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Comienzo por aclarar que la consigna del título, de escandalosa connotación, es en realidad un plagio. Hacia 1970, los filósofos Hans Belting y Arthur Danto postularon, cada uno por su propia cuenta y paralelamente, la teoría del fin del arte.
Para desgracia de los nostálgicos del “gran pasado artístico”, se trata de algo bastante más complejo que el gastado tópico de afirmar que el arte actual refleja inequívocamente la decadencia del capitalismo.
Antes de exponer la teoría del fin del arte, detengámonos brevemente en dos puntos, a propósito de la afirmación anterior. Primero: la historia del arte no tiene puntos de llegada; se trata de un proceso ininterrumpido al interior del cual suceden contradicciones internas (igual que en todo proceso). Es, por tanto, imposible afirmar que la historia de la creación artística tenga un fin particular, una meta final o incluso una ruta a seguir.
Segundo punto. La decadencia del capitalismo –etiqueta absolutamente precisa para describir nuestra sociedad actual– debe entenderse como una especie de macroproceso histórico, que sólo culminará a lo largo de varios siglos; tal proceso presenta en su desarrollo interno episodios de combate entre lo viejo y lo nuevo que no siempre se resuelven en favor de lo nuevo. Es este fenómeno general lo que, en efecto, refleja la cultura –y el arte, como la más autoconsciente de sus expresiones–; pero lo hace sólo en un sentido muy amplio. Hay un abismo entre eso y afirmar ramplonamente que el arte de hoy es feo porque el capitalismo ha entrado en una decadencia de caída libre.
Examinemos ahora el planteamiento central de la teoría del fin del arte. Belting y Danto afirman, cada uno con matices diferentes, que el arte, o mejor dicho, nuestra concepción colectiva sobre el arte, no es un fenómeno inherente a la actividad humana y, por tanto, temporalmente universal, sino que es apenas un momento histórico en el desarrollo de la humanidad: desde principios del renacimiento (1400) hasta 1960, aproximadamente.
El razonamiento no es sencillo. Se trata de una abstracción analítica en la que debemos separar tres elementos, y en la que la palabra arte y sus derivaciones se embrollan unas contra otras. Estos tres elementos son: 1) la práctica humana creativa objetiva, real (es decir, lo que tradicionalmente entendemos como actividad artística); 2) los productos objetivos y reales de esa práctica, productos que son perceptibles por nuestros sentidos (lo que tradicionalmente entendemos como obra de arte); y 3) la sistematización mental de lo anterior en la abstracción conceptual más general: el arte; es decir, el arte como concepto y como forma de entender todos los elementos que participan en el proceso.
Lo que la teoría del fin del arte plantea es, entonces, una continuidad temporal de los dos primeros elementos que, en efecto, han acompañado a las prácticas humanas desde los orígenes más primitivos. La actividad creativa y sus productos materiales han existido, pues, desde que existe la propia humanidad; y seguirán existiendo mientras existamos nosotros.
Algo bien distinto sucede con el tercer elemento de nuestra lista. No se trata aquí de un fenómeno objetivo y real, sino de su reflejo en nuestra conciencia, bajo la forma de esquemas teóricos. Y es precisamente en este tercer elemento donde se produce la ruptura que identifican Danto y Belting.
El concepto no representa más al fenómeno que pretende abarcar (una ruptura entre el significado y el significante, como se diría en lingüística). El fenómeno se ha modificado a tal grado –gradual y lentamente, es cierto, pero el resultado es ya un cambio radical– que ya no cabe en las delimitaciones del concepto. Y entonces el concepto resulta obsoleto, anticuado, inoperante.
Y lo que sucede hacia el futuro se plantea también hacia el pasado: hubo una época, que abarcó varios milenios, en la cual estas prácticas creativas no encajaban todavía con el concepto moderno de arte. Belting titula uno de sus libros, por ejemplo, Imagen y culto. Una historia de la imagen antes de la era del arte.
La teoría del fin del arte abreva inequívocamente de las filosofías posmodernas, y de hecho expone sus ideas en el registro retórico típico de esta escuela. Se habla, por ejemplo, del “cambio de paradigma” que implica el fin del “gran relato” del arte, etc. La premisa central, sin embargo, permanece.
Adolfo Sánchez Vázquez habla en su sistema estético de esquema de percepción. La premisa es la misma: no podemos enfrentarnos a todas las obras de la historia humana con los mismos cánones de apreciación. Es decir, quien se encasilla en una forma particular de entender el arte, queda privado de entenderlo en toda su riqueza, privado de apreciar expresiones artísticas de otras culturas y de otras épocas.
Las divisiones son claras, aun para quienes ponderan absolutamente el arte del pueblo o el popular. Y aunque hoy día los artistas se declaran indiferentes al gusto de la chusma, es verdad también que el arte elevado pretende agradar masivamente.
Lenin reflexiona si las tareas de los socialdemócratas rusos deben modificarse debido a que las condiciones históricas cambiaron: ¿cómo adaptar la teoría y la práctica a las nuevas condiciones históricas sin que el Partido pierda la coherencia ideológica ni la efectividad revolucionaria?
La obra aplica de “forma magistral” el método de análisis marxista-leninista, que permite al autor pronosticar los eventos que se desarrollaron en años posteriores, en los que los principales países imperialistas del mundo buscan mantener su hegemonía.
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En su ensayo El sistema político mexicano, Daniel Cosío Villegas comenta que “no ha existido en México la investigación sistemática de los problemas políticos nacionales o locales, y ni siquiera el examen serio y ordenado de ellos” .
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Escrito por Aquiles Lázaro
Licenciado en Composición Musical por la UNAM. Estudiante de la maestría en composición musical en la Universidad de Música de Viena, Australia.