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La guerra que EE.UU. perderá
Pese a que Joseph Biden está atrapado en esta red de conflictos y derrotas humillantes, desafía a Rusia, su histórico rival geopolítico. Todo apunta a su derrota, ya que repite un gran error geoestratégico: despreciar a su adversario.
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Transformado en vendedor de armas más que en líder global, Estados Unidos (EE. UU.) inventa frentes de batalla en favor del complejo industrial militar, a pesar de que ni la Casa Blanca, ni el Congreso ni el Pentágono han podido ganar una sola guerra en este siglo: no derrotó al Estado Islámico ni a Bashar al Assad; no controló Afganistán, Libia, Congo, Yemen, Níger, Ucrania, ni Somalia. Pese a que Joseph Robinette Biden está atrapado en esta red de conflictos irresueltos y derrotas humillantes, desafía a la Federación de Rusia, su histórico rival geopolítico. Todo apunta a que saldrá mal librado, pues insiste en un gran error geoestratégico: desconocer y despreciar a su adversario.

La historia registra que las acciones pioneras del ejército estadounidense consistieron en masacrar y desplazar a los pueblos originarios; que más adelante subyugó a las naciones de América Latina y del mundo para servir al gran capital y que su participación múltiple, directa o indirecta en conflictos bélicos de otros Estados siempre ha tenido, como único objetivo, asegurar espacios y recursos para el imperialismo corporativo.

Sin embargo, la dinámica global de las últimas décadas ha hecho menos efectivas las incursiones del Pentágono. Con el surgimiento de actores internacionales con gran fortaleza político-económica y militar, ha cambiado el equilibrio de fuerzas existente durante la postguerra fría.

 

 

Este nuevo mapa inquieta a Occidente (EE. UU. y a algunos miembros de la Unión Europea (UE), Asia, América Latina, África y Oceanía). De ahí que obstaculice el reposicionamiento político de Rusia mediante la promoción de “guerras híbridas” que intentan generar crisis existencial en el adversario para obligarlo a luchar por su supervivencia y desgastarlo.

Ejemplo de ello es el conflicto que, en 2013, Occidente creó en Ucrania. A 22 años de su escisión de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), Kiev mantenía gran dependencia política, económica, comercial y energética de la Federación de Rusia, tanto así que ese año contrató una deuda superior a los 15 mil millones de dólares (mdd).

Ucrania es pieza fundamental para EE. UU. en su plan de cercar a Rusia. Así que la atrajo, como lo había hecho en los años 90 con los países del antiguo bloque socialista, con la falacia de una asociación comercial que resultó muy desigual y solo sirve para su ofensiva político-militar.

En 2014, la tensión aumentó y estalló el choque armado en el este de Ucrania. Sin esperarlo, un referéndum interno retornó la estratégica península de Crimea bajo cobijo ruso, por lo que Occidente reaccionó contra el Kremlin con fuertes sanciones económico-financieras y tecnológicas, un boicot a sus hidrocarburos y una agresiva y distorsionada campaña mediática.

Otro efecto de esa crisis fue que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) se desplazó hacia ese “teatro” de operaciones. Ese bloque realiza incesantes maniobras militares de gran envergadura a corta distancia de la frontera con Rusia, que considera hostil a esa alianza –que cuenta con el arsenal más poderoso de Occidente– y rechaza su creciente expansión.

A ocho años de esa crisis, Occidente atiza la percepción de una guerra con Rusia por la “inminente invasión de 100 mil tropas” a Ucrania. Nada confirma esta dolosa versión y jugar con la falsa idea de una guerra anuncia la contundente derrota, moral y en el campo de batalla, de los protagónicos occidentales.

 

Crisis in crescendo

¿Qué llevaría a EE. UU. y a Rusia, dos superpotencias nucleares, a enfrentarse en una guerra que ninguna ganaría? ¿A qué interés responde un eventual cruce de armas entre los pueblos hermanos como rusos y ucranianos? A estas preguntas de académicos, centros de investigación geopolítica y ciudadanos preocupados por esa ola belicista, no llegan las respuestas de los eufóricos halcones estadounidenses ni de sus aliados.

Esto recuerda la frase lapidaria que se difunde entre los altos círculos políticos de Washington: “los demócratas inician las guerras y los republicanos las apagan”. De ser así, anticiparía el fracaso en la ofensiva de Joseph R. Biden, pues duraría hasta que la concluya un republicano.

El gran desafío de EE. UU. radica en combatir por múltiples frentes de conflicto. Si bien es efectivo ganando guerras internas en países ajenos (así venció a Irak), fracasa en la lucha frente a frente, pues desconoce las dinámicas y políticas internas de sus rivales. Tras 20 años en Afganistán, apenas sabe nada de ese país, refiere el politólogo Dominic Tierney.

Si Biden insiste en esta colisión, es porque aspira a reposicionar a EE. UU. como líder político global; concretar el sueño de los conservadores demócratas de contener a Moscú tras caracterizarlo como agresor y, asimismo, para elevar su mermada popularidad hacia los comicios legislativos de noviembre.

Por ello insiste en su táctica más exitosa: explotar la histeria y el miedo colectivo pretextando la existencia de una supuesta amenaza rusa. Esa práctica recuerda que, en la Primera Guerra Mundial, los combatientes ocultaron a sus pueblos la causa real de las bajas, por lo que el senador estadounidense, Hiram Johnson, afirmó: “La verdad es la primera víctima en una guerra”.

 

Negocio letal

 

 

En su permanente estrategia por atizar el temor y la histeria, Washington ha hecho de la compraventa de armas uno de los negocios más lucrativos de su historia. Entre 1998 y 2021 EE. UU., Reino Unido y Francia ganaron más dinero comerciando armas en el Tercer Mundo que lo destinado para ayuda al desarrollo, refiere el académico de la Universidad Complutense de Madrid, Carlos Sánchez Hernández.

Solo en 202l aprobó un paquete de seguridad para Ucrania por 450 mdd en la venta de armas de alto calibre (sistemas antitanque, armas antiaéreas) así como armas pequeñas, municiones y otros. Esto obliga a suponer que esa ayuda implica todo tipo de arsenal letal como armas aéreas y costeras, advirtió la politóloga de la Universidad de Oxford, Liana Semchuk.

En junio de 2021, el antiguo Navy Seal y pionero en empresas militares privadas, Erik Prince, visitó Kiev con la intención de crear un ejército privado. Propuso entrenar a los ucranianos interesados en la base que posee en Carolina del Norte, con el visto bueno del Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia (CIA), reportó Simon Shuster.

En septiembre, cuando Zelensky lo visitó, Biden aprobó mantener la asistencia a Ucrania. Desde 2014, EE. UU. ha proporcionado a Kiev más de dos mil 500 mdd en ayuda. El 21 de noviembre llegaron a Ucrania unos 150 elementos de la Fuerza de Tarea Gator de la Guardia Nacional de Florida como parte del Grupo de Entrenamiento Multinacional Conjunto para “mejorar la defensaˮ.

También opera ahí la unidad de Fuerzas Especiales de Europa, que entrena y asesora a Ucrania en ejercicios, comunicación y coordinación escalonada. El pasado 20 de enero, en señal de que EE.UU. busca infligir mayor presión a Rusia, el Pentágono aprobó exportar sistemas anti-aéreos, radares de mortero a Estonia, Letonia y Lituania.

 

Así, hoy, cuando la CNN, Reuters, Bloomberg, Fox, BBC, El País, DW, Univisión, El Clarín, The Conversation, O Globo, Radio Europa Libre, el Atlantic Council y Breaking Defense machacan con falaz insistencia en torno a la “invasión” rusa a Ucrania –ideada por estrategas estadounidenses– solo exacerban ánimos y ocultan la realidad.

Lo que desde 2014 ignoran millones de estadounidenses y ciudadanos del este europeos es que la Unión Europea (UE) sirvió al plan de Barack Obama para provocar una crisis entre Ucrania y Rusia. Ocho años después, Biden mantiene el mismo plan en el que la UE es solo un convidado de piedra.

En 2019, cuando Volodimir Zelenskyy asumió como presidente de Ucrania, ofreció paz en el Donbás (este de Ucrania), lucha anticorrupción y reforma económica. Pero dos años después se empeñó en ingresar a la UE y a la OTAN, lo que Rusia no admite.

Washington tiene otros aliados ante esta tensión en escala: el impetuoso primer ministro británico Boris Johnson, la derecha empresarial de España e Italia, los gobiernos antirusos del antiguo bloque socialista y las exrepúblicas bálticas. Tras la ausencia de Alemania y Francia, muchos cuestionan ¿Qué aliados de EE. UU. enviarán sus tropas a la OTAN para una guerra cuya derrota está anunciada?

 

Ignorar al rival

Así como lo hizo la Unión Soviética, hoy la Federación de Rusia muestra gran capacidad para librar con éxito guerras convencionales, “híbridas” y operaciones en “zonas grises”, como pudo verse en Irak y Siria. Hoy mismo, sus servicios de seguridad protegen con su arsenal cibernético contra la desinformación que se suma a su armamento convencional y gran capacidad nuclear.

Pero EE. UU. y sus aliados insisten en ignorar las capacidades e intenciones reales del coloso euroasiático. Los conductores de la política exterior en Washington se niegan a entender el poder, las motivaciones y los logros de Rusia; y esta ignorancia les impide examinar su percepción de amenazas.

No entender a Rusia implica desperdiciar recursos, alterar la prioridad nacional y aumentar el riesgo de confrontación, advierten Eugene Rumer y Richard Sokolsky en su análisis Impacto de Malas Interpretaciones sobre Rusia en la Política de EE. UU. (junio 2021). Ambos creen que si Biden y otros actores conocieran más a Rusia, los políticos estadounidenses evitarían errores y sorpresas.

Ejemplo de error es creer en la eterna superioridad de EE. UU. y que, tras la caída de la URSS, el declive de Rusia fue tan profundo e irreversible que no resistiría los avances de Occidente, entre ellos la expansión de la OTAN. Con la idea de una Rusia débil, el Pentágono alentó el avance de esa alianza y subestimó la capacidad rusa de largo plazo para prepararse.

No aprendió las lecciones de las dos crisis fundamentales de la Guerra Fría: la de los misiles en Cuba (1962) y la de los euromisiles (1980). En ambos casos, la URSS mostró que no toleraría ninguna amenaza. Otro error de los políticos estadounidenses ha sido su poca atención a los artífices de la política exterior rusa.

Hace 20 años que Rusia desplegó una diplomacia cada vez más asertiva, ágil y temeraria en el espacio postsoviético, en Medio Oriente, América Latina, Europa y África. Fue así como el Kremlin acertó en capitalizar los errores de Occidente y ocupar los vacíos de poder que dejó.

Sorprendió a EE. UU. y sus aliados esta política exterior del Kremlin que reposiciona a Rusia como actor global e indispensable; y exhibe un poder versátil con instrumentos asertivos. Usó su riqueza energética (gas y petróleo) como arma estratégica y atrajo al motor europeo: Alemania; negoció con China acuerdos multimillonarios de largo plazo y pactó alianzas con otros productores (Venezuela, Arabia Saudita).

Para evitar la reconquista imperial, Moscú atiende el espacio postsoviético y en la pandemia fue el primer proveedor de equipos, personal médico e insumos para gobiernos amigos. Apuntaló la seguridad regional con la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), que intervino con una misión disuasiva en Kazajastán para impedir una “revolución de colores” diseñada en Occidente.

El músculo militar ruso agobia a Occidente, temeroso por la capacidad de sus fuerzas armadas. Rusia modernizó su arsenal nuclear con herramientas tan versátiles y disruptivas tecnológicamente que son un desafío para Biden y sus asesores en seguridad nacional, advierten servicios de inteligencia aliados del Instituto Elcano, la exdirectora de estrategia del Pentágono, Michele Flournoy y los rusólogos Rumer y Sokolsky.

 

Potencia frágil

Hay tres aspectos que deben visualizarse si esos actores llegan a una confrontación armada. Primero, no sería una guerra bajo el derecho internacional, pues no se formalizaría tal declaración. Segundo, sería la colisión no convencional de dos potencias con la artillería más sofisticada de la historia y tercero, el escenario será aéreo y espacial con el lanzamiento de misiles con carga nuclear o convencional e impactos sónicos desde submarinos, portaaviones y aeronaves no detectables al radar que causarían millones de víctimas.

Esto implicaría que las tropas entrarían en acción hasta que la aviación asegurara el dominio de las zonas. Bajo la doctrina soviética, los ejércitos de Rusia y Ucrania organizan su artillería en torno a morteros, cañones y misiles para aislar al enemigo o destruirlo en golpes sucesivos, explica el experto aeroespacial David Axe.

Ante ese eventual escenario, los medios silencian las operaciones que ya realiza el ejército de EE. UU. en la región. Entrena a las fuerzas armadas de Polonia, Lituania, Rumania, Países Bajos y Grecia; la 4ª Brigada de Asistencia de las Fuerzas de Seguridad ejecuta ejercicios en Georgia, Letonia, Macedonia del Norte, Polonia y Rumania. En tanto que la 164ª Brigada de Artillería de Defensa Aérea de la Guardia Nacional de Florida se asienta en Ansbach, Alemania reseña el analista militar, Oren Liebermann.

Con esas tropas de élite en Europa central y oriental, EE. UU. confirma que no hay lugar del planeta sin presencia de su ejército, ni de sus agencias de inteligencia. Posee 800 bases (navales o aéreas) en 70 países donde aloja a no menos de 200 mil tropas. Aunque es difícil confirmar estas cifras por el secretismo de la Casa Blanca y del Congreso, las respalda el reciente informe del Conflict Management and Peace Science Journal.

 

 

EE. UU. utiliza así su poder militar, ya sea para crear crisis, abrir o cerrar rutas estratégicas e intervenir en países. Sustenta esta capacidad en un presupuesto de 768 mil mdd para el año fiscal 2022, que supera lo que erogan China y Rusia, apunta el experto de la American University de Washington, David Vine.

En su obsesión por cercar a Rusia y China, el Pentágono creó y lidera estas alianzas regionales: la OTAN, la Organización del Tratado de Asia Sudeste (SEATO) y la nueva alianza con Reino Unido y Australia (AUKUS) en la región Indo-Pacífico. Además, son sus aliados incondicionales Japón, Vietnam, India, Surcorea y Taiwán.

Sin embargo, EE. UU. tiene un lastre que limita su capacidad de fuego, desplazamiento y aprovisionamiento: la gran dependencia de su complejo industrial militar y sus servicios con unas 100 firmas contratistas. DynCorp, Fluor, Raytheon, Kellog Brown and Root son algunas de las corporaciones “que más han ganado en las guerras; casi 1,05 mil mdd”, revela el estudio Costo de la Guerra de la Universidad de Brown.

Presupuestos multiplicados, contratos multimillonarios y gastos superfluos saltan a la vista en los informes que periódicamente publica la Oficina de Contabilidad del gobierno de Washington. Pese a su fuerte músculo militar, EE. UU. y sus aliados, no logran victorias contundentes desde 1945.

Su último ‘triunfo’ fue en 1991 en la operación Tormenta del Desierto, o sobre el precario ejército iraquí y civiles mal armados. Sus vergonzosas retiradas en Siria y Afganistán revelan su incapacidad ante la resistencia organizada.

En contraste, en Irak y Siria, el ejército ruso mostró capacidad para proyectar poder más allá de su periferia y el Kremlin avanzó en su deseo de lograr mayor influencia global y geopolítica. Hoy, el arsenal ruso es fuerte en defensa aérea S-550 y antimisiles; son imbatibles sus tanques Amata y vehículos blindados Taifún, así como el misil balístico intercontinental Sarmat.

El submarino nuclear Kniaz Vladímir, de cuarta generación es capaz de enfrentar entornos urbanos hostiles, su sistema robótico misilístico –llamado mano muerta– envía cientos de bombas nucleares sin orden humana. De última generación son el escudo contra ataques hipersónicos Buk-M3, el crucero de misiles hipersónicos Piotr Veliki (Pedro el Grande).

Aviones Su-30, helicópteros Mi-35, lanzamisiles Repeller, misiles tierra-aire Pantsir, sistemas antimisiles, el radar Enemy-GE, sistemas de supresión por radio Krasukha y Repeller; módulos de combate a control remoto. Esos equipos serían suficientes para disuadir a la OTAN de atacar a Rusia. Habrá que ver si así lo entiende Washington.

En contraste Rusia ha sido eficiente en comprender y anticipar las motivaciones de Occidente. Vladimir Putin es un fantástico estratega y lo ha demostrado, afirma la analista del Real Instituto Elcano, Mira Milosevich.

Aun así, Joseph R. Biden aspira a lograr lo que sus antecesores no pudieron: someter a Rusia; hacerlo sería a costa de un gran costo económico que en la era del Covid-19 y la recesión que se avecina no le conviene. Analistas vaticinan que su opción será dejar esa guerra en manos de las corporaciones y de la OTAN para no volver a abandonar a sus aliados como en Afganistán. Por ese modus operandi, el economista brasileño Tulio Ribeiro califica a EE. UU. como el mayor agitador mundial.


Escrito por Nydia Egremy

Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.


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