante bloqueado”, concluía el historiador canadiense Quinn Slobodian en su análisis sobre la globalización. Esto se confirma con el saqueo sistemático, la sobreexplotación y el robo-contrabando de recursos propiciados por el capitalismo.

Incluso se realiza con la arena que, después del agua, es el recurso natural de mayor demanda mundial como material indispensable para la vida urbana y rural. Excavadores clandestinos roban arena de costas de Indonesia y la llevan en barcazas al mercado negro.

Personas armadas también hurtan arena en la costa de Marruecos y la transportan en asnos hasta camiones de carga. Por este robo masivo, la hermosa costa se ha convertido en un desolado paisaje rocoso; y en años recientes han desaparecido en el Pacífico unas 25 islas.

 

 

La arena de playas y ríos sirve a empresas capitalistas para fabricar vidrio, asfalto, electrodomésticos, cemento y equipos médicos. Su acceso y control está en manos de mafias que abastecen al sector de la construcción, que consume el 85 por ciento global de arena, que cada vez es un recurso más raro y preciado, explica la organización Ethic.

“Nuestra civilización está construida sobre arena”, confirma el jefe de Cambio Global y Vulnerabilidad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Pascal Peduzzi. Basta ver cómo lucran las inmobiliarias con ella. Una casa promedio requiere de 200 toneladas, un hospital, tres mil y un kilómetro de carretera, 30 mil.

En España paró la mitad de las constructoras por falta de cemento, madera y acero y también por sus elevados precios. A esta crisis de insumos se agrega la escasez de mano de obra. Por ello, Luis González califica como un “corto circuito del mercado global que irá más allá”.

El algodón, u oro blanco, es otro bien clave para el capitalismo corporativo y nuestra civilización. Lo cultivan unos 20 millones de personas en ocho países de África occidental, donde las trasnacionales prosperan “para contribuir” a la dinámica competitiva de esa región y “a la sobrevivencia de las poblaciones”.

Sin embargo, la competencia desleal por los subsidios que EE. UU. concede a la Unión Europea (UE), y la que Australia e India brindan a sus productores, ocasionó el descenso de los precios de los textiles y dejó en grave situación a los agricultores de Burkina Faso, Costa de Marfil, Guinnea-Bissau, Senegal, Togo, Chad, Malí y Benin.

Toda la región africana carece de apoyos y asistencia técnica. En 1973, Angola era gran productor de algodón, pero cayó debido a la guerra civil; en 2002 se propuso ampliar su producción y no lo ha logrado, admitió recientemente el ministro de Agricultura de Costa de Marfil, Sebastián Dano Djedje, ante la Organización Mundial de Comercio (OMC).

Los algodoneros marfileños también exigieron desarticular el modelo de deuda de los prestamistas internacionales y las presiones para privatizar las empresas textiles estatales. A ello se suma la incursión del algodón transgénico. Desde 2009, en Burkina Fasso se cultiva el algodón BT, so pretexto de reponer cultivos que sucumbieron por plagas.

Es la estrategia publicitaria de las multinacionales en detrimento del algodón africano, denunciaron algunos productores como el líder algodonero de ese país, François Traore, quien denunció: “los países que subsidian su producción algodonera no debían dar lecciones sobre combate a la pobreza”.

Para el capitalismo, la soberanía de los pueblos sobre los recursos estratégicos es un desastre. Más hoy, cuando la inseguridad en el suministro de componentes básicos alcanza a todos los sectores y escalan los precios. Los del magnesio, por ejemplo, subieron por cuatro y hasta seis; pues, sin este metal, no habrá aluminio ni titanio básico para producir autos, bicicletas y aviones.

La transición energética agudiza la urgencia capitalista por lucrar, pues esos recursos le son indispensables para fabricar componentes electrónicos y equipos de alta tecnología de gran valor, que le garantizan ganancias e influencia global.

 

 

Otro efecto de la explotación capitalista es la emigración de trabajadores hacia regiones con mejor salario; y, por tanto, que escasee la mano de obra barata. En el famoso descuento anual del viernes negro (black friday) y ventas navideñas de EE. UU. faltaron trabajadores. Lo mismo sucede en el comercio marítimo, que tiene cientos de barcos varados y paga sobreprecios 10 veces superiores por enviar un contenedor.

 

La rebelión

Esta problemática plantea retos a los países industrializados que dependen de la provisión de materias primas y commodities; además de que cada vez se admite más el temor a una crisis global sobre nuestra civilización debido al desabasto de recursos naturales. De ahí el desesperado acopio –estadounidense y de la República Popular China (RPCH)– por el que compiten y pretenden liderar la nueva era tecnológica de la inteligencia artificial y la 5G.

En reacción inversamente proporcional, las sociedades de las zonas expoliadas de sus recursos ya contemplan medidas para evitar que continúe este hurto y usar esos recursos en su beneficio, explica el análisis del Instituto Nacional de Pesquisas Espaciales de Brasil (INPE).

Una primera lección fue aportada en 2003 por indígenas ecuatorianos que demandaron a Chevron-Texaco, porque esta corporación devastó sus tierras con 80 mil toneladas de residuos petrolíferos. Con el mismo argumento de defensa, indígenas samis (lapones) de Escandinavia rechazaron el experimento de perturbación estratosférica controlada (SCoPEx) de William Gates, entonces reconocido como el hombre más rico del planeta.

El magnate invertiría 4.5 millones de dólares (mdd) en ese ensayo de geoingeniería y tecnología climática que imitaría una erupción volcánica. Nadie consultó a los sami sobre la prueba del científico Ken Caldermiento, que consistía en dispersar carbonato de calcio en la estratósfera sobre una superficie equivalente a 11 campos de futbol (unos mil 206.7 metros de longitud).

 

 

Capitalismo crepuscular

Antes de desaparecer, el capitalismo del Siglo XXI pasa por una fase crepuscular. Hoy, el modelo tiene muy poco qué ofrecer al mundo, si acaso, profunda desigualdad, depresión agravada, intensos autoritarismos, escalada militarista, alteraciones climáticas y un menú de pandemias.

Entre 1970 y 2015 se estancaron los salarios de 90 por ciento de los trabajadores. En 1985 se dispararon los ingresos del uno por ciento más rico, aumentando drásticamente del 12 al 22 por ciento en 2017.

Antes de la pandemia de Covid-19 prevalecían la inequidad en ingresos y ganancias por productividad, bajo crecimiento económico y depresión, afirman en su ensayo Capitalismo Crepuscular, los sociólogos Murray EG Smith, Johan Butovsky y el geógrafo Josh Watterton.

Los autores de este análisis –que para el economista británico Michael Roberts es el mejor de economía política marxista actual– advierten que ante el desastre que hoy enfrenta la humanidad urge abrir el camino hacia el socialismo.

El capitalismo no se puede reformar, modificar ni reorientar, sino que debe “ser destronado” y no será fácil, pues las clases dominantes harán todo lo posible para evitar la destrucción de su sistema, alertan. Estos expertos estiman que para ganar un mundo que desarrolle las capacidades humanas, debe actuarse “de manera obstinada, estratégica y disciplinada” y evitar que se salgan con la suya”.

Vivir bien no es un paradigma capitalista; la ganancia, como lógica de este sistema y sus trasnacionales destrozan al planeta y atizan la guerra para adueñarse de mercados, recursos y países enteros. Hoy, millones de personas deciden vivir bien, pero no a costa de otros.

 

El ensayo se realizaría en la Corporación Espacial Sueca (SSC) en Kiruna, próxima al Círculo Polar Ártico; pero se opuso el Consejo Sami, cuya población se halla desde Noruega hasta Rusia, alegando que, tras la fuga radioactiva en Chernobil, debieron sacrificar a sus animales y ahora volverían a exponerse a sustancias peligrosas.

Esta defensa exitosa del territorio de los sami precedió a la de 2019, cuando evitaron la contaminación de sus tierras por petróleo. Su negativa influyó para que el mayor fondo soberano de pensiones noruego, el Fondo del Petróleo, retirase su inversión de fondos fósiles (más de 11 mil mdd). En 2021, los sami respaldaron al pueblo sioux en EE. UU. contra el gasoducto Dakota que cruzaría el río Mississippi, el cual traería muchos daños colaterales. Al final, no se construyó.

Esta resistencia anticapitalista ya impulsó iniciativas para acotar la impunidad de las empresas trasnacionales; y ya se discute un marco legal vinculante a nivel global para frenar ese acaparamiento, apunta la Confederación Sindical de las Américas (CSA).

La contención a las trasnacionales que monopolizan el uranio de Níger (en su mayoría francesas), el cobre de Chile, el manganeso de Gabón, el coltán de Congo, la madera de Malasia y Singapur, el petróleo, gas, plata de México y la valiosísima mano de obra barata del sur global al que tanto desprecian, es tarea de los pueblos.

Hoy, los “olvidados de la tierra” alistan su resistencia. Millones de mujeres y hombres celebraron los recientes cambios de poder en Burkina Faso, Malí, Chad, Sudán, Níger y Gabón. Ansían cerrar el nefasto ciclo de dependencia con sus exmetrópolis europeas, cuyas empresas explotan recursos y profundizan su precariedad.

Las sociedades más pobres protagonizan las asonadas en África occidental que han sorprendido a los servicios de inteligencia del “primer mundo”, desinteresado en que prosperen sus “socios” subsaharianos, latinoamericanos y de Asia oriental. Como sabemos, la censura en la red dificulta el acceso a información cotidiana; pero una investigación minuciosa siempre arroja datos sobre la identidad de las empresas que lucran con esos recursos.

Ahora sabemos que mineras como Eramet (francesa), South 32 y Júpiter Mines (australianas), Vale o la británica Rio Tinto son responsables de la miseria, falta de servicios sanitarios, educación y empleo, violaciones a los derechos laborales y crisis socioeconómicas de los países donde operan. Más de 20 por ciento de gaboneses está desempleados.

 

 

Sólo Eramet explota todo el manganeso de Gabón, cuarto productor mundial y al que París publicitó como uno de los Estados “más prósperos” del África subsahariana. Pero el 97 por ciento de su economía depende de la exportación de ese mineral; el petróleo –que aporta 50 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB)– y madera, todas explotadas por empresas extranjeras.

Lo que en julio de 2021 pareció un intento por “gravar de forma justa” a los gigantes capitalistas, también se debió a la resistencia anticapitalista. En esa ocasión, reunidos en Venecia, los ministros de Finanzas del G-20 –del que México forma parte– acordaron crear un impuesto global mínimo a las trasnacionales, con una tasa no menor al 15 por ciento, que estaría vigente durante 2023.

El objetivo es “gravar de forma justa” a unas 10 mil empresas capitalistas evasoras, cuyos beneficios anuales superan los 890 mil mdd. Entre ellas figuran las 100 empresas más rentables del planeta, que concentran la mitad de las ganancias del mundo, señala Isabella Arria.

Detrás de esa iniciativa se encuentra el aumento de la desigualdad mundial y el incremento, hasta de 70 por ciento, de las fortunas de magnates y directivos de las trasnacionales, precisa el analista Natalí Risso. El entonces ministro alemán de Finanzas, Olaf Scholz, declaraba: “el G-20 ha acordado abordar un nuevo orden tributario internacional”. Ya como canciller germano, la idea no le agradó a Scholz y, entrado el otoño anterior, no ha habido avances en la propuesta.

 

 


Escrito por Nydia Egremy

Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.


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