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Muchos eruditos han abordado el argumento ornitológico, presente en cada etapa de la historia de la literatura; y si las aves, con su levedad y belleza son habitantes obligadas de todo universo poético, algunas especies ocupan un sitio destacado como símbolos de armonía, felicidad, lucha, desprendimiento, dolor, infortunio, locura, muerte y tantas pasiones humanas que sería interminable enumerar.
Águilas, cuervos, golondrinas, centzontles, palomas, colibríes, halcones y cóndores surcan el aire desde el viejo hasta el nuevo mundo, y todos contribuyen a tejer la urdimbre de una amplia y alada alegoría. Y entre todas estas aves, el ruiseñor ocupa un sitio de primer orden en la poesía de todos los tiempos; de la antigüedad clásica hasta la más estridente vanguardia, pasando por el modernismo, el ruiseñor, con sus costumbres nocturnas y su voz melodiosa es parte del paisaje. Con el corazón atravesado en un espino para teñir de rojo una rosa en el inmortal cuento de Wilde; o encarnando la poesía misma, enloquecido, “embriagado de luna, de sueño y de pasión”, en El ruiseñor cantaba del modernista mexicano Luis G. Urbina.
Si bien la obra del poeta y periodista Demetrio Korsi (Panamá, 1899-1957) transita del modernismo a la vanguardia y a menudo el habla popular de su tierra, llena de voces nativas y afrodescendientes, retrata la cotidianidad y el folklor panameños, en Los ruiseñores ciegos nos regala otro ejemplo de la universalidad de esta especie como símbolo poético; con singular maestría, perfección y profundidad, narra en primera persona la historia de un poderoso personaje que, instalado en su palacio, y habiendo logrado encarcelar en jaulas de oro a un par de ruiseñores, disfrutaba de su bello canto que, a pedir de sus deseos, cesaba al amanecer. Furioso por no poder oír durante el día la hermosa voz de aquellas aves, reducidas a la esclavitud, ordenó a sus criados que los dejaran ciegos, introduciendo un alfiler en sus ojos; y los ruiseñores, al sentir la oscuridad en sus pupilas, y creyendo vivir en una noche permanente, cantaron hasta morir de cansancio. Desde la espantosa crueldad de esta metáfora, cuyo desenlace no llega, pues se detiene en el odioso disfrute del tirano, el lector reflexiona en torno a la tiranía y la libertad, la justicia y los abusos de los poderosos, la ignorancia y el conocimiento de la realidad.
En jaula de oro su prisión tenían
mis ruiseñores, aves melodiosas
que honda nostalgia del azul sentían
en el tibio jardín, donde las rosas
–embriagadas de sol– languidecían...
Yo era perverso, como un Borgia altivo.
Vasta y rugiente orgía fue mi historia,
sólo sabe Dios por qué estoy vivo;
¡pero de toda soñación cautivo,
de odio cegué y enloquecí de gloria!
Y constelé mi corazón de ensueños,
aunque la carne, el ídolo de lodo,
fue el más constante de mis dulces dueños:
pero salvé el tesoro de mis sueños,
de azul sonámbulo y de amor beodo.
Hice un lindo jardín en mi palacio
para escuchar mis pájaros en calma,
y, bajo un cielo de ópalo y topacio,
pensé que era más grande que el espacio
el glorioso infinito de mi alma…
Los ruiseñores, en sus jaulas de oro,
de sus arpegios el gentil derroche
oír dejaban en sonoro coro,
cuando de los luceros el tesoro
fulgía entre las sombras de la noche.
Mas, al llegar el alba, entristecían
esas aves… que quedaban silenciosas…
Y honda nostalgia del azul sentían
al ver que las estrellas se dormían
al despertar en el jardín las rosas.
Ansié una tarde disfrutar los magos
arpegios de mis pájaros cantantes;
en esa tarde azul, los cisnes vagos
se hubieran dicho lirios ambulantes
sobre el cristal de los dormidos lagos...
Pero los ruiseñores no cantaron...
–¡Más me valiera –dije– tener cuervos!
Y furiosas mis manos se crisparon,
y, a mi mandato de crueldad, temblaron
los colosales y desnudos siervos.
Sacáronle los ojos a los suaves
cantores de la gloria y la armonía,
con un largo alfiler, los siervos graves;
¡y a sus cuencas sin ojos, esas aves
sintieron que la noche descendía!
Desde entonces, sus trinos no han cesado...
¡No necesitan escuchar mis ruegos
para entonar su cántico exaltado!
¡Y cada día estoy más encantado
con mis preciosos ruiseñores ciegos!
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Escrito por Tania Zapata Ortega
COLUMNISTA