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El modo de producción que existe gracias a la persecución y logro de la máxima ganancia para un puñado de empresarios que monopolizan la propiedad de la tierra, las materias primas, los combustibles, las máquinas, los transportes, los almacenes y otros medios indispensables para transformar a la naturaleza, producir mercancías y venderlas, necesita, además, para seguir existiendo, el acrecentamiento obsesivo de la producción y las ventas. No se puede detener ni frenar siquiera so pena de sucumbir. Reclama, por tanto, la conquista permanente, por la buena o por la mala, de nuevas fuentes de aprovisionamiento de todo lo necesario para mantener y acrecentar los volúmenes de la producción y reclama nuevos y más amplios mercados para vender lo producido.
Por eso existe el militarismo y las intervenciones armadas. Estados Unidos (EE. UU.), según algunos cálculos que incluyen guerras formales, conflictos menores, ocupaciones y operaciones militares encubiertas, ha llevado a cabo más de doscientas intervenciones a otros países desde su independencia en 1776. Así se explica también que tenga el complejo militar industrial más grande del mundo y que, junto con el resto de las mercancías, la fabricación y venta permanente de armas sea condición obligada de su existencia. Pero no sólo eso, como todas las clases dominantes que en el mundo han sido, la poderosa clase dominante de EE. UU. ha debido imponer la suya como ideología dominante porque tiene todos los medios materiales para producirla y difundirla.
Su modo de producción ha sido impuesto al mundo entero, ya no sólo como el perfecto, sino como el único aceptable, no puede existir ni aceptarse ningún otro porque será considerado una aberración y, sobre todo, como un objetivo militar. Tampoco será aceptable ninguna otra moral ni manifestación del arte ni, por supuesto, otra forma de Estado que no sea la suya, la democracia occidental. EE. UU. se ha impuesto, pues, económica e ideológicamente, se ha convertido por la fuerza en un modelo único e incomparable de vida. Las clases privilegiadas de EE. UU. han difundido e inyectado en el mundo la idea de que en su territorio han surgido y existen unos sujetos extraordinarios, han creado el mito del excepcionalismo.
Pero los tiempos cambian. Al gran genio alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel, la burguesía alemana nunca le perdonó haber fundamentado que todo lo que nace merece perecer y sólo unos cuantos amigos de verdad y familiares cercanos lo acompañaron a su última morada.
Y cambian los tiempos, en efecto, también para quienes se han proclamado excepcionales. El pavoroso poderío militar y la influencia universal de sus medios de comunicación no pudieron evitar ni los hechos de la derrota en Vietnam ni la difusión mundial de las imágenes de un helicóptero de su ejército posado en la azotea de un edificio de Saigón, a cuya puerta llegaba una escalera con un tumulto de norteamericanos y sus empleados que huían de la triunfante revolución popular vietnamita. ¿Empezó ahí y en ese día, como símbolo premonitorio, el declive final de su monstruosa dominación mundial?
Porque ahora los hechos se acumulan. Parece que no han pasado 55 años desde el 20 de julio de 1969, fecha en que se dice que Neil Armstrong puso pie en la Luna como resultado de un ambicioso proyecto propagandístico de conquista del espacio a través de la afamadísima Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio, la NASA, ya que, según el ritmo de avance que se proclamaba, ya se deberían tener bases permanentes en la Luna y haber arribado a Marte por lo menos. Pero, nada. Ahora, Cabo Kennedy en el estado de Florida, otrora el centro de las impresionantes y prometedoras conquistas espaciales de EE. UU., es sólo un pequeño centro turístico en el que no viven más de 10 mil personas y en el que sólo se usa el nueve por ciento de la extensión original de la base espacial.
No más naves y astronautas impulsados por la NASA. Ahora los que llegan a salir al espacio son patrocinados por particulares. Tristemente, espero que no inevitablemente, en el momento de escribir estas líneas, un par de astronautas norteamericanos, no es difícil suponer que un padre y una madre de familia, están varados en el espacio. La NASA, o lo que queda de ella, decidió que la cápsula que los llevó y los debería regresar volviera, pero sin pasaje porque había presentado fallas y no se ha dado a conocer cómo ni cuándo se traerá a casa a los tripulantes, el viaje planeado para ocho días se multiplicó, por lo pronto, a ocho meses.
Acá, en tierra, el sistema de la máxima ganancia también sigue causando estragos entre los trabajadores de EE. UU. El 14 de enero de este año, el influyente y jamás sospechoso de ser enemigo del régimen, sino uno de sus más vigorosos soportes, el Washington Post, seguramente para no perder credibilidad, reportó, “La industria de la comida rápida está impulsando un aumento en las violaciones del trabajo infantil en todo Estados Unidos, especialmente en empresas con franquicias como McDonald’s, Sonic y Chick-fil-A, según un análisis… de datos federales… Las compañías de comida rápida han programado ilegalmente a miles de adolescentes para que trabajen hasta tarde y durante largas horas y para que operen equipos de cocina peligrosos… En algunos casos, las empresas han contratado a niños de 13 años o menos, violando las leyes de la década de 1930 diseñadas para proteger su seguridad y oportunidades educativas”. Difícil de creer si tenemos presente que se trata del modelo mundial del respeto a los derechos humanos. Pero cierto.
Y el 18 de diciembre de 2023, el mismo diario reportó lo siguiente en cuanto a la seguridad y, consecuentemente, en cuanto a la tranquilidad de los norteamericanos que viven en la ciudad de Washington: “Este año se ha visto la mayor cantidad de homicidios en el Distrito desde 2002, junto con un aumento en los robos y robos de autos. La delincuencia es el tema A en los grupos de chat del vecindario, en las reuniones del personal del Capitolio y entre los propietarios de restaurantes y pequeñas empresas… la policía por sí sola no puede resolver todos los problemas…”.
Los síntomas de una grave enfermedad del modo de producción y la democracia que lo enorgullece menudean. Tener presente que apenas el pasado 13 de julio en Butler, Pensilvania, mientras se desarrollaba uno de esos mítines que sirven para disfrazar las imposiciones de los poderosos, el candidato a presidente de EE. UU., Donald Trump, fue víctima de un atentado; un francotirador se apostó en un techo, se acomodó y disparó un rifle de largo alcance, falló por micras, sólo le hirió al candidato la oreja derecha. Lo que se ha dado a conocer sobre el suceso sólo es la punta del iceberg, a lo mejor, ni eso. Cosas del modelo mundial de democracia.
EE. UU. pregona que es excepcional y se siente con derecho y autoridad para, además de invadir militarmente, sancionar a quien se le venga en gana. Actualmente, EE. UU. tiene castigados a más de 30 países, entre los que figuran Irán, Corea del Norte, Rusia, Venezuela, Cuba y Siria, a los que considera inferiores y punibles y, por tanto, les ha impuesto sanciones económicas, comerciales y financieras, entre otras más.
Conviviendo con todo ello, y en algunos casos como consecuencia directa de todo ello, para inicios del pasado mes de julio, el índice de millonarios de Bloomberg reportó que nueve de las 10 personas más ricas del mundo son de EE. UU. y sólo una es de Francia. No alcanzo a entender si por esa razón o por el atentado a su esposo, Melanie Trump acaba de declarar: “EE. UU. está más dividido hoy que nunca”, pero sí estoy plenamente seguro de que la señora tiene muy buena información.
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Escrito por Omar Carreón Abud
Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".