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Uno de los elementos más representativos de las fiestas decembrinas son las flores de Nochebuena. Esta flor emblemática navideña es originaria de ciertas regiones cálidas de México. Aunque ahora es mundialmente conocida por sus usos ornamentales, en épocas prehispánicas fue muy socorrida por los antiguos mexicanos por su valor medicinal. Pero, ¿cómo es que la flor de Nochebuena pasó de ser un ícono sagrado para nuestros antepasados a formar parte de la ornamentación de una costumbre moderna como la Navidad?
La Nochebuena era una flor predilecta para los aztecas, zapotecas, zoques, chontales y totonacas. Los aztecas la llamaban Cuitlaxóchitl, que en náhuatl significa “la flor que se marchita”. Nuestros antepasados la ocupaban para curar enfermedades de la piel, inflamaciones, picaduras de gusanos, llagas e infecciones. Incluso, en el Códice Florentino de Fray Bernardino de Sahagún se menciona que una de las características más notables de la Nochebuena era su uso para promover la secreción de leche materna. Otro de sus usos más populares fue en lavados vaginales como método anticonceptivo y abortivo.
Se piensa que la popularidad de la Nochebuena se perdió después de la llegada de los españoles, quienes prohibieron su implementación en su intento por borrar todo símbolo de identidad de nuestros antepasados. La Nochebuena, sin embargo, resurgió a principios del siglo XIX, cuando cautivó al botánico estadounidense Joel Roberts Poinsett. Este científico fue el primer embajador de Estados Unidos en México. En 1828, Poinsett introdujo la flor de Nochebuena a Estados Unidos, donde logró aclimatarla y después la patentó. Es así como mucha gente lo considera el “descubridor” de la flor. De hecho, los estadounidenses bautizaron a Cuitlaxóchitl como Poinsettia, en honor al embajador. Actualmente, ése es su nombre más conocido en todo el mundo. Desde entonces, nuestra Cuitlaxóchitl pasó de ser una planta sagrada de los pueblos prehispánicos a una planta mayormente ornamental.
La flor de Nochebuena pudo emigrar al resto de los continentes gracias al alemán Paul Ecke. Él logró desarrollar nuevas formas de cultivo y consiguió modificarlas genéticamente para resistir temperaturas más frías, haciéndolas más pequeñas y aptas para macetas. Ecke estableció un rancho en California, donde comenzó su explotación comercial. En la actualidad, el rancho Ecke tiene la patente de más de 300 variedades de Cuitlaxóchitl. En nuestro país se cultivan cerca de 30 variedades extranjeras que se utilizan para el comercio. El arbusto original se utiliza muy poco, pues el mercado ha sido invadido por las descendientes extranjeras de la nativa mexicana. De acuerdo con la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa), Morelos es el estado con mayor producción de Nochebuenas, generando más del 40 por ciento de la producción nacional total.
La flor de Nochebuena crece de manera silvestre a altitudes moderadas en regiones de bosque tropical caducifolio que abarcan desde el sur de Sinaloa hasta toda la región de la costa del Pacífico mexicano y Guatemala. También es posible encontrarlas en zonas cálidas del interior de la República Mexicana, principalmente en Morelos y Guerrero. Su nombre científico es Euphobia pulcherrima y a la fecha se conocen mas de 500 variedades en todo el planeta. Una de las peculiaridades de la flor de Nochebuena es que sus partes más llamativas y coloreadas son en realidad hojas modificadas. Las verdaderas flores son muy pequeñas y de color amarillo y se encuentran ubicadas al centro de las hojas.
Aunque la Nochebuena es una planta originaria de México, su popularidad mundial la alcanzó cuando emigró a los Estados Unidos hace casi 200 años. Es allí donde el manejo local, mejoramiento genético y los recursos biotecnológicos han dado origen a más de 300 cultivares. México ocupa el cuarto lugar mundial en superficie cultivada de Nochebuenas produciendo cerca de 30 millones de plantas al año. Sin embargo, su historia, domesticación y diversidad genética se han estudiado poco en nuestro país.
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Escrito por Neftaly Cruz Mireles
Columnista de ciencia