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La idea de que el sistema financiero tiene una existencia puramente funcional en el capitalismo, como instrumento para concentrar los ahorros de la sociedad y convertirlos en inversión productiva, es inexacta. El desarrollo mismo del capitalismo ha entrampado al mundo en una contradicción que consiste en que la creación sin precedentes de riqueza alcanzada en el nivel planetario se concentra cada vez más, en su forma de rentas, en las manos de los grandes bancos, cuyas formas preferidas de hacer negocios desvía recursos de la producción de mercancías. Ya no se trata únicamente de “capitalizar” dinero contante y sonante, invirtiéndolo, aunque de forma indirecta (prestándoselo a alguien más), en la producción, sino que ahora se “capitaliza” la deuda misma. Así, buena parte de las finanzas se han ido especializando en la compra y venta de títulos de deuda cuyos precios son el resultado de un juego de expectativas. Estos activos financieros se compran y venden como una apuesta en la subida o caída de sus precios. En términos simplificados, la especulación provoca modificaciones en los precios de los activos financieros con el propósito de obtener una ganancia comprando activos baratos para venderlos en el momento más apropiado a un precio más alto. En este tipo de transacciones, el dinero no crea ni un ápice de riqueza.
Sin embargo, la acumulación de capital financiero es cada vez mayor y la especulación tiene sus límites. Para movilizar estos recursos, los bancos han endeudado a todo el mundo. Pero todo este crédito no sigue necesariamente el curso de la inversión productiva. Los objetivos principales de los acreedores han sido, por un lado, los consumidores, en especial los de los países de mayor ingreso, aunque el crédito al consumo se expande a paso seguro en los de menores ingresos; y por otro, los Estados de los países menos desarrollados. El crédito al consumo tampoco crea riqueza, solo es una vía de extracción de rentas, principalmente aquellas provenientes de los pagos a los trabajadores. Por otro lado, no en pocos casos, la deuda pública termina siendo utilizada para pagar los intereses de deudas previas, en gastos de operación de los gobiernos o en la corrupción, pero no fundamentalmente en inversión productiva.
Estas actividades del sector financiero lo han hecho sistemáticamente frágil, volátil e inestable. No obstante, en lugar de tratar de eliminar lo irracional de esta sección de la economía, el capital financiero se ha forjado un entramado institucional para aminorar o, en todo caso, reponerse de las crisis cada vez más frecuentes y severas causadas por la especulación y la insolvencia financieras. A este propósito se han adherido los bancos centrales. Por más sofisticado que parezca, el sistema financiero no puede cortar el cordón umbilical que lo ata a la producción de riqueza real, a los flujos de ingresos contantes y sonantes. Detrás de las transacciones financieras más complejas hay una deuda que tiene que ser pagada y un interés que debe ser cobrado. Los bonos del Estado son, en este sentido, la inversión más segura, pues los impuestos pagarán siempre la deuda pública.
Por otro lado, los bancos centrales, en la práctica, se han convertido en fuente generosa de “liquidez”, sobre todo en tiempos de crisis. Ingentes sumas de recursos se han inyectado a través de las líneas de crédito de los bancos comerciales con el banco central, mediante la acción comúnmente llamada “expansión cuantitativa”, que no es otra cosa que trasladar al Estado los costos de la euforia especulativa, es imprimir dinero para extirpar activos “tóxicos” del sistema financiero y reanimar así su pulso. Además de seguridad y liquidez, el sistema financiero demanda estabilidad. Paradójicamente, la locura especulativa requiere de un sistema estable para deducir el valor de los activos financieros que permita calcular y pronosticar la rentabilidad de las inversiones financieras y elaborar estrategias de inversión.
La estabilidad financiera también ha sido una tarea gradualmente asignada a los bancos centrales. Desde la embestida neoliberal, los bancos centrales de los países subdesarrollados han renunciado poco a poco a su responsabilidad en la creación de empleo y se han abocado a la búsqueda de la estabilidad de variables monetarias. Esto a “sugerencia” de los organismos internacionales de crédito, que, condicionando el financiamiento, han impuesto a los bancos centrales de los países dependientes y débiles la tarea exclusiva de mantener la inflación en niveles de un solo dígito. Esta imposición se encubre en la pseudoteoría del enfoque monetario de Metas de Inflación, en el que se formalizan un conjunto de prácticas monetarias encaminadas a regular los signos vitales del sistema financiero global, sacrificando con ello el crecimiento económico propio.
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Escrito por Tania Rojas
Maestra en Economía por El Colegio de México. Estudia un doctorado en Economía en la Universidad de Massachusetts Amherst, en EE.UU.