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La clase trabajadora, una historia de control gubernamental
El gobierno impide, condena y persigue la organización independiente de los trabajadores. El reto histórico permanece: conquistar la independencia efectiva del movimiento obrero, campesino y popular para convertirlo en fuerza transformadora real.
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Desde la conquista de México, en 1521, los españoles sostuvieron una implacable campaña ideológica sobre los vencidos para convencerlos de su incapacidad “natural” y atraso, pintándolos como una horda de salvajes. Infamaron hasta el extremo nuestra cultura. En esa narrativa, los españoles eran los “civilizadores”. No obstante el esplendor alcanzado por las culturas derrotadas, y precisamente por ser la cima de la civilización, y con una gran población, para demoler su imagen y el orgullo del poderoso imperio azteca, se puso en práctica sistemáticamente y con particular saña una labor de desprestigio, como negación, para minimizar y borrar de la memoria colectiva el recuerdo de aquella grandeza, pues representaba un peligro para la estabilidad del dominio español. A mayor altura alcanzada, más presión se requería para abatirla. Cabe decir aquí que esta tesis ha sido desarrollada hace tiempo con gran profundidad por el ingeniero Aquiles Córdova Morán en varias de sus conferencias y escritos.

Se puso en tela de jucio el carácter racional de los indígenas. Recuérdese solo la memorable Controversia de Valladolid (1550-1551), entre fray Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda. Demeritar y empequeñecer la imagen de aquella gran civilización buscó justificar el saqueo y la explotación. Y nos educaron en el malinchismo: éramos, decían, un pueblo primitivo, incapaz de cosa alguna de importancia, y no una brillante civilización derrotada. Buscaron avergonzar a los vencidos e inculcarles admiración por la “superioridad de la raza blanca”, para convencerlos de su “inferioridad”, e infundir desánimo. Pero esa labor chocaba con la realidad.

Nuestra historia antigua está jalonada de grandes civilizaciones: desde la olmeca, la teotihuacana, maya, mixteca, zapoteca; los toltecas en Tula; los aztecas y Texcoco, refinada cultura, en el apogeo. Ciencias y artes florecieron, convirtiendo a México en civilización de muy alto nivel de desarrollo. Se cultivaron la astronomía, matemáticas (destacadamente entre los mayas), arquitectura, escultórica, arte plumario, la medicina herbolaria, como narra fray Bernardino de Sahagún, recogiendo versiones de los informantes de Tepeapulco.

Portentos de ingeniería y urbanismo fueron la división de las aguas del lago, el acueducto de Chapultepec, el diseño urbanístico y las cuatro grandes calzadas de Tenochtitlan. Bernal Díaz del Castillo dice en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España: “Y otro día por la mañana llegamos a la calzada ancha y vamos camino de Estapalapa. Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblazones, y aquella calzada tan derecha y por nivel cómo iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cúes y edificios que tenían dentro del agua, y todos de calicanto, y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños, y no es de maravillar que yo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho que ponderar en ello que no sé cómo lo cuente: ver cosas nunca oídas ni aun soñadas como veíamos”. No obstante lo descomunal que fue (y sigue siendo) la labor de abatimiento y demolición moral y cultural, un pueblo que fue grande puede volver a serlo; sus raíces históricas son profundas, quedan la herencia, el ejemplo y la motivación de antiguas hazañas, su creatividad, espíritu de trabajo y temple.

Pero el sometimiento ideológico fue solo una parte. Vendría reforzado, entonces y a lo largo de la historia, por el control político. Desde el principio, luego de la conquista, Cortés impuso la encomienda, primera forma de sojuzgamiento en que se entregaban al poder total de los terratenientes poblaciones de indígenas despojados de sus tierras, para que los encomenderos los “catequizaran y civilizaran”: en realidad como fuerza de trabajo gratuita manejada como ganado.

Ya en el México independiente y hasta el Porfiriato, la clase trabajadora siguió bajo el poder terrateniente, ya no tanto del español peninsular, sino también del criollo y el mestizo, en las grandes haciendas donde los peones acasillados eran cautivos. Más tarde se impuso el control del capital. Con la Revolución, la clase del dinero (Madero, Obregón, Calles, Carranza), en su debilidad para tomar sola el poder, necesitó y atrajo a los campesinos, obreros, y en general a la clase trabajadora, prometiendo reparto de tierras y otras concesiones. Así fueron a la Revolución los campesinos del sur con Emiliano Zapata (que pronto salieron del engaño, desde 1911); también otros sectores populares con Villa; y constituyeron la fuerza social que impulsó la Revolución, como la toma de Ciudad Juárez, que dio la puntilla al porfirismo, y la de Zacatecas, que derrotó a Huerta. Después de usar a los trabajadores, la clase capitalista triunfante violó sus promesas, los desarmó y al final terminó ejecutando a Zapata, Villa y Felipe Ángeles.

El uso directo de los obreros fue igualmente perverso: en 1915, Carranza y Obregón utilizaron a la anarcosindicalista Casa del Obrero Mundial (COM) para formar los Batallones Rojos (alrededor de siete mil obreros), incorporarlos al Ejército Constitucionalista y enviarlos a pelear contra Villa y Zapata (el pintor Gerardo Murillo, conocido como Dr. Atl, fue activo promotor de este acuerdo): el pacto se firmó en Veracruz el 17 de febrero de 191, y fueron enviados a San Luis Potosí, Veracruz y El Bajío, aquí bajo el mando de Obregón, donde destacaron en las batallas de Celaya. ¡Qué patético espectáculo, qué tragedia! ¡Trabajadores lanzados por el capital contra trabajadores! Al triunfo de la Revolución, el pueblo quedó esperando que le cumplieran … y ahí sigue.

Se formaron después, durante el cardenismo, las grandes organizaciones obreras y campesinas, auspiciadas por el gobierno. Vino el famoso charrismo sindical, que goza hasta hoy de cabal salud, pues los obreros aún no pueden decidir libremente su afiliación sindical (sospechosamente, Morena no lo denuncia ya, y es que ahora lo controla). Las cosas siguen esencialmente iguales; diferente forma, mismo contenido. El gobierno impide, condena y persigue la organización independiente de los trabajadores y busca atraerlos con dádivas: panem et circenses, decían los romanos.

Ciertamente, en determinados momentos, algún sector rompe temporalmente el control y se lanza a luchas de corta duración, pero tarde o temprano vuelve a imponerse el dominio oficial. Son estallidos espontáneos por motivos específicos, como excesos gubernamentales, pero terminan perdiéndose en el olvido. El verdadero reto es construir una estructura organizativa permanente que asimile cada episodio a la experiencia colectiva, dé continuidad a los procesos de resistencia social y les dote de un programa articulado de mediano y largo plazo con expectativas de poder, como no tuvieron los destacamentos populares en la Revolución, lo que les llevó a servir de escalera a los dueños del capital y a perder el poder fugazmente conquistado luego de la Convención de Aguascalientes.

Podemos recuperar la grandeza mexicana y dejar de ser colonia. Pero eso no se logra reduciendo al pueblo a la condición de paria, sumiso y dependiente de la dádiva; tampoco con el grosero manoseo y la ignorancia supina de fechas, acomodadas a capricho, para apuntalar la farsa de que Morena y su gobierno son herencia y continuación del antiguo esplendor, obra de la alineación de los astros, cuando más bien su obra es un desastre. El reto histórico permanece: conquistar la independencia efectiva del movimiento obrero, campesino y popular para convertirlo en fuerza transformadora real.


Escrito por Abel Pérez Zamorano

Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.


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