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Es la historia una ciencia cuyo estudio no pueden despreciar los pueblos, mucho menos las clases subalternas; en ella se encuentran las herramientas que permiten una transformación efectiva y práctica del presente. Sus principios, asentados formalmente en el Materialismo Histórico, adquieren contenido a los ojos del hombre contemporáneo como formas políticas, manifestaciones sociales que, sin embargo, se revelan al «sentido común» como autónomas, independientes de cualquier relación con el pasado, únicas y originales. El individuo se entiende –bajo esta concepción– como el demiurgo, el hacedor de la realidad; los pueblos, la sociedad en su conjunto, se transforman en comparsa: el rebaño que marcha al son de la música que le toquen. Es comprensible este razonamiento, la vida de la gran mayoría de los hombres es una lucha diaria por la existencia, una batalla permanente en la que no hay tiempo para cavilaciones ni reflexiones que rebasen la inmediatez. Sin embargo, que sea comprensible no significa que sea necesario. Ignorar las raíces, las relaciones económico-sociales de las que somos producto, hará de nuestra existencia una repetición interminable. Quedaremos atrapados en una rueda de hámster en la que todos los días libraremos exactamente la misma batalla: la de la sobrevivencia; imposibilitados a avanzar y a romper de manera definitiva el ciclo fatal en el que siempre es el mismo día.
Que no se puede juzgar a un individuo, un partido, o un proceso histórico, por la conciencia que tiene de sí mismo, es uno de los fundamentos que se repiten con mayor asiduidad en los escritos del fundador del Materialismo histórico: «Y así, –escribe Marx en El dieciocho Brumario– como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo que realmente es y hace, en las luchas históricas hay que distinguir todavía más entre las frases y las figuraciones de los partidos y su organismo efectivo y sus intereses efectivos, entre lo que se imaginan ser y lo que en realidad son». Lo que un partido se dice a sí mismo sobre su papel histórico debe, para un juicio verdadero, constatarse en los hechos. En el famoso Prólogo a la contribución de la economía política, Marx añade: «Y del mismo modo que no podemos juzgar a un individuo por lo que él piensa de sí, tampoco podemos juzgar estas épocas de transformación por su conciencia, sino que, por el contrario, hay que explicarse esta conciencia por las contradicciones de la vida material, por el conflicto existente entre las fuerzas productivas sociales y las relaciones de producción». Siguiendo este primer principio: ¿Cómo entender la contradicción entre lo que la Cuarta Transformación piensa de sí misma y lo que efectivamente es?
En el arsenal de frases de Morena, una de las ideas que más machaconamente se repite, y cuya trascendencia no puede perderse de vista –dado que es básicamente su programa de partido– es aquella en la que se autoperciben como: “Cuarta Transformación”. Son de palabra los continuadores de una lucha social que inició con la Revolución de Independencia, pasando por la Guerra de Reforma y que tiene en la Revolución de 1910 su antecesora inmediata. La “Cuarta Transformación” se erige, así, como un momento más en este largo proceso de luchas intestinas. Dos cosas deben destacarse de esta “autoconciencia morenista”. En primer lugar, han elegido para definirse el concepto de transformación y no el de revolución. Emana de este concepto “transformador” un sentido de continuidad. En honor a la verdad y, bien entendida la idea, Morena no se planteó en ningún momento revolucionar la realidad. El sentido de su gobierno era el de continuar con un proceso que, en las tres fases que se nombran: Independencia, Reforma y Revolución, tuvo como principal objetivo superar el feudalismo, desterrar todo vestigio de peonaje y, esencialmente, dejar el poder político de México en manos de una burguesía que en estos cien años logró su consolidación. La Revolución mexicana, comprendida por este partido como la “tercera transformación”, fue el inicio de una etapa crucial de la historia nacional en la medida en que, a partir de entonces, la burguesía mexicana se hacía formalmente con el poder político que económicamente ya detentaba.
La historia de México, entendida en clave morenista, es, pues, la historia del ascenso y consolidación de una clase: la burguesía. En su discurso no hay referencias a la lucha de clases; todo lo más, existen pobres y ricos, pero para ellos somos todos iguales más allá de que nos separen unos cuantos pesos (que suelen ser miles de millones). “El gobierno de los pobres”, otra de las frases esgrimidas con astucia por el presidente y su partido, no pretendía, ni siquiera lo podía comprender así, acabar con la pobreza. Era el gobierno de los pobres en la medida en que su verdadero objetivo, detrás de toda la pomposidad del discurso, consistía en sostener esta diferencia: acabar con la pobreza implicaba distribuir la riqueza y distribuir la riqueza es ya una forma de revolución. En cambio, el partido, congruente con su ideario político, lo que pretendía y logró fue: mantener la pobreza subsidiándola. No hubo ninguna sola reforma que atentara contra la desigualdad, todas estaban encaminadas a sostenerla. En pocas palabras, Morena no tuvo siquiera el valor de utilizar la fuerza de las frases. El espantajo de la revolución y de la lucha de clases la atemorizaba hasta en el discurso.
¿Fue congruente con sus principios? Sí y no. Sí por lo que verdaderamente significaban: evitar el brote de la contradicción real, de la lucha de clases, a la palestra política. Si el priismo hubiera continuado sin renovarse, tarde o temprano un partido de clase, es decir, un partido verdaderamente de los trabajadores, habría encarnado la inconformidad social. Así pues, decidió la burguesía maquillarse un poco y, tras un traje de pobre, apareció el verdadero priismo, artificiosamente rejuvenecido. Fue incongruente y abiertamente fraudulento en la medida en que utilizó arteramente a los héroes de una clase de la que hasta ahora no se ha escrito una verdadera historia, para someter y nulificar el espíritu de lucha de la misma. Se apoyó en las necesidades y carencias del pueblo pobre para encaramar nuevamente en el Estado a una burguesía defenestrada y odiada. Su discurso, teñido de patrioterismo y demagogia, abusando de la ausencia de conciencia histórica del pueblo de México, encontró en “la voluntad obstinada de un filibustero” al verdugo ideal de la clase trabajadora que, tras seis años de gobierno, se ha hundido todavía más en el cenagoso pantano de la miseria. “Si hay pasaje en la historia pintado en gris sobre fondo gris, es este” (Marx).
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).