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A las dos y diez minutos del 25 de octubre de 1917 se escuchó en las calles de Petrogrado un réquiem único en su especie. Su letra contenía ¡vivas! y ¡hurras! atronadores que contrastaban con el cortejo fúnebre al que precedía una multitud, una gigantesca masa que emergía de feas casuchas, de grandes fábricas días antes paradas y tomadas por miles de obreros, en muchas de las cuales se veía aún asomarse por las rendijas, con cara de incredulidad, a hombres vestidos casi en harapos o, por mejor decir, a harapos hechos hombre, que no sabían a quién pertenecían los gritos de triunfo y algarabía, y quiénes eran los que con sus lamentos creaban esa tonada única, mezcla ensordecedora de risas y sollozos. La incertidumbre no tardó en desvanecerse, y la sonrisa acudió pronto a los rostros cansados y embotados de mujeres y hombres que habían pasado días esperando, o bien un triunfo absoluto, o bien, la muerte. Hace mucho tiempo que los medias tintas habían abandonado la ciudad.
Las horas que transcurrieron de la toma del Palacio de Invierno al Congreso de los Sóviets, en el que se declaró el triunfo de la causa obrera sobre el oportunismo burgués, definieron no sólo la historia del pueblo ruso y de la naciente Unión Soviética. Representaron un rompimiento decisivo y definitivo en el curso de la historia, un verdadero parteaguas. Por vez primera, desde el efímero gobierno de los comuneros en París, la clase obrera se hacía con el poder político de una nación. Y no sólo eso. En una de las naciones más grandes, ricas y pobladas del orbe. La lucha del proletariado contra la burguesía entraba así en una nueva etapa que, sin caer en subjetividades, marcaría para siempre el devenir de la humanidad. No es casual ni arbitrario que la historia del siglo XX comience, según el pensador británico Eric Hobsbawm, precisamente en suelo ruso, en octubre de 1917.
Nos hemos detenido en este «hecho» por las implicaciones que tiene con el presente de la humanidad. Como apuntamos en la primera parte de este artículo, la idea fundamental para la comprensión del presente radica en la capacidad de vinculación y conexión de «hechos aislados» y, si buscamos el eslabón determinante en la aparentemente caótica sucesión de acontecimientos en la que nos encontramos ahora, tenemos por necesidad que entender las contradicciones presentes como momento y efecto de luchas históricas que mantienen su vigencia y realidad en lo que hoy para nosotros parecen ser simplemente divergencias entre líderes y naciones.
El triunfo de la Revolución de 1917 no fue borrado con la caída del Muro de Berlín, mucho menos pudo desaparecer con la traición de Mijaíl Gorbachov y su patética perestroika. Se reprodujo como primer golpe de la revolución, como demostración de los cambios intrínsecos al capitalismo mismo en otras naciones que hoy acompañan el movimiento histórico iniciado en Rusia hace más de un siglo. La fuerza emergente de China, a cuya cabeza se encuentra el Partido Comunista; la constancia de Corea del Norte que, a pesar de la crítica a su hermetismo se ha consolidado como un régimen de clase, construido por y para los trabajadores; la adhesión a la causa antiimperialista de países africanos a los que por siglos se les consideró únicamente fuente de mano de obra barata para Occidente, y la incipiente pero cada vez más evidente cercanía de los pueblos latinoamericanos a China y Rusia, las dos potencias que encabezan este bloque histórico, son sólo algunos de los «hechos» destacables para la comprensión de la realidad que hoy nos determina.
La principal característica de estas naciones no radica en su nula afinidad al imperio norteamericano; ésta es más bien efecto que causa. Lo que une esencialmente a todos estos pueblos es la clara conciencia de representar y significar los intereses de una clase que, desde los inicios del capitalismo decadente, hace ya más de medio siglo, está llamada a representar los intereses de la humanidad entera. El hecho de que sea Iósif Stalin una de las figuras más queridas en Rusia y que su aceptación haya superado el 70%; que más del 60% de la población de este país –según datos de “Levada Center” una organización de investigación no gubernamental–, culpe a Estados Unidos y a la OTAN del conflicto en Ucrania, y que la popularidad del presidente Putin sea del 71%, 13 puntos más que en diciembre del año pasado, refleja un nivel de conciencia histórica inconcebible hace algunas décadas.
Si los líderes de todas las naciones antes citadas se atreven a tomar hoy medidas drásticas frente al imperialismo es, por un lado, porque cuentan con el apoyo de sus pueblos, porque representan a una clase que se ha sabido representada en ellos, porque son simplemente la casualidad que encarna la necesidad. Por otro, porque ahora no sólo quieren, sino que pueden finalmente, hacer frente cara a cara, a una fuerza que durante siglos se enriqueció a costa de la sangre y el sudor de millones de hombres pero que se enfrenta hoy a una insalvable disyuntiva: o cede la hegemonía a los gobiernos esencialmente proletarios o se enfrenta con ellos en una lucha en la que tiene todo que perder, incluso el respaldo de sus propios pueblos que observan cada vez más irracional la posición política de sus dirigentes. La salida no será sencilla, la advertencia del filósofo húngaro Georg Lukács, hace un siglo, cuando la humanidad recién llegaba al nacimiento de la contradicción, no es ociosa: «Una clase acostumbrada por la tradición de muchas generaciones al poder y al disfrute de los privilegios no puede nunca aceptar fácilmente el mero hecho de una derrota y dejar sin más que el nuevo orden de cosas pase por encima de ella».
Sin embargo este «orden de cosas» tiene por necesidad que llegar a su fin. Para ello, y por todos los que tenemos interés verdadero en el devenir de la humanidad, conviene no perder de vista que la esencia del conflicto radica en la interminable lucha de clases, ora con apariencia de lucha territorial como en el caso Ucrania-Rusia, ora con forma de conflagración económica en los mercados internacionales entre China y Estados Unidos. La esencia de esta contradicción, la lucha entre el capital y el trabajo, la lucha entre la clase trabajadora y la clase acaparadora, entre la burguesía y el proletariado, puede manifestarse de diversas maneras. No perdamos de vista nunca su verdadera naturaleza. Sigamos, una vez más, la advertencia de Lenin, fuerza moral y teórica del conflicto que hoy vivimos: «Es ridículo creer», dice Lenin, «que en un determinado lugar aparecerá un ejército en línea y dirá: “¡Estamos por el socialismo!”, y que en otro lugar surgirá otro ejército declarando: “¡Estamos por el imperialismo!”, y que entonces habrá una revolución social». «Los frentes de la revolución y la contrarrevolución surgen más bien en forma cambiante y sumamente caótica».
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).