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Cometeríamos un craso error si no distinguimos oportuna y tajantemente las diferentes lecturas de la victoria del morenismo en México. En política, las victorias y las derrotas son relativas, pero esta relatividad no depende del ánimo individual, de la opinión de cada uno, sino del proyecto de nación que se pretenda alcanzar. Es decir, cada hecho político debe estar íntimamente ligado al objetivo final y es desde esta finalidad, y no a partir del movimiento mismo, como se debe leer e interpretar un acontecimiento de la importancia que tiene una elección presidencial. Así pues, el aplastante triunfo de Sheinbaum tuvo ganadores de diversa índole y perdedores, también relativamente hablando, que son contrarios e incompatibles.
Las jeremiadas del panismo, el priismo y el perredismo, son incomprensibles. Perdieron por necesidad, podríamos decir, por causas naturales. No representaron nunca una verdadera oposición porque no presentaron alternativas reales. La decadencia de sus candidatos reflejaba la decadencia de sus partidos. Sus proyectos son anacrónicos, están desligados de toda realidad concreta. La ausencia del más elemental realismo político; la desvinculación total y absoluta con los intereses de las grandes mayorías; la incapacidad de ofrecer, al menos discursivamente, un tipo de esperanza, del tipo que fuese, a la gente de a pie, al mexicano trabajador que constituye más del 90 por ciento de la nación, evidencian una decadencia que, al menos para algunos miembros de la alianza, es irreversible. Los lamentos de la prensa, los llamados a la reunificación e incluso alguna autocrítica que en ocasiones se deja ver, corresponden única y exclusivamente a este grupo político. Lo que esencialmente perdió la oposición no fue la confianza de las grandes mayorías: hace años que no cuenta con ella. Ha perdido el respaldo, al menos momentáneamente, del capital financiero nacional e internacional. La gran burguesía mexicana, y sobre todo norteamericana, tenía dos opciones: o confiar el poder a un partido sin respaldo popular y en franca decadencia, o abrazar el proyecto de un partido que, por más alardes de populismo que hiciera, supo cumplir fiel y silenciosamente el papel que le fue encomendado: abrir las puertas de México, sin trabas ni cortapisas, al capital mundial. La derrota de la alianza frente al morenismo no es entonces otra cosa que la derrota intramuros de una fracción de la burguesía ante otra. Y todo avalado, insisto, por el réferi particular que entre estas clases se ha erigido: el capital financiero norteamericano.
¿Qué significó, en términos reales, la elección presidencial para el pueblo de México? No fue otra cosa que la reducción de un proceso político trascendente a una burda contienda telenovelesca. Entre las tácticas que ha aprendido la democracia burguesa para erradicar todo espíritu de participación política entre las masas está la de trasladar la aparente contradicción al escenario, al plató televisivo y mediático. Hacer de un proyecto de nación un asunto personal o de camarilla que logre desviar la atención del público. Todo se transforma, entonces, en una disputa personal en la que lo único que se espera son “buenos puñetazos”. La audiencia quiere divertirse y se divierte. Los millones de “representados” en estas disputas pasan de ser actores de la discusión a simples espectadores. En la farsa muchos saben que hay mentira; intuyen que todo es una puesta en escena de mal gusto, con actores de mala hechura y, sin embargo, quedan atrapados en ella. Ríen mientras se puede pero, al final, y como siempre ha sucedido en nuestra historia, quien ríe al último ríe mejor.
No hemos llegado aún al punto neurálgico del análisis. Había que comenzar primero por quitar la basurilla con la que se cubría. Si la oposición es sólo oposición formal con identidad de clase; si toda contienda electoral desde hace décadas no es más que la disputa entre dos fieras por la misma víctima; si gane quien gane el pueblo pierde siempre. ¿Qué hacer? ¿Hacia dónde voltear? Teóricamente podríamos simplificar el análisis, como hace gran parte de la izquierda mexicana, a una lucha de clases en la que priva la “inconciencia”. Se parte de la premisa de que, como “la masa” es “inconsciente”, se deja arrastrar fácilmente por la más despreciable de las demagogias, aquélla en la que queda reducida a simple instrumento, degradada a herramienta servil de los intereses “conscientes” de la clase explotadora. Y aunque esta premisa es válida, el reconocimiento de la inconsciencia política de las masas no lleva por sí mismo a ningún lado, se queda en el terreno de la pura abstracción. Es un error político culpar a las grandes mayorías de una derrota que para ellas parece una victoria indiscutible. Eso significa únicamente que no se ha sabido comprender el estado real en que se encuentra esta “masa” para llegar a ella con las herramientas adecuadas. Es precisamente la ausencia de este eslabón entre el reconocimiento teórico del problema y la transformación efectiva-práctica de la realidad, lo que tiene a los partidos comunistas y socialistas en México y América Latina, en el más lamentable ostracismo. La “revolución cultural” por sí misma no lleva nunca a cambios profundos y radicales del aparato social.
El hecho indiscutible es que, a pesar del masivo apoyo al morenismo, la crisis económica y social que atraviesa el país no se resolverá ahora como no lo hizo en estos seis años. La situación se agravará y todas las ilusiones que hoy han llenado las urnas desaparecerán, dejando en su lugar un justificado resentimiento. No se pretende adivinar; basta con ver el lamentable estado en el que ha quedado el país después del paso del tsunami morenista y, sobre todo, con repasar las propuestas de “transformación” de la presidenta electa. ¿Cómo propone el “nuevo” gobierno resolver el pauperismo del campo mexicano? No hay respuesta. ¿Cuál es la alternativa ante la sanguinaria espiral de violencia que azota a México? Nada se sabe. La imposibilidad de seguirse endeudando para mantener la táctica electoral de las tarjetas es un hecho. ¿Qué pasará cuando el gobierno no pueda pagar la parte del salario que ha estado evitando al capital que abone? ¿Cómo se resolverá el problema migratorio que amenaza con radicalizarse con las luchas internas en Estados Unidos? ¿Cuáles son las expectativas para millones de estudiantes que dejan las escuelas y van a parar directamente al ejército de desempleados porque las oportunidades de trabajo son nulas o precarias? Se plantean sólo algunos de los más apremiantes problemas y no con la ilusión de que al menos se enuncien sus respuestas, sino por la inmensa masa social a la que éstos aquejan. Quiero decir, y esto es precisamente lo que hay que destacar: campesinos, obreros, amas de casa, estudiantes, etc., verán agravarse su situación, ensombrecerse cada vez más su realidad.
¿Qué sucederá con todo este resentimiento? ¿A dónde irá a parar la indignación? Es algo difícil de responder tajantemente: el renacer de la derecha, como en Occidente, es una posibilidad, aunque no embona necesariamente con la historia cultural de México. Las posibilidades son diversas aunque limitadas. Lo único seguro es que los desencantados buscarán respuestas, alternativas concretas. Dejar el campo libre a las fuerzas reaccionarias de la historia y esperar a ver los efectos que pueda tener la reorganización de los partidos tradicionales no es una posibilidad. La lucha de clases tiene que reflejarse en la lucha partidaria. México necesita un verdadero partido de clase que rompa de manera definitiva con la constante alternancia que entre los distintos partidos de la burguesía se ha creado y de la que hoy tenemos sólo un ejemplo más. Dicho partido, sin embargo, no puede estar exento de las concretas relaciones de fuerza que lo determinan. “El elemento decisivo de toda situación es la fuerza permanente organizada y preparada con antelación que se puede hacer avanzar cuando se considere que una situación es favorable (y es favorable sólo en la medida en que exista esa fuerza y esté llena de ardor combativo); por eso la tarea esencial es dedicarse sistemática y pacientemente a formar, desarrollar, compactar, homogeneizar y hacer cada vez más consciente de sí misma a esta fuerza” (Gramsci); lo que en nuestra realidad concreta significa estar más cerca que nunca de la gente, en cada ciudad, pueblo o ranchería. Hacer más compacta nuestra unidad en torno a los principios ideológicos del marxismo. Dirigir nuestra voluntad transformadora a los eslabones que serán determinantes en una próxima contienda y no perder de vista, en ningún momento, que la grandeza de los fines que nos hemos trazado requieren una grandeza similar en los medios. Preparados de tal manera para cuando las circunstancias griten: ¡Hic Rodas, hic salta!
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).