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En pocos días, el 27 de enero, se conmemorará el octogésimo aniversario de la liberación del más grande y terrible campo de exterminio nazi, el cual se erigió como un émulo del infierno en la tierra.
Las palabras finales del discurso que el líder soviético Iósif Stalin pronunció el siete de noviembre de 1941, ante las tropas del Ejército Rojo que partían desde la Plaza Roja, directamente al frente de batalla, a unos pocos kilómetros de Moscú, resultarían proféticas, al decir: “Los pueblos esclavizados de Europa que han caído bajo el yugo de los invasores alemanes les ven como sus libertadores. Una gran misión liberadora ha caído en su suerte. ¡Sean dignos de esta misión! La guerra que están librando es una guerra de liberación, una guerra justa. ¡Que les inspire en esta guerra la imagen valerosa de nuestros grandes antepasados: Alexandr Nevski, Dmitri Donskói, Kuzmá Minin, Dmitri Pozhárski, Alexandr Suvorov, Mijaíl Kutúzov! ¡Que los proteja la bandera victoriosa del gran Lenin!”.
Así fue como militares soviéticos del Primer Frente Ucraniano del Ejército Rojo, liberaron el 27 de enero de 1945, el campo de concentración de Auschwitz, en donde los alemanes y sus cómplices y aliados asesinaron entre un millón y medio y cuatro millones de personas, según diferentes estimaciones. La mayoría de las victimas fueron judíos polacos y soviéticos y prisioneros de guerra de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
El teniente mayor Iván Martinushkin fue uno de los militares soviéticos que liberó a los pocos miles de prisioneros que aún estaban con vida. Años después recordaba: “La gente estaba exhausta, ni siquiera la sonrisa aparecía en sus rostros, no podían sonreír, sólo podíamos entender, por la luz de sus ojos, que sabían que la paz había llegado, que la libertad había llegado, y que el infierno que vivían había terminado”.
Gracias al trabajo de los médicos, provenientes de Leningrado que acompañaban a las tropas y a su gran experiencia durante el asedio de aquella ciudad con este tipo de víctimas, consiguieron sobrevivir casi todos los que fueron liberados de Auschwitz por el Ejército Rojo. Cuenta la historia que los pocos prisioneros que aún tenían fuerzas para moverse, al escuchar movimientos cercanos, salieron de las barracas para observar a quienes se acercaban; y al ver que eran las tropas soviéticas, volvieron para decirles a los que no podían moverse: “¡son los rusos, estamos salvados!”
A pesar de su papel central en la derrota del nazismo y del sacrificio inmenso que este logro costó a la Unión Soviética, hace ya varios años que las autoridades polacas no invitan a la Federación Rusa (sucesora de la URSS) a la conmemoración de la liberación de Auschwitz por parte de las tropas soviéticas; hace diez años, Grzegorz Schetyna, por aquel entonces canciller polaco, argumentó que no se había invitado al presidente Vladímir Putin porque no habían sido rusos los libertadores, sino ucranianos, ya que efectivos del Primer Frente Ucraniano fueron los que liberaron el campo de exterminio. Es difícil determinar si este tipo de razonamiento es fruto de la malicia, de la ignorancia o simplemente de la estupidez. Es sabido que en las formaciones del Ejército Rojo estaban integrados los diferentes orígenes nacionales y étnicos del país, no siendo el Primer Frente Ucraniano una excepción.
Por supuesto que este año se repetirá el desaire polaco y no habrá invitación para Rusia en la conmemoración, del mismo modo estoy seguro de que podremos ver delegaciones de Alemania, país que construyó ese campo de la muerte, y del régimen de Kiev, donde se glorifica como héroes a los colaboracionistas ucranianos que, entre otras cosas, ejercían como guardias y torturaban a los prisioneros en estos mismos campos de concentración.
Sin embargo, esto no nos debería sorprender si repasamos un poco la historia de Polonia, llena de rusofobia y antisemitismo. Para ejemplificar, vamos a buscar algunos eventos y datos históricos.
En Polonia, antes de la Segunda Guerra Mundial, vivían casi tres millones y medio de judíos, los cuales, durante casi toda la historia de Polonia, sufrieron la hostilidad de sus vecinos polacos, pero incluso antes de la invasión nazi, a comienzos de 1939, hubo un incremento del antisemitismo, llegando a promulgar leyes que excluían a los judíos de la vida profesional, de la educación universitaria y de casi todos los ámbitos, incluyendo a los polacos que tuvieran matrimonios mixtos, leyes muy parecidas a las de Núremberg.
A finales de 1938, Adolf Hitler y el embajador polaco Józef Lipski mantuvieron una charla. Entre otros temas, el líder alemán le comentó al diplomático polaco que, una vez resuelto el tema de los Sudetes, tenía la intención de exigir la cesión de una colonia, posiblemente la posesión francesa de Madagascar, para resolver el problema judío en Europa central, reubicándolos en esa isla africana; y Hitler quería conocer la opinión polaca al respecto, a lo cual Lipski respondió: “Si puede encontrar tal solución, le erigiremos un hermoso monumento en Varsovia”.
Estos hechos explican algunos de los sucesos posteriores durante la guerra, como la matanza de judíos en la aldea de Jedwabne, el 10 de julio de 1941, cuando unas mil seiscientas personas, la mitad de la población, fueron encerradas en un granero y quemadas vivas por sus vecinos polacos católicos, ante la complacencia de los ocupantes nazis. La motivación para esta monstruosidad no fue sólo el antisemitismo, ya que luego del asesinato masivo, los criminales se apropiaron de los bienes de sus víctimas. Casos similares fueron perpetrados en otros pueblos como Wasosz y Radzilow.
Polonia trata de ocultar su pasado de complicidad con Hitler y a menudo intenta equiparar al nazismo con la Unión Soviética, argumentando el Pacto Mólotov-Ribbentrop, siendo la URSS el último país en hacer un acuerdo de este tipo con Berlín, ocultando que fue Varsovia la que saboteó todos los intentos soviéticos por hacer alianzas antifascistas con las potencias europeas, impidiendo incluso la ayuda militar de Moscú a Checoslovaquia para evitar su desmembramiento, del que Polonia se benefició, en colaboración con Alemania. La dirigencia polaca también quiere olvidar que fue su país el que firmó el pacto Pilsudski-Hitler, acuerdo similar al Mólotov-Ribbentrop, con la diferencia de que, mientras Moscú lo hizo como último recurso para ganar tiempo, en gran medida por culpa de Polonia, el dictador Pilsudski, quien tenía una gran afinidad ideológica con Hitler, lo firmó a menos de un año de que el líder nazi llegara al poder y cuando las intenciones de éste ya eran evidentes para todo el mundo.
A pesar de que las malas intenciones de Polonia para con Rusia, eran conocidas por el Kremlin, esto no impidió que, hasta el último momento, la URSS ofreciera a Varsovia un pacto de defensa mutua, estando ya amenazada por Berlín, rechazándolo con suma arrogancia, sellando así su destino y el de su pueblo. Hay que recordar que, a comienzos de 1939, Alemania ofreció a Polonia ser parte de un plan de invasión contra la Unión Soviética, lo cual Varsovia aceptó, fracasando luego esta alianza debido a la cuestión de la ciudad de Danzig.
Hoy en Polonia profanan tumbas y monumentos en honor a la memoria de los seiscientos mil héroes soviéticos y los diez mil patriotas polacos que dieron sus vidas para liberar al país del nazismo. Destruyeron el momento al mariscal Iván Kónev, quien salvó, con su rápido accionar, a la ciudad de Cracovia de ser destruida, como había ordenado Hitler; y la avenida que llevaba su nombre fue renombrada como Armia Krajowa, un grupo terrorista nacionalista que atentaba contra los efectivos del Ejército Rojo que luchaban para liberar Polonia y muchas veces mataba a los judíos que, incautos, se acercaban al grupo creyendo que podrían sumarse a la lucha antinazi con ellos. Fue la Armia Krajowa la organización que se negó a brindar cualquier clase de apoyo al levantamiento del Gueto de Varsovia en 1943 y ejecutó matanzas de comunidades ucranianas del lado polaco de la frontera, como respuesta a las masacres brutales realizadas por los nacionalistas banderistas, del lado ucraniano, contra los polacos étnicos.
Lo cierto es que la Unión Soviética, incluso antes de finalizada la guerra, al mismo tiempo que comenzaba la reconstrucción de Ucrania, Bielorrusia y tantas regiones destruidas completamente por el nazismo en la URSS ya estaba reconstruyendo Varsovia, con su casco histórico según los planos originales. Le brindó a la población medicinas, alimentos, combustibles, reconstrucción de las infraestructuras, etc., todo pagado por Moscú sin que Varsovia debiera devolver nada. De las indemnizaciones de guerra que Alemania le pagó a la URSS, el 15 por ciento se lo cedió a Polonia.
Cuando los polacos aseguran que la ocupación alemana y el periodo durante el cual el país formaba parte del bloque soviético fueron lo mismo, no sólo mienten, dicen una infamia. Entre 1946 y 1955, Polonia experimentó el mayor crecimiento industrial de toda su historia gracias a las inversiones soviéticas, y alcanzó un enorme progreso científico, artístico y cultural como nunca antes había vivido.
Para finalizar, quiero citar a Winston Churchill ante la Cámara de los Comunes en 1945, cuando dijo que: “De no ser por los prodigiosos esfuerzos y sacrificios de Rusia, Polonia se hubiese visto condenada a la destrucción total a manos de los alemanes. Hitler no sólo hubiese destruido a Polonia como Estado y como nación, sino también a los polacos como raza”.
Contrastando con esto, quiero recordar que siempre que Polonia tuvo la oportunidad, intentó destruir a Rusia como tal, su alma, su forma de ser y de pensar, su lengua y su fe cristiana ortodoxa; mientras que cuando Polonia fue parte del Imperio Ruso, su idioma siempre fue respetado y nunca se atacó al catolicismo ni a la cultura polaca, del mismo modo que cuando estuvo dentro del bloque soviético.
Polonia nunca dudó en ser una parte central de la agresión de Napoleón contra Rusia ni de conspirar y aliarse con Hitler con la esperanza de destruir a la URSS, terminando en ambas ocasiones con resultados catastróficos para sí misma. ¿Será acaso la Polonia de hoy, junto a la OTAN, una reedición de la locura suicida de Varsovia?
Tratándose de los gustos literarios de Marx, Mijaíl Lifschitz menciona que se sabe que en su familia se leía con especial cariño la novela El pequeño Zaches de E.T.A. Hoffmann. ¿Por qué podía interesarle una historia como ésta a Marx? Te cuento.
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Escrito por Christian Lamesa
Analista geopolítico, fotógrafo y escritor. Autor del libro La paternidad del mal. Los cómplices de Hitler.