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Omar Carreón Abud
¿Vivimos en el país más democrático del mundo?
La democracia es una forma de Estado y el Estado es una forma de dominación.


En el hipotético y remoto caso de que así fuera, de todas maneras, las atroces penas que sufren los trabajadores no tendrían ningún alivio. La democracia no se come, no surte los medicamentos ni practica operaciones, no enseña a hablar, a escribir y a leer correctamente ni siquiera el español ni proporciona vivienda barata y digna. Tampoco hace menos largo y fatigoso el doble viaje diario al centro de trabajo y la vuelta a casa por la noche.

Si nuestro país fuera, como dijo la Presidenta de la República, la doctora Claudia Sheinbaum, el país más democrático del mundo, sería evidente que la democracia no habría logrado ni siquiera disminuir un poco el doloroso hecho de que millones de mexicanos han abandonado su patria y se han marchado a correr riesgos mortales para trabajar no pocas veces de por vida en el extranjero.

La democracia, pues, no sirve para nada de eso. Es una forma de Estado y el Estado es una forma de dominación. El gigante Miguel de Cervantes, contando apenas con algunos atisbos geniales acerca del pasado remoto de los seres humanos, nos dijo, hablándoles El Quijote a unos humildes cuidadores de cabras, que habían sido “dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados… porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío”. Hoy, las investigaciones históricas más escrupulosas ratifican esas valiosas enseñanzas: la propiedad privada no ha existido siempre, surgió en una época determinada y, con ella, las clases sociales y el Estado y, luego, apareció su forma moderna de dominación de una clase social por otra, la mentada democracia.

En nuestro país, como en muchos otros, consiste en el derecho de que todos los ciudadanos de una cierta edad pueden ejercer de cuando en cuando, un voto para supuestamente elegir a sus gobernantes. Ello permite a las clases privilegiadas, que son una exigua minoría de la población, presumir de que los que gobiernan son representantes legítimos del pueblo. Pero –he aquí las calculadas restricciones a ese sacrosanto derecho– no cualquier ciudadano puede aparecer en la boleta de votación, se requiere que lo designe un partido político y para ser partido político se necesita un registro que otorgan las gentes que ya están en el poder (en el gobierno o en algún organismo integrado con intervención del gobierno) mediante complicados y costosísimos procedimientos que excluyen a las clases trabajadores. En la práctica, pues, es el gobierno el que autoriza los partidos políticos y, por tanto, escoge a los candidatos por quienes pueden votar los electores.

Con base en la democracia realmente existente e inclinando las decisiones de los electores con la entrega de mucho dinero en múltiples formas que sepultan en la prehistoria de la manipulación a las cubetas y a las gorras, el grupo que actualmente ocupa el gobierno de nuestro país ya domina plenamente dos terceras partes de lo que constituye el Estado, es decir, al Poder Ejecutivo y al Poder Legislativo. Para consolidar su hegemonía ha considerado indispensable proceder a cambiar a todos los integrantes del Poder Judicial y colocar en su sitio a personas afines al grupo lopezobradorista de Morena. Pero como destituirlos simplemente y nombrar a otros era mostrar el cobre, se decidió echar mano de la llamada voluntad popular y llamar a elegirlos, según se presume, como nunca había sucedido en ninguna parte del mundo.

Sólo que, para tal efecto, la democracia realmente existente era todavía mucha. Hubo que podarla. La elección de los nuevos miembros del Poder Judicial se va a llevar a cabo, por tanto, sin la participación formal de los partidos políticos para que “no se contamine” y para “garantizar la imparcialidad” de los juzgadores. ¿No eran tan decisivos para la democracia los partidos políticos registrados? ¿No eran entidades de interés público? Si contaminan y no garantizan la imparcialidad de los servidores públicos, ¿no sucede lo mismo cuando se elige a legisladores, alcaldes, gobernadores y a la misma Presidencia de la República? 

Pero a la nueva democracia elaborada para la elección de los jueces de todos los tipos y niveles, a poco que se le trate de conocer y entender, se le descubre que es un imponente y descarado mecanismo de manipulación. Somos, según datos oficiales, en números redondos 98 millones de personas en edad y con derecho a ser votados, no obstante, de acuerdo con la reglamentación emitida para elegir a los que serán los integrantes del renovado Poder Judicial, para ser candidato se requiere tener título de abogado.

En consecuencia, las mujeres y los hombres elegibles por ley ya no son 98 millones de mexicanos, sólo llegan, cuando mucho, a 700 mil. O sea que la nueva e inigualable democracia mexicana excluye automática y brutalmente a 97 millones 300 mil ciudadanos de un derecho que sólo se les otorga a 700 mil personas. Me queda claro que no faltará algún defensor de la ocurrencia morenista que responderá que no se puede poner en manos de ignorantes del Derecho la responsabilidad de juzgar a otros mexicanos y eso es completamente cierto y aceptable. Pero, entonces, también deberemos de estar completamente de acuerdo en que una designación desde arriba, exigiendo una preparación académica que no tiene la inmensa mayoría de los mexicanos, no puede, salvo mala intención, ser catalogada como democrática.

Pero ni con mucho es todo. En la jornada electoral del próximo 1º de junio estarán en juego 881 cargos a nivel nacional, entre ellos nueve ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación; dos magistrados de las Salas Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación; 15 magistrados de las salas regionales del TEPJF y cientos de jueces. ¿Cuántas personas tienen alguna idea de qué asuntos trata y resuelve cada uno de estos jueces como para decidir si alguien es apto técnicamente para ocupar el cargo? Casi nadie.

¿Qué más? Previa identificación con su credencial del INE, al atrevido y muy responsable elector que llegue a la casilla se le entregarán entre ocho y once boletas para escoger a sus candidatos. ¿Cuántos electores podrán precisar por qué tantas boletas y qué las diferencia? ¿Cuántos podrán hacer conciencia de que unos son candidatos a jueces estatales y otros lo son a jueces federales? Y no sólo es cuestión de ignorancia plenamente justificada, hay que tener en cuenta que precisamente la terminología, la redacción de los documentos legales es consciente y calculadamente oscura y embrollada, así de que penetrar en la precisión de los niveles y las funciones de los cargos en disputa no es cosa sencilla.

El confiado elector, además, se va a encontrar en la boleta con dos columnas con letra pequeña y a renglón cerrado, una de género femenino y otra de género masculino, hasta completar 50 nombres completos de los candidatos a cada cargo y quién sabe si llegue a descubrir que en la parte superior de la boleta habrá recuadros para escribir solamente el número de la persona por la que quiere votar. ¿Cuánto tardará el votante en leer atentamente la lista de candidatos? ¿Los conocerá para diferenciarlos? ¿Encontrará al de su preferencia?

Según la versión muy optimista de la consejera presidenta del INE, Guadalupe Taddei, sólo considerando los cargos a nivel federal, una persona tardaría alrededor de 10 minutos en emitir su voto y, si suponemos exacto el cálculo y no hay ninguna demora, podrán votar seis personas por hora y, en diez horas, 60 personas por cada casilla. Se tiene planeado instalar 84 mil 200 casillas, por lo que si la votación fluye rápida y copiosamente durante toda la jornada sin nigún tropiezo, al final del día habrán votado cinco millones 52 mil personas en todo el país, lo que significa solamente el 5.15 por ciento del electorado. Nada representativo. Lo que no se ha dicho es qué premio se le va a otorgar al elector que logre llenar sus once boletas a esa velocidad y sin cometer ningún error.

Amigos lectores: atrás de este descomunal enredo fríamente calculado se esconde una brutal concentración del poder, ya enseña el rabo una peligrosa y alarmante dictadura. Prevénganse. Organícense y luchen. 


Escrito por Omar Carreón Abud

Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".


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