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“¿No convendría que las exclamaciones de saludo al Poder de los Soviets y a los bolcheviques se vieran acompañadas con mayor frecuencia del más serio análisis de las causas que han permitido a los bolcheviques forjar la disciplina que necesita el proletariado revolucionario?”. Éstas eran las palabras de Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, el líder de la Revolución de Octubre, unos meses después de la toma del Palacio de Invierno.
La trascendencia de la Revolución de Octubre de 1917 radica, fundamentalmente, en que fue la primera revolución proletaria triunfante en la historia de la humanidad. Antes de ella solo habían existido dos intentos significativos, sin los cuales no se habría dado el levantamiento obrero de 1917. Las sangrientas Revoluciones obreras en Europa de 1848 y la Comuna de París de 1871 fueron necesarias para que los obreros y campesinos rusos pudieran lograr la inolvidable hazaña histórica a la que hoy aludimos. Tal como lo señalara el historiador más preclaro del Siglo XX, Erick Hobsbawm, la toma del poder de los soviets en Rusia inauguró el inicio del siglo anterior, que terminaría precisamente con la caída del gobierno soviético en 1991.
Sin embargo, más allá de lo que se rumie en las bibliotecas, oficinas y aulas universitarias, la clase trabajadora tiene como una de sus obligaciones, estudiar y comprender la historia de la Revolución Rusa, íntimamente ligado a la historia y la vida de los trabajadores del mundo. La historia nacional no es más que una etapa del proceso de vida de una sociedad; en realidad, dentro de cada país coexisten dos naciones irreconciliables: la de los trabajadores y la de aquellos que se quedan y apropian de su riqueza, los capitalistas. La vida discurre contraria para cada uno de estos grupos. De los grandes acontecimientos de la historia universal, la Revolución Rusa representa una etapa del pasado directo de la clase trabajadora sin importar nacionalidad, raza u origen. Es la primera gran manifestación de la irrefrenable voluntad de las masas y la teoría revolucionaria combinadas, puestas en acción.
Si buscamos comprender la Revolución de Octubre sería un error estudiar únicamente su fase final: la insurrección que el 25 de octubre permitió la toma del Palacio de Invierno. En realidad, la Revolución de Octubre de 1917 comenzó abiertamente en 1905. Después de dos años precedidos por huelgas y manifestaciones aisladas, en enero de 1905 los campesinos y obreros, de manera casi instintiva, aunque organizados bajo la bandera del pope Gapón, salieron a la calle a exigir mejores condiciones laborales para la incipiente clase obrera, que no solo pasaba por las horcas caudinas que Occidente había atravesado medio siglo antes, sino que, al mismo tiempo, se veía arrastrada, junto con el campesinado, a una guerra irracional con Japón. Este proceso tuvo su clímax en el Domingo Sangriento; fueron asesinados miles de trabajadores por parte de la policía zarista, definió el inicio de una nueva etapa en la vida y en la consciencia del proletariado ruso: el tiempo del “padrecito zar” había terminado, comenzaba la época de los soviets, forma de organización popular que surgió precisamente en el movimiento de 1905 y sobre la que se consolidaría el poder obrero emergido en 1917.
Después de la creación de los soviets y de un periodo de reorganización y depresión social los obreros rusos resurgieron del letargo después de casi seis años, particularmente en San Petersburgo, donde se concentraba en cantidad y calidad la valentía de la clase trabajadora. En 1911, las huelgas y las manifestaciones en contra del zar y la autocracia se multiplicaban aceleradamente en toda Rusia. Sin embargo, en el palacio del zar, la inconsciencia garantizaba la paz. Arropados por el manto pestilente de Rasputín, Alejandro II y Alejandra Feodorovna, la zarina, ocultan el miedo a su inminente caída: las cosas toman un buen giro, los sueños de nuestro amigo (Rasputín) tienen un gran significado”. ¡Qué lejos de la realidad estaban estas palabras que pretendían ocultar el ruido que hacía el suelo que se quebraba bajo sus pies!
La entrada a la Primera Guerra Mundial, en la que Rusia no tenía absolutamente nada que pelear o defender, fue la sentencia que el propio zar –cuya personalidad que diversos historiadores han definido como abúlica solo podía explicar la situación general de la monarquía rusa– firmaba sobre el feudalismo. A principios de 1917, se dibujaba, sobre todo para las cabezas aturdidas de la monarquía, un cielo de tormenta. Los primeros meses salieron a las calles 575 mil huelguistas que, a diferencia de los 140 mil de 1905, no pedían solo “pan y trabajo” sino que gritaban al unísono: “abajo el zar y la autocracia”. Las demandas políticas de un pueblo cansado de la miseria que había traído la guerra terminarían por ser la chispa que encendería la primera gran revolución de ese año: la Revolución de Febrero, que terminaría con el zarismo y dejaría el poder en manos de la naciente y timorata burguesía rusa.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).