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La crisis de hegemonía que atraviesa Estados Unidos es irreversible. Desde hace años pareciera que se libra una batalla subterránea entres las viejas potencias occidentales encabezadas por Estados Unidos y la OTAN, y las potencias ascendentes: China y Rusia. Esta lucha no es subterránea sino estructural. La hegemonía de una nación, en el mundo capitalista está determinada por el dominio económico, por el control e influencia que ésta tenga del capital a nivel mundial. Independientemente del aparato ideológico en el que se construye una específica visión del mundo: una idea que se reproduce a través del cine, la literatura, el arte y la cultura en general, el dominio verdadero sólo puede otorgarlo el control económico. Cuando éste desaparece, lo superestructural, lo ideológico, se desvanece lentamente con él.
Esta crisis estructural no es producto de un cambio radical, inesperado o espontáneo de la política económica china o rusa. Tampoco encuentra su causa primera en la decadencia de “la cultura” occidental. Es un proceso gradual que comenzó a gestarse desde la Primera Guerra Mundial, manifestación indefectible de la imposibilidad del capitalismo de existir eternamente. Si el capitalismo salió avante tanto de la Primera como de la Segunda Guerra, fue gracias a que traicionó sus propios principios; a que en contra de toda su política precedente se apoyó en la intervención del Estado al que, con el keynesianismo, otorgó el mando y control de lo económico y lo social. Este salvavidas del capital se desechó una vez que pareció obsoleto. La caída de la URSS dejó el campo libre a las más perturbadas y trastornadas fantasías del Imperio; se creyó eterno y ajeno a las inexorables leyes históricas que le habían dado vida y que ahora se volvían en su contra. Ignoró las advertencias de dos guerras mundiales y se sumió en una vorágine delirante de privatizaciones y acumulación, a través de la desposesión y de la guerra, sin darse cuenta que el consenso ideológico, que sólo podía otorgarle la clase a la que explotaba, se desvanecía aceleradamente.
Mientras tanto, la lógica del capital se imponía. Sus leyes, que no estaban sujetas a las fantasías de: Hayek, Misses, Friedman, etc., teóricos de cabecera del neoliberalismo; ignorando los lauros y alabanzas que la academia rendía a quienes pretendieron demostrar que la salvación del imperialismo norteamericano radicaba en su rapacidad, avanzaban ineluctablemente. La lógica del capital actuaba sin consenso ni aprobación, manifestando así su carácter de necesidad. ¿En qué se reflejó esa necesidad? En que una vez que en China y Rusia –dos de los países más grandes, poblados y atrasados económicamente– la Revolución proletaria se hizo con el control del Estado, la política económica, en lugar de negar las inexorables leyes inmanentes al capital, las desarrolló. El vasto y extenso territorio de ambos países, aunado a una ingente cantidad de población, requería una industrialización que en Europa y Estados Unidos había agotado ya sus fuerzas, tanto intensiva como extensivamente. Mientras que la producción industrial encontraba en Occidente su ocaso, en Oriente apenas comenzaba el amanecer. La gran diferencia radicaba en que en las naciones ascendentes, el control del Estado lo tenía un Partido que representaba los intereses de las mayorías y que hacía que las ganancias arrojadas por el capital fluyeran hacia los estratos más necesitados de la población.
De tal manera que, en menos de medio siglo, el capitalismo, que no tiene patria ni bandera, encontró en China y Rusia, por paradójico que parezca, el abono que necesitaba para su crecimiento. ¿Niega esto la tendencia hacia el socialismo que, sobre todo el país asiático enarbola? Todo lo contrario, la confirma. Pero no es lugar éste para explicar la paradoja. Lo único que precisa aclaración es esto: tanto en China como en Rusia, el gobierno con tendencia socialista es consciente de que para avanzar hacia un nuevo y superior sistema de producción, es necesario llevar al que existe a agotar sus contradicciones. Esto no significa quedarse de brazos cruzados mientras esto sucede; al contrario, una vez comprendidas las leyes de este sistema, actuar activamente sobre ellas para hacer que la clase productora de capital, el trabajador, sufra lo menos posible el proceso.
La verdad que se oculta tras el declive de la hegemonía estadounidense y occidental se comprende mejor si se observan los dos polos de la contradicción. Por un lado, Europa y Estados Unidos, en decadencia y crisis “permanente” desde hace más de tres décadas, han cedido la batuta de la producción industrial a una nación como China, creyendo, gracias a sus aduladores intelectuales, a esos Yagos neoliberales, que el secreto de la economía política estaba en el intercambio y no en la producción. Por muy dueños que sean del capital financiero, la verdad de las tesis de Marx –que sólo el trabajo crea valor–, se patentiza en China. Del otro lado, dos naciones que, a pesar de su tardía incorporación al modo de producción capitalista, lograron hacer de su atraso una virtud. China y Rusia se volvieron fuentes de nuevo capital y en la medida en que evitaron la fuga de su riqueza a las naciones imperialistas, que hicieron esfuerzos indecibles para conquistarlas (Guerras del Opio en China, invasión napoleónica y alemana en Rusia), se hicieron fuertes y se consolidaron como dos de las más grandes potencias del mundo.
¿Por qué las sanciones de Estados Unidos y la OTAN a Rusia no han tenido efecto? ¿A qué responde el nuevo paquete de 95 mil millones aprobado por el senado de Estados Unidos para sostener la guerra en Ucrania, el genocidio israelí en Palestina y la política separatista de Taiwán hacia China? ¿A qué se debe que las fuerzas sociales en su propio país (las universidades en EE. UU. defendiendo la causa palestina) se manifiestan en contra de esta política guerrera? La respuesta, por lo antes dicho, es clara: Estados Unidos y la OTAN han perdido la hegemonía del capitalismo. No son ya, realmente, la vanguardia del sistema que durante siglos encabezaron. Por absurdo que parezca, la batalla que está perdiendo el capitalismo occidental no es todavía contra el socialismo, sino contra un “capitalismo oriental” en ascenso. Que una vez derrotado el imperialismo occidental sean China y Rusia las naciones que encabecen la transición al socialismo, es una posibilidad real y la aspiración de millones de hombres en el mundo. Ahora lo que presenciamos es un cambio radical en el equilibrio de fuerzas que Occidente se niega a reconocer. No olvidemos que, más allá de lo que los críticos del marxismo vociferan, no ha existido en la historia humana una nación de comunismo puro, plenamente desarrollado, por lo que nadie puede afirmar que este sistema haya fracasado. El socialismo, realmente existente, conduce hacia él.
Mientras el capitalismo exista la batalla se tiene que dar en su terreno y, como vemos, son las naciones con “tendencia” socialista aún en diferente grado (aunque todavía lastradas de capitalismo), las que honrosa y decididamente libran esta batalla a favor de los intereses de la humanidad entera. Las crisis se caracterizan por “el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer”. ¿Se abrirá paso el socialismo como resultado de esta crisis del imperialismo? Es esperable, mas no como profesión de fe. Es preciso no olvidar uno de los principios fundamentales del materialismo histórico al estudiar la realidad concreta y sus tendencias: «Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado dentro de la propia sociedad antigua. Por eso, la humanidad se propone siempre únicamente los objetivos que puede alcanzar, porque, mirando mejor, se encontrará siempre que estos objetivos sólo surgen cuando ya se dan o, por lo menos, se están gestando, las condiciones materiales para su realización.»
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).