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En pleno siglo XXI, el hecho de ver a un avión surcar el cielo se considera algo de lo más común; y cuando en muchas personas surge la pregunta de cómo y por qué vuela, las respuestas son éstas: “porque tienen alas”; porque tiene motores de turbina de compresor centrífugo o motores de compresor axial de turbina o, bien, porque tiene pilotos automáticos. Para las personas más observadoras, que siempre están buscando saber más, una respuesta adicional es que el avión vuela por la curvatura del ala desde el borde de ataque hasta el borde de salida y por la presencia de los motores en ambas alas, así como en la parte trasera. Pero no todo es tan sencillo como parece, pues detrás de los increíbles aeroplanos existe una historia llena de descubrimientos en la que han participado ingenieros, matemáticos, físicos, así como otras mentes brillantes que hicieron posible al ser humano surcar los cielos.
En su libro Cinco ecuaciones que cambiaron el mundo, Michael Guillen, editor científico del programa Good Morning, America, de la cadena de televisión ABC, revela el impacto que tuvieron en el desarrollo de la sociedad cinco ecuaciones matemáticas: la Ley de la Gravitación Universal, de Isaac Newton; la Ley de la Inducción Electromagnética, de Michael Faraday; la Teoría de la Relatividad Especial, de Albert Einstein; la Segunda ley de la Termodinámica, de Rudolf Clausius y, finalmente, la Ley de la Presión Hidrodinámica, de Daniel Bernoulli. Queda para posteriores artículos la explicación de cada una de ellas, así como sus respectivos ejemplos. Mi atención se centrará únicamente en la contribución de la última ley, que hizo posible que naves de muchas toneladas de peso lograran despegar del suelo.
Todo empezó en el siglo XVI, con Leonardo di ser Piero da Vinci, quien en sus diversas observaciones notó una reducción en la velocidad del agua cuando ésta fluía de un conducto estrecho a otro más ancho, fenómeno conocido hoy como la Ley de la Continuidad. Doscientos años después, Daniel Bernoulli notó algo más que la simple reducción de la velocidad, pues observó que el agua que se movía despacio por los conductos anchos tenía mayor presión que el agua que se movía más rápido por conductos estrechos. Esta formulación se parecía mucho a la Ley de la Conservación de la Energía, del reconocido matemático Gottfried Leibniz, considerado uno de los padres del cálculo diferencial. Solo que la ley obtenida por este genio alemán era válida para cuerpos sólidos, por lo que Bernoulli se dio a la tarea de trabajar en una ley similar que fuera viable para cuerpos líquidos. Para llegar a este resultado, el genio suizo hizo un ejercicio mental: partió el agua que fluía por los conductos cilíndricos en infinitas capas sumamente delgadas, tan finas que era imposible distinguirlas a simple vista, incluso con ayuda de microscopios. Posteriormente calculó los empujes (acción que ejerce el agua hacia arriba) y roces (fuerza encargada de reducir la rapidez de un objeto en movimiento) entre dichas capas con la ayuda de las leyes de Newton, simulando que las capas fueran sólidas. Luego sumó la infinitud de interacciones entre capa y capa, es decir, la suma de las acciones de contacto, o a distancia, que un cuerpo ejerce sobre el otro. ¡Eureka!, gritó el joven matemático al darse cuenta de que, efectivamente, sus cálculos lo habían llevado a una fórmula equivalente a la de Leibniz. Ambas fórmulas eran idénticas, solo que en lugar de la masa del cuerpo sólido tenía la densidad del fluido, es decir, energía igual a la densidad por la velocidad al cuadrado. Pero no solamente eso: el matemático suizo descubrió que el fluido en movimiento compensaba su energía con presión y no con altura, lo que lo llevó a formular el siguiente principio: presión más la densidad por la velocidad al cuadrado igual a una constante, conocido actualmente como Principio de Bernoulli.
En 1871, a casi un siglo de la muerte de Bernoulli, el científico ruso Nikolái Yegórovich Zhukovski, matemático y catedrático en la Universidad Estatal Lomonósov de Moscú, se encontraba entusiasmado con el movimiento de objetos sólidos a través de fluidos y solicitó a la universidad que le construyera un pequeño túnel de viento. La petición le fue concedida en 1902; en ese mismo año demostró científicamente que los aviones volaban gracias al Principio de Bernoulli. El experimento consistió en introducir dentro del túnel de viento (con techo y suelo planos) un objeto de superficie inferior plana y una superficie superior redondeada; para entenderlo, imaginemos una pera parada sobre un plato cortada de arriba hacia abajo por la mitad; luego acostamos la pera por la parte plana cortada, teniendo cuidado que la parte gorda de la fruta esté al inicio del túnel y la parte puntiaguda atrás. Al introducir la fruta, imaginemos que queda suspendida en el túnel de viento, es decir, no podrá tocar ni el techo ni el piso ni las paredes del túnel. Inmediatamente veremos que se creará una corriente de aire superior que circulará entre la superficie redondeada de la fruta y el techo superior del túnel, por un lado, y por el otro, una corriente inferior que circulará entre la parte plana de la fruta y el suelo plano del túnel. Si observamos detenidamente, nos daremos cuenta que el espacio inferior por debajo de la fruta será ligeramente más amplio y el espacio superior ligeramente más estrecho por la redondez de la superficie. Ahora, recordando la Ley de la Continuidad de Leonardo da Vinci, concluiremos que el aire circulará más rápido en el espacio superior (estrecho), y más lentamente por debajo de la pera. Luego, tomando en cuenta el Principio de Bernoulli, deduciremos que la corriente inferior que circula más lento generará mayor presión que la corriente superior. Una mayor presión significa que el empuje del objeto hacia arriba es considerablemente mayor, comparado con la fuerza que la corriente superior ejerce hacia abajo. Fue así como el “padre de la aviación rusa”, título oficializado por Lenin en 1920, resolvió en definitiva un problema que había causado un dolor de cabeza a varios científicos durante casi cuatro siglos; es decir, demostró científicamente cómo un avión logra levantarse del suelo gracias a la relativa alta presión del aire que pasa por debajo de sus alas y que empuja con mayor fuerza al avión hacia arriba.
Los descubrimientos y aportaciones de aquel ingeniero a la aviación rusa continuaron: en 1904 determinó los perfiles principales de las alas y las aspas de una hélice de un avión y desarrolló una teoría de hélices de vórtice; en ese mismo año fue creado, bajo su dirección, el primer Instituto de la Aerodinámica de Europa, localizado actualmente en Kuchino, un pueblo al sur de Moscú.
El hombre puede ahora viajar de Nueva York a Londres en solo ocho horas, lapso 10 veces menor al que hacía el SS United States, el barco más rápido de su tiempo. Antes de la Revolución Industrial, una nave marina cruzaba el Atlántico en uno o dos meses y los primeros barcos de vapor lo lograron en 15 días. Después aparecieron cruceros de lujo, como el Queen Mary, que lo hacían en cuatro días. Sin embargo, el tiempo y el costo seguían siendo altos. La aparición del avión solucionó este problema. Una vez más, vemos cómo las matemáticas y la física son útiles al hombre y le ayudan a transformar su realidad.
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Escrito por Romeo Pérez
Doctor en Física y Matemáticas por la Facultad de Mecánica y Matemáticas de la Universidad Estatal de Lomonosov, de Moscú, Rusia.