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El jueves 26 de octubre, en Acapulco, la escena era espantosa debido a los destrozos que ahí dejó el huracán Otis. Apenas dejar Chilpancingo toda comunicación está interrumpida; no hay señal telefónica y las poblaciones están sin luz.
¿Por qué no sacaron a la gente antes de que llegara al huracán? ¿Por qué no la protegieron? ¿Por qué no ha llegado nada de apoyo? ¿No se supone que la silla presidencial puede hacer mucho? ¿De qué sirve tener el poder presidencial, si se actúa como cobarde e indiferente?
¿Por qué ese afán de querer ocultar la verdad? ¿Algún día el Gobierno Federal admitirá su error? ¿Por cuánto tiempo dejará solos a los acapulqueños, especialmente a los más pobres y marginados?
Todavía no era visible la ciudad, pero las destrozadas siembras de los campesinos hacían pensar en lo difícil que será recuperar lo que por meses habían esperado obtener por sus hortalizas.
Apenas entrar, las calles de la ciudad de Acapulco recordaban la escena de alguna película donde todo ha colapsado. El huracán Otis arrasó con todo, provocando que la gente salga de los edificios para salvarse de la catástrofe.
La entrada principal se encontraba cerrada, pero las calles estaban llenas de gente. La devastación no se limita a la costera Miguel Alemán, en las comunidades es total. Todas las casas fueron invadidas por el agua y sus habitantes salieron a la carretera a pedir ayuda a los pocos automovilistas que pasaban por ahí. Los de la comunidad Los Coyotes mostraban un letrero que decía: “Los coyotes necesitamos de tu ayuda”.
Detrás de ellos sólo escombros quedaban de lo que habían sido sus hogares; una realidad que los medios de comunicación masiva (televisión, impreso y las redes sociales) no han difundido: gritos que no son escuchados… voces que se pierden en el vacío.
Había familias con carritos de supermercado de regreso a sus hogares con algunas cosas. “No creo que estén dando víveres, ¿o ya?”, pregunté; y alguien me explicó: “desde ayer están saqueando las grandes bodegas. No hay qué comer, la gente tiene hambre”.
De las bodegas comerciales salían personas con artículos y muchas cosas; mientras algunos elementos de la Guardia Nacional limpiaban la calle.
En el centro de Acapulco, el desastre generado por Otis era cada vez más aparatoso: hoteles y residencias en ruinas; automóviles, espectaculares, líneas eléctricas y telefónicas, árboles arrancados de cuajo, palmeras rotas; calles bloqueadas por escombros.
El viento se había llevado todo, todo estaba destruido; y si eso se veía en la zona de Acapulco Diamante, no quería pensar en qué condiciones se hallaban las colonias alejadas del centro y las que están empotradas en la montaña que rodea la bahía.
En la costera Miguel Alemán, los daños eran irreparables; en algunos sitios, había máquinas retirando los escombros; cientos de habitantes y turistas intentaban obtener señal para contactar a sus familiares.
Algunas personas sacaban los últimos objetos de las tiendas de autoservicio, casi vacías; la fila de automóviles parecía interminable y el aire estaba lleno con los gritos de reclamo y los bocinazos cuando alguno se metía a la fuerza.
El congestionamiento era tal, que no permitía el avance de un convoy de ambulancias y bomberos de la Ciudad de México.
“El viento era lo que más me asustaba”
Lejos de la costera, cuesta arriba, en donde se hallan los asentamientos populares, mucha gente volvía con víveres, probablemente arrebatados en algún saqueo… ¿cómo enjuiciarlos, si dos días después del siniestro aún no llegaba la ayuda humanitaria? Los niños pedían agua y comida; el esposo estaba sin trabajo y sin dinero; la madre se hallaba enferma y el hambre apretaba a todos.
¿Qué podían hacer? ¿Quedarse sentados como buenos ciudadanos a que lleguen los camiones con ayuda dentro de dos semanas o un mes? ¿A que llegaran los Servidores de la Nación?
Tras un agotador trayecto cuesta arriba llegamos hasta lo que hace dos días era un conjunto de hogares humildes y que hoy la intensidad de los vientos ha reducido a un montón de escombros. En la calle hay láminas, postes rotos, cables atravesados, tierra, techos colapsados, hojas por doquier. No hay un sólo hogar intacto: todo está en el suelo, es imposible ver una sola casa. Varios árboles han sido derribados.
En el hogar de uno de los habitantes el agua irrumpió con tal fuerza que todas sus pertenencias flotaron hacia afuera. Todavía presa del espanto cuanta que durante toda la noche, mientras Otis golpeaba con furia, tuvo que sostener la puerta con todas sus fuerzas para evitar que el viento la derribara.
“El viento era lo que me asustaba; entraba entre todas las rendijas y silbaba muy feo, con eso nadie duerme”, lamentó.
En los hospitales no se ha logrado restablecer la energía eléctrica; quienes dependían del oxígeno no pudieron sobrevivir. Los trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad llegaron a la ciudad, pero no pueden realizar ningún tipo de trabajo hasta que llegue el material requerido para trabajar y eso puede tardar algunos días más. La gente se alumbra con velas, pero no se puede echar a andar un respirador con una vela. No se conoce el paradero de pacientes, médicos y personal sanitario. Hay muchas preguntas que nadie responde.
No hay agua. Hay gente que no bajó y no alcanzó nada, ni un poco de despensa ni medicamentos. Los que estuvieron cerca de una tienda pudieron tomar algo; pero los que viven en las colonias de más arriba llegaron tarde.
La casa se movía a cada golpe del viento
En las colonias pobres de Acapulco es tal la sed, que un grupo de niños corre para acceder al agua que chorrea de unas tuberías rotas; pero el mal olor finalmente los inhibe y no la beben. Aquí, el sistema de drenaje es inservible.
Una vecina nos cuenta cómo perdió su casa, sus cosas, su patrimonio; en su rostro se leen la desesperanza y la certeza de que, para ellos, la ayuda no llegará pronto; porque los gobiernos darán prioridad a la zona turística y a los habitantes de la costera Miguel Alemán.
Le preguntamos cómo vivió la noche del martes 25; “fue desesperante sentir que, en cualquier momento, la casa se caía sobre nosotros; abrazar a mis hijos mientras tratábamos de refugiarnos del viento o la lluvia; sentir cómo la casa se movía con cada golpe de aire. Yo escuché cuando se llevó mis láminas en la parte de arriba.
“Escuché cuando colapsó el domo de la colonia. Cada golpe de alguna lámina que volaba en el aire sobre la casa. Vi todo eso en la noche; y en la mañana todo estaba destruido, mis muebles mojados, mi casa llena de agua, fue una noche de angustia y horror”.
Otra señora nos cuenta cómo, en la noche todo a su alrededor parecía irse sobre ella: “Era como estar escuchando gritos feos, gritos del viento; escuchaba cómo otras casas se rompían. Ahora necesitamos agua y comida. Eso es lo elemental ahorita. Ya no hay agua; puedes caminar mucho, pero sólo encuentras algún jugo y refresco para beber, pero agua ya no hay”.
Al preguntarle sobre la ayuda del gobierno contesta: “siempre hacen lo mismo, siempre vienen y nos dicen que sí nos van a ayudar, y después nos dejan. Pero el de ahora es más descarado, se pone a inventar números y a decir una bola de mentiras. Dice que ya hay dinero para nosotros, que ya están resolviendo este asunto; pero la ayuda aquí no ha llegado y no creemos que nos llegue a nosotros.
“Llegará a la parte de allá abajo, a los hoteles, a los restaurantes y a los lugares de la gente rica. Ahí sí va a llegar, pero a nosotros no. A los que estamos hasta acá arriba no nos va a llegar nada, y no ha llegado. Es Presidente, pero no hace otra cosa que mentir. Ahorita, lo que ha resuelto la necesidad es la unión de nosotros, que nos apoyamos mutuamente. Eso nos ha ayudado”.
El apoyo no llega para los más alejados de la costa, que también sufrieron los daños de Otis. Para ellos todavía no hay un plan de respaldo. Los gobiernos no escuchan el clamor de los acapulqueños en desgracia. Las zonas donde viven los obreros, los ejidos y las comunidades están devastadas y la ayuda sigue sin llegar.
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Escrito por Alessandra Yuneri Tolentino Flores
Colaboradora