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El Sóviet como principio político
La idea de los sóviets como principio político es “patrimonio de todo el proletariado internacional”. La caída de la URSS no significa su caducidad.
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El 12 de mayo de 1905 estalló la huelga en Ivánovo-Voznesensk, el centro textil más importante de Rusia. Al llamado acudieron más de 30 mil trabajadores. Formaron una mesa directiva y eligieron un Consejo de 110 representantes. A partir de entonces este consejo de obreros se denominó Sóviet y fue el alma de las revoluciones de 1905 y 1917, así como la estructura que sostuvo a las repúblicas socialistas hasta su disolución. Antes de ser hecho histórico, los sóviets son un principio político. Son el elemento esencial de la estrategia leninista. Existían antes de la Revolución de 1917 y funcionaron como eje rector de la política socialista de la Unión Soviética. El abandono de este principio fue la causa determinante del fracaso del “socialismo real”. De la recuperación de su esencia teórica y práctica, aunque varíen las formas, depende en gran medida el triunfo de todo movimiento revolucionario.

La existencia de los sóviets responde a un problema histórico. Su relevancia debe buscarse en la relación entre el Estado y la “sociedad civil”, que ha variado a tal grado a través del tiempo que el poder de la “sociedad civil” es hoy prácticamente nulo o se limita a pequeñas asociaciones sin incidencia política real. Se asume al Estado dotado de un poder absoluto, al que necesariamente el individuo debe someterse. Tanto en la antigüedad como en el medioevo, el carácter coercitivo del Estado, la opresión militar o civil, se hacía patente sobre todo en tiempos de crisis. En realidad, existía una compleja estructura de organización entre las clases subalternas que iba desde los gremios hasta las sociedades mutualistas y cooperativas. Estas organizaciones tenían su propia jurisdicción, leyes, normas políticas, y una ética determinada que todos los miembros cumplían disciplinadamente. La obediencia del “pueblo” estaba más cercana a estos colectivos que al Estado. Se pertenecía a la colectividad como una forma de garantizar el apoyo mutuo, de ahí el mutualismo; y a su vez como la única manera posible de resistir las injusticias que pudieran venir del “otro” poder, del Estado, al que se veía invariablemente como un potencial enemigo. Hasta principios del Siglo XX, la sociedad se había caracterizado por una “dualidad de poderes” en permanente antagonismo: el poder del pueblo y el poder de la clase dominante. Con la consolidación del capitalismo, la “dualidad de poderes” desapareció, dejando su lugar al poder absoluto y “legal” de la clase dominante.

El Estado moderno pretendió romper con toda forma de asociación. Destruir la sociedad en sentido estricto y colocar en su lugar al “vigilante nocturno” que, más que organizar armoniosamente la vida de los hombres, tiene la función de no permitir el resurgimiento de este “otro” poder, del poder del pueblo. La resistencia a la sumisión absoluta fue loable. A través de sindicatos y partidos, el proletariado moderno se defendió de la marginalidad a la que se le había condenado. Las luchas fueron heroicas, pero finalmente el control fue total. En las últimas décadas del siglo pasado, el Estado terminó por absorber los sindicatos y los partidos de oposición. Todo tipo de resistencia a este poder totalitario fue suprimido y el pueblo quedó solo, disgregado, atomizado, y absolutamente indefenso.

El problema crucial de nuestra época radica en la restauración de este poder popular. A la fuerza organizada de la clase dominante, el Estado, sólo puede enfrentársele con una fuerza organizada antagónica que surja desde abajo. Y esto no debe esgrimirse sólo como consigna. Es un problema político que requiere una práctica concreta. Por ello debe recuperarse, por su vigencia y necesidad, el principio leninista: ¡Todo el poder a los Sóviets! No es un lema o una proclama: es un principio estratégico de trascendencia histórica.

“Las funciones y el papel de los Sóviets –escribe Andreu Nin– se modifican según las circunstancias del momento. En un principio no son más que simple Comité de Huelga; más tarde se convierten en organismos representativos de toda la clase obrera; luego en órganos de la insurrección y en embrión del Poder; finalmente, con la victoria de la revolución proletaria, la forma soviética es la que toma precisamente la dictadura del proletariado. La forma soviética de la dictadura del proletariado es, pues, la forma del proletariado organizado como Poder estatal que da la posibilidad de la dominación política completa y se convierte en un poderoso instrumento de transformación social y política”.

El Sóviet se gestó en las entrañas mismas de la fábrica. Surgió, a diferencia del sindicato de tipo occidental, con un objetivo político, no puramente económico. Las elecciones de los diputados obreros, diputados en el amplio sentido del término, como representantes en toda esfera social de la voluntad colectiva, eran la expresión de la verdadera democracia. No un ritual vacío practicado cada tres o cuatro años para elegir al tirano en turno. La grandeza de la Revolución de 1917 radica en haber hecho de esta fuerza, emanada del seno de la clase trabajadora, la piedra de toque de la transformación. Durante los caóticos meses de febrero a octubre, los Sóviets se vieron arrastrados por distintas fuerzas. La grandeza de su existencia, que radicaba en su unidad orgánica, sin intervención alguna de la autoridad estatal, pareció diluirse a la hora de dar el paso decisivo. Sin embargo, más allá de las dudas y los traspiés de estos meses cruciales, lograron mantener su independencia frente al poder oficial. Históricamente este proceso, que sólo nos interesa ahora en su generalidad, es conocido como “el poder dual”.

La historia moderna tiene pocos ejemplos de una lucha franca y abierta entre clases. Normalmente esta contradicción se esconde tras sofismas de todo tipo. En 1917, los sóviets gobernaban Rusia casi tanto como el propio Estado. Pero su poder no era absoluto, sus demandas y exigencias tenían que someterse a la crítica de la Duma, en la que los diputados de la burguesía desestimaban toda demanda que fuera en contra de sus intereses. ¿En qué residía entonces la grandeza de los sóviets? En su fuerza y organicidad. ¿En qué su debilidad? En la falta de un programa político. La grandeza de Lenin radica en haber entendido el nexo dialéctico entre el partido y el Sóviet. No se trataba de someter uno al otro, sino hacer de la fuerza inconsciente de la masa una fuerza efectiva al dotarla de un plan, de una idea que fuera más allá de la pura refriega.

Consumado el triunfo de los sóviets bajo la dirección del partido bolchevique se unificó, por primera vez en la historia moderna, la fuerza del Estado con la de la “sociedad civil”. El Congreso de los sóviets dejó de funcionar paralelamente al parlamento. El parlamento se fundió en uno solo con el Congreso y de esta unión surgió la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, es decir, la patria de los sóviets. Este principio político se expandió de la fábrica al campo, del campo a las trincheras, de las trincheras a las escuelas; llegando a influir en el hogar mismo, donde las mujeres exigieron y obtuvieron la igualdad de derechos que el trabajo les otorgaba frente a los hombres. No es de extrañar que en la Unión Soviética el derecho al voto de la mujer llegara muchos años antes que en las “democracias” occidentales.

La idea de los sóviets como principio político es “patrimonio de todo el proletariado internacional”. La caída de la URSS no significa su caducidad. Al contrario, se explica precisamente por haber roto el lazo que unía al Estado con la “sociedad civil”, con el pueblo. Debe recuperarse en la forma y el modo que cada nación requiera. Crear esta fuerza popular desde las bases implica construir organismos colectivos en las colonias, en los barrios, en las fábricas y en el campo. El poder del Estado no puede alcanzarse sin esta estructura. Su ausencia es la causa de las crisis de los partidos “de masas” y “populares” que, una vez conquistado el Poder, no tardan en verse aplastados por golpes de Estado internos o externos, al no encontrar en el pueblo el respaldo que necesitan. Al pueblo no debe gobernársele, debe enseñársele a gobernarse a sí mismo, ése es el gran legado leninista. La gran diferencia entre la gesta de los bolcheviques y nuestra realidad radica en que esos organismos colectivos y populares no existen prácticamente; hay que crearlos, formarlos y orientarlos. El momento de la revolución, insistimos, no llegará desde fuera. Se crea todos los días en la medida en que preparamos y forjamos las estructuras necesarias para dar el salto hacia la toma del poder político. En este sentido, la revolución es permanente. Sólo así debe recuperarse el principio leninista: “La revolución no se hace, sino que se organiza”. 


Escrito por Abentofail Pérez Orona

Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).


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